Los siete pecados capitalistas

Agua / dossier / Junio de 2020

María Renée Prudencio

Antes del pecado

Hacía un calor de los mil demonios. Las gacelas que pastaban en los campos cercanos llevaban meses sin aparecer. La mamá de la niña ignoraba sus quejidos de cansancio, escudriñando el horizonte, demasiado angustiada de volver a casa con las manos vacías otra vez. Para distraerse, la chiquilla agarró un palito y comenzó a cavar una zanja en la orilla del río. El surco que hizo se llenó de agua y la niña descubrió maravillada que podía dirigirla hacia donde quisiera. Sabemos que algo así sucedió hace aproximadamente 12 mil años. Sabemos que fue en el delta del Éufrates. Sabemos que en ese gesto aparentemente inocuo estaba la semilla de las grandes obras de irrigación de Mesopotamia y de las terrazas cuzqueñas que alimentaron a todo un imperio. Sabemos que un momento así cambió para siempre la historia de la humanidad. Lo que pocas veces consideramos es que también transformó la del agua. Este líquido tardó 13 mil millones de años en llegar a la Tierra. Tuvo que suceder el Big Bang para que apareciera el hidrógeno. Las estrellas para que se creara el oxígeno. Las supernovas para que los dos se fusionaran en forma de agua. Luego, todavía haría falta un meteorito o un cometa —nadie decide todavía bien cuál— para que viajara hasta este mundo aún en ciernes. Aquí, siglos sobre siglos de fuerzas se contrapusieron hasta lograr un equilibrio que hizo posible el más preciso y sutil de los círculos. Y nosotros, en menos de 10 mil años, logramos irrumpir en ese ciclo. A partir de esa niña y ese surco el H2O existe en cuatro estados: líquido, gaseoso, sólido y cultural. Así, el agua ya no es sólo una combinación afortunada de átomos que se mueve con singular versatilidad por el mundo físico, sino una construcción cultural, un significante determinado por las gentes que lo articulan. Es digno de reflexión que un medio que nos significa tanto sea justamente el que escogemos para deshacernos de nuestra basura, tanto física como metafórica. El agua se lleva los desechos tóxicos de nuestras fábricas y nuestras casas, pero también el de nuestras almas. Y aquí entra el pecado.

La envidia

Cuando los españoles entraron a la cuenca de México en 1519 se encontraron con una visión que trastornaba la mente de cualquier europeo: frente a ellos se extendían casi 500 mil hectáreas de bosque y 102 mil de cuerpos de agua. Entre los oyameles y los robles corrían coyotes y venados. En el agua nadaban once especies de peces y sobre ella volaban 109 de aves acuáticas. Al franquear los volcanes el espectáculo se hacía todavía más fantástico: diez ciudades cobijaban un gigantesco lago a modo de puertos. Los pobladores de ese mundo acuático parecían haber logrado lo imposible: sembrar sobre mojado. En medio de todo ese esplendor se hallaba la maravilla arquitectónica de México-Tenochtitlan. La grandeza que se encontraron los españoles se anclaba en el profundo conocimiento que las culturas prehispánicas tenían del agua: cooperaban con ella y en retribución el elemento vital los alimentaba y los protegía. Cuando, a pesar de su pólvora y sus cañones, tardaron casi dos años en dominar a un enemigo que peleaba con arcos y flechas, le declararon una guerra sin cuartel al elemento que sostenía las canoas aztecas. De la misma manera en la que sepultaron el Templo Mayor bajo sus imágenes religiosas, los conquistadores se dedicaron a exiliar el agua de Tenochtitlan para suprimir esa conexión que podría restaurar el poder de los vencidos. Fue tal la saña por erradicar el agua que su impulso se volvió casi un imperativo genético y hoy los 48 ríos que alimentaban el valle son viaductos y vías rápidas. Los lagos están secos. Los imponentes acueductos se cambiaron por tubos y drenajes.

La lujuria

La gente no piensa cuántos camarones mueren como resultado de sus impulsos sexuales. Sin embargo, la matemática está ahí para quien quiera calcularlo. Sea por voluntad o por error, por motivos conscientes o inconscientes, razones religiosas o narcisistas, se estima que la población mundial se incrementa en 81 millones de personas al año. ¿Saben cuántas veces jalan la cadena del inodoro 81 millones de personas en un día? Según los cálculos de las Naciones Unidas, 80 por ciento de las aguas residuales regresan al medio ambiente sin haber sido procesadas. El porcentaje sube a 95 por ciento en el caso de los países menos desarrollados. Esto significa que cada vez que nos sentamos en el baño la mayor parte de lo que producimos se va derechito y sin modificación a los ríos y a los mares. Nuestros “depósitos” de materia orgánica son ricos en fósforo y nitrógeno, es decir son un abono inmejorable, incluso para cierto tipo de algas. Al proliferar excesivamente, las algas impiden que la luz penetre hasta las profundidades. A oscuras, la vegetación acuática no puede realizar la fotosíntesis y muere, cosa que a su vez causa otra proliferación, esta vez de bacterias que se alimentan de las plantas muertas y consumen el oxígeno que necesitan los peces y los moluscos. Esta bonita danza fúnebre se llama eutrofización y es culpable, por ejemplo, de una zona muerta que afecta alrededor de 18 mil kilómetros cuadrados al año en el golfo de México. Así que si te importa el camarón, ponte un condón.

Desembocadura de drenaje en el río Ganges. Fotografía de Daniel Bachhuber, 2008

La soberbia

El Amazonas es el río más caudaloso del mundo: contiene más agua que el Nilo, el Misisipi y el Yangtsé juntos. Su cuenca tiene alrededor de 7.05 millones de kilómetros y representa casi una quinta parte del caudal fluvial de la Tierra. El volumen de agua que vacía en el Atlántico es tan grande que si nadas 160 kilómetros mar adentro aún puedes beber agua dulce en medio del océano. Por eso resulta inimaginable ver las siluetas abotargadas de decenas de Rotoplás en las tierras ancestrales de los secoya, siona, kofán y waorani. Más de 6 mil personas en casi 80 pueblos dispersos por la Amazonía peruana, boliviana y ecuatoriana llevan desde 2012 recolectando agua en tinacos donados por ONGs: a pesar de vivir a orillas de una de las fuentes de agua dulce más inconmensurables del planeta no pueden beber del río. Décadas de derrames petroleros y mineros han provocado una catástrofe ecológica que ha disparado los casos de cáncer, abortos espontáneos y leucemia infantil entre las poblaciones indígenas. Después de casi veinte años de buscar que Texaco (luego comprada por Chevron) se haga responsable de los destrozos que provocó en la zona y de que un tribunal de arbitraje en la Corte Internacional de la Haya dictaminara en el 2018 que la petrolera no tenía que pagar un quinto, los nativos de la Amazonía decidieron que era más práctico beber agua de lluvia que esperar que los hombres más poderosos del planeta abandonen la soberbia y dejen de protegerse entre ellos.

La pereza

Setenta por ciento del planeta está cubierto por agua. Sólo 2 por ciento de esa agua es dulce, y de ésta apenas 0.4 por ciento está disponible en estado líquido, para que todos los seres vivos, incluyendo los 7 700 millones de personas, sobrevivivan. A pesar de ello, según Conagua, 70 por ciento de los cuerpos de agua dulce en México están contaminados. El 31 por ciento de esos cuerpos se clasifican como extremadamente contaminados: en ellos se puede encontrar mercurio, plomo, cadmio, níquel, cromo, arsénico, cianuro o tolueno, entre otras sustancias tóxicas. A esta contaminación se añade que los 127 millones de mexicanos desperdiciamos 53 trillones de galones al año. Una llave que gotea tanto como para llenar una taza de café cada 10 minutos puede llegar a desperdiciar 11 356 litros de agua en un año: 65 vasos al día. Un inodoro con un empaque gastado, un flotador ponchado o algún otro tipo de desperfecto puede desperdiciar 83 279 litros de agua en un año.

La avaricia

Por ahí de 1970 las compañías de refrescos empezaron a preocuparse por la meseta a la que claramente habían llegado sus ventas y, para acabarla de amolar, la gente poco a poco comenzaba a darse cuenta de que atascarse de tanta azúcar tal vez no era buena idea. Desesperados, los ejecutivos se partieron la cabeza buscando nuevas estrategias para vender más, pero en lugar de eso a algún brillantísimo mercadólogo se le ocurrió la idea de vender menos. Es decir, ya se habían fabricado todos los sabores de soda que podía conjurar la imaginación humana. ¿Qué pasaría si probaban con comercializar el único al que nadie le había tratado de poner un precio todavía? ¿Podrían convencer a la gente de comprar agua? En un inicio la idea fue irrisoria; los consumidores veían las botellas de Evian y se preguntaban, muertos de la risa, si lo que seguía era que los consorcios trataran de cobrarles el aire… Pobres ingenuos; todavía no entendían el poder pernicioso de un jingle de 30 segundos. Vittel, Evian y Volvic —las primeras compañías que acometieron la quijotesca empresa de cobrar por una materia prima gratuita—, utilizaron la imagen de las termas de las cuales eran dueñas y donde se utilizaba el agua para curar el cuerpo. Sólo hacía falta elaborar un poco más la idea y lograr que la gente se creyera que también curaba el alma. Pero para que realmente amarrara, no sólo hacía falta ensalzar las virtudes del agua que venía dentro de una botella: había que demonizar la que salía de la llave. La campaña de desprestigio duró casi cincuenta años y fue tan exitosa que hoy una botella de agua cuesta dos mil veces más que un vaso que se puede llenar bajo la llave por casi nada. Para estos consumidores poco importa que de todas las marcas que ostentan cordilleras prístinas en sus etiquetas sólo una pequeña fracción realmente embotelle agua de manantiales. Aquafina y Epura de Pepsi y Ciel de la Coca Cola son tres de las innumerables marcas que en realidad nos venden agua de llave filtrada.

Diez años de las Guerras del Agua en Cochabamba, Bolivia. Fotografía de Peg Hunter, 2010

La ira

“Dadme un punto de apoyo y moveré toda la Tierra.” Arquímedes estaba evidentemente convencido de que lo único que hacía falta en la vida era un pedazo de tierra firme para hacer temblar a los cielos. Tal vez hubiera cambiado de opinión de haber conocido a un boliviano. En 1997 el Banco Mundial obligó al gobierno boliviano a privatizar una serie de empresas nacionales a cambio de un paquete de préstamos que el país necesitaba desesperadamente. Víctima de una crisis endémica y recurrente, Bolivia no tuvo más opción que aceptar las medidas que ponían a disposición de compañías privadas los bienes estratégicos de la nación. Una de las empresas privatizadas fue el sistema de aguas de Cochabamba. El gobierno otorgó el monopolio de los recursos hídricos al consorcio internacional Aguas del Tunari, conformado por la compañía estadounidense Bechtel, la española Abengoa y cuatro socios bolivianos. La ley que aprobó el gobierno para abrir el sector estatal a la inversión privada era brutalmente injusta: llegaba al despotismo de prohibir la recolección de agua de lluvia en sus cisternas sin pagar una licencia. Los campesinos, históricamente ignorados por la élite blanca, dependían de ese tipo de infraestructura informal y comunitaria: el gobierno jamás se había tomado la molestia de conectarlos a la red de suministro. Aterrados de que les “quitaran hasta la lluvia” y ofendidos por el alza de hasta 50 por ciento en un servicio que jamás los había siquiera contemplado, los campesinos forjaron una alianza amplísima con los otros sectores de la población que se sentían igual de marginados por la oligarquía que tenía en sus garras al país desde siempre y se opusieron a la privatización del agua. La federación militante de cocaleros del Chapare, dirigida por el entonces líder sindical Evo Morales, se sumó a los protestas, prestándoles su considerable experiencia en la organización de huelgas, bloqueos de carreteras y asambleas populares masivas. La alianza popular logró paralizar el país y el gobierno respondió con la habitual mano dura: el Ejército mató a un joven de 17 años en Cochabamba. El asesinato enardeció todavía más a los inconformes y, galvanizados por la sangre, perseveraron hasta lograr lo impensable: las Guerras del Agua, como fueron bautizadas, terminaron por obligar a Bechtel a anular su contrato, devolver a Semapa al control público y retirar su reclamo legal contra el gobierno boliviano por 50 millones de dólares en compensación. La nueva Constitución de Bolivia, promulgada en 2009, proclama que el acceso al agua es un derecho humano y prohíbe su privatización.

La gula

Una de las maneras más creativas de desperdiciar el agua es tirando la comida. Según una ONG, el volumen que se utiliza cada año para producir comida que se va a la basura es el mismo que emplea el sector industrial mundial. Tirar un plátano al bote de basura o una manzana equivale, respectivamente, a dejar abierta la regadera durante 84 minutos y jalar el baño siete veces. Considera que se necesitan 15 400 litros de agua para producir un kilo de carne. Considera también que una mujer africana camina un promedio de 6.5 kilómetros al día para ir a recoger agua y que carga sobre su cabeza alrededor de 20 litros, es decir que esa mujer tendría que ir y regresar al río 770 veces para que tú y tus cuates dejen sus cuatro Big Macs a medias.

Llevamos casi toda nuestra historia usando el agua para regar nuestros sembradíos, transportar nuestros productos, generar nuestra energía y limpiar nuestro desmadre. En el proceso envenenamos los ríos y flujos subterráneos y acidificamos la lluvia. Derretimos en cuestión de décadas el hielo que tardó milenios en congelarse. Hemos alterado la sustancia misma del agua, cambiándola a un grado del que tal vez ya no se pueda regresar. Pero no nos hemos limitado a esto. En su convivencia con nosotros, el agua —tan dúctil como siempre— también ha dejado que imprimamos nuestra historia en su alma. En estos tiempos de guardar, mientras el mundo se repone un poco de nuestra omnipresencia, tal vez haríamos bien en reflexionar por qué hemos elegido endilgarle nuestras transgresiones al agua, alterando para siempre su transparencia con la opacidad de nuestras propias culpas.

Imagen de portada: Acampamento Terra Livre en defensa de los derechos de los pueblos indígenas en la Amazonía. Fotografía de Senado Federal, 2019