Recuerdo que una amiga, a quien hacía notar la belleza de Berkeley, me decía: Sí, esto es muy hermoso, pero no logro comprenderlo del todo. Aquí hasta los pájaros hablan en inglés. ¿Cómo quieres que me gusten las flores si no conozco su nombre verdadero, su nombre inglés, un nombre que se ha fundido ya a los colores y a los pétalos, un nombre que ya es la cosa misma? Si yo digo buganvilia, tú piensas en las que has visto en tu pueblo, trepando un fresno, moradas y litúrgicas, o sobre un muro, cierta tarde, bajo una luz plateada. Y la buganvilia forma parte de tu ser, es una parte de tu cultura, es eso que recuerdas después de haberlo olvidado. Esto es muy hermoso, pero no es mío, porque lo que dicen el ciruelo y los eucaliptos no lo dicen para mí, ni a mí me lo dicen.
Procesar una palabra escrita o hablada implica la activación de diversos caminos en el cerebro. Uno de ellos, que solemos dar por sentado, permite que el lenguaje surta su efecto y logre comunicar un mensaje: en una fracción de segundo, la imagen o sonido de cada palabra activará en nuestro cerebro una representación (imagen o idea) de aquello que denomina. ¿Cómo sucede esto? ¿Qué conocemos sobre la forma en que se almacena y recupera el significado de las palabras en nuestro cerebro, esa masa de circuitos biológicos compuestos de miles de millones de neuronas? El significado es en algún sentido eso que Paz —en el pasaje citado de El laberinto de la soledad— definía como lo que “recordamos después de haberlo olvidado”, ese “nombre que se ha fundido y que es ya la cosa misma” y se almacena en uno de los sistemas de memoria de nuestro cerebro: la memoria semántica. Una de las preguntas centrales de la neurociencia y las ciencias cognitivas, explorada desde hace siglos por lingüistas, filósofos y psicólogos, es dónde y cómo se representan en el cerebro los significados de las palabras; cómo son esos caminos neuronales que permiten ordenar, retener y evocar los conceptos del mundo a los que llamamos los senderos del cerebro semántico.
El cuarto chino
El lenguaje tiene muchas definiciones, y hay quien se prestaría a duelos a muerte por defender la suya, pero me arriesgo a decir que todas coinciden en que el lenguaje es un sistema de símbolos que se manipulan y recombinan para transmitir información. ¿Tienen entonces lenguaje las computadoras? ¿Qué distingue nuestro pensamiento de un programa operativo, o en qué se diferencia el nuestro del lenguaje de programación? Para ilustrar este dilema, el filósofo John Searle propuso en los ochenta un experimento mental (Gedankenexperiment) conocido como el cuarto chino. Consistía (con un poco de licencia poética) en imaginarse a un hombre sin ningún conocimiento del chino encerrado dentro de un cuarto con dos ventanillas. Por la ventanilla izquierda del cuarto alguien entrega al hombre un papel con una pregunta escrita en chino. Dentro del cuarto, el hombre tiene una caja llena de ideogramas chinos y un libro con reglas para manipularlos que responden a cualquier posible combinación que le den por la ventanilla de entrada. Al recibir la pregunta, que para el hombre del cuarto chino es absolutamente incomprensible y se reduce a trazos negros sobre un papel, abrirá su caja de ideogramas chinos y su instructivo para saber qué combinación debe tomar de la caja y deslizar como respuesta en la segunda ventanilla, de salida, que está a su derecha. Siguiendo el instructivo, todas las respuestas del hombre del cuarto chino serán correctas, pero, cuando salga del cuarto, no tendrá idea alguna de lo que le preguntaron. Contrario a lo que puedan pensar quienes reciben sus respuestas desde fuera del cuarto, el hombre sigue sin saber chino. Con este experimento de pensamiento, Searle hace una analogía con las computadoras y esboza una de las principales críticas al computacionalismo (la visión de que la mente humana funciona como un programa computacional): la caja de ideogramas es una base de datos y el instructivo dentro del cuarto es un programa informático. Estas herramientas son suficientes para dar a la pregunta de entrada (input) una respuesta correcta (output), pero no generan entendimiento alguno de los símbolos. Como lo hacía el hombre del cuarto chino, las computadoras manipulan símbolos únicamente por su forma, siguiendo una serie de reglas, pero no tienen acceso a su significado. En términos lingüísticos: los programas de computación tienen sintaxis, pero no semántica.
El anclaje de los símbolos
¿Por qué no tienen acceso al significado de los símbolos las computadoras? ¿Qué es el significado, o cómo obtienen los símbolos el suyo? El problema del anclaje de los símbolos, desarrollado por Stevan Harnad, postula que, para adquirir significado, un sistema de símbolos debe estar conectado (o anclado) al mundo real. La forma en que los humanos conectamos nuestros símbolos (palabras) a sus referentes en el mundo es con el cuerpo, recibiendo y filtrando información a través de los sentidos e interactuando con los objetos, situaciones y lugares hasta entender “qué es qué” y “qué hacer con qué cosa (o en qué situación)”. A través de este proceso, aprendemos nuevas categorías (o conceptos): abstraemos las características esenciales (propiedades sensoriales y formas de interacción) de las cosas del mundo y descartamos los detalles irrelevantes y las infinitas singularidades para ordenar el mundo que nos rodea. En el momento en que aprendemos una categoría interactuando con su referente en el mundo, anclamos o conectamos su símbolo (la palabra que lo denomina) al mundo “real”, y ese símbolo adquiere un significado. Tras el anclaje de algunos símbolos, el poder del lenguaje radicará en su capacidad recombinatoria: una vez que unas cuantas palabras adquieren sentido, podremos utilizarlas de distintas formas para explicar el significado de palabras nuevas, y usar estas nuevas palabras a su vez para crear otras definiciones, de forma ilimitada. Como resultado, no necesitamos interactuar con cada entidad posible del mundo para conectar los símbolos con sus referentes, bastará con unos cuantos que podamos combinar para definir el resto.
Neuronas, circuitos y semántica encarnada
¿Qué es entonces la semántica, el significado o sentido de las palabras, símbolos de la comunicación humana? Los computacionalistas piensan en el lenguaje como un sistema de símbolos abstractos (a los que nos referimos como palabras) conectados entre sí, que podemos manipular y recombinar sin que importen demasiado las características de aquello que designan, sino más bien sus interrelaciones. Pero el argumento del cuarto chino y el problema de anclaje de los símbolos nos sugieren que manipular símbolos relacionados siguiendo una serie de reglas no es suficiente para comprenderlos, y que el significado surge cuando conectamos los símbolos con el mundo exterior a través de nuestro cuerpo y su acción. ¿Incluye entonces el significado de una palabra las sensaciones y formas de interactuar que nos evoca el objeto, la situación o el lugar que denomina? A esta idea se le llama en inglés embodied semantics y ha sido traducida al español como “semántica encarnada” o “semántica corporizada”. En términos del cerebro, esta idea es apoyada por la tesis de un importante psicólogo canadiense, Donald Hebb, quien postuló que “las neuronas que disparan juntas, se conectan juntas” (fonéticamente, funciona mejor en inglés: “neurons that fire together, wire together”). Las neuronas son células que funcionan a base de impulsos eléctricos. Estos impulsos las recorren y les hacen liberar sustancias químicas (neurotransmisores), que actuarán a su vez activando (o desactivando) otras neuronas. Varias neuronas interconectadas formarán un circuito o una red neuronal. Nuestra corteza cerebral, la capa más superficial de nuestro cerebro y que se ocupa de las funciones más complejas, puede dividirse en zonas de neuronas que a) reciben información de los sentidos (corteza sensorial), b) coordinan respuestas a través del movimiento de los músculos (corteza motora) o c) integran información de distintos tipos. Cuando interactuamos con algún objeto en la vida real, se activan circuitos que incluyen neuronas en nuestras cortezas sensoriales (que detectan sus características) y nuestras cortezas motoras (que controlan la forma en que nos movemos durante esta interacción). Si al mismo tiempo estamos aprendiendo a nombrar el objeto, las neuronas de los circuitos lingüísticos del cerebro (que nos permiten emitir y comprender el lenguaje) también estarán activas. Según Hebb, entonces, al aprender una categoría o concepto nuevo (y anclar así la palabra a su significado) se formarán circuitos que incluyen funciones lingüísticas, motoras y sensoriales. La pregunta es, entonces, si al volver a leer o escuchar esta palabra, y tener que acceder a su significado, se reactivan estos circuitos neuronales que implican sensación y movimiento.
El cerebro semántico
¿Dónde está el significado en el cerebro? Esta pregunta se planteó inicialmente desde la neurología y la neuropsicología, gracias a los estudios de pacientes con lesiones cerebrales. Estos abordajes clínicos ya habían dejado claro que el lóbulo temporal del cerebro (que está dentro del cráneo, aproximadamente a la altura de la oreja) estaba ampliamente relacionado con la identificación de las palabras y también con el acceso a su significado, puesto que los daños a esta zona del cerebro producían incapacidad para comprender el lenguaje (afasia de comprensión) o pérdida de la memoria semántica (demencia semántica). Como gran parte del lóbulo temporal se considera corteza de integración (no es sensorial ni motora), asumir que las representaciones semánticas están codificadas en sus neuronas no apoyaba la teoría de la semántica encarnada. El estudio del cerebro semántico se revolucionó en los años noventa, gracias al desarrollo y refinamiento de métodos que permitieron observar la actividad cerebral en tiempo real: las técnicas de neuroimagen funcional. Gracias a ellas, tenemos hoy nuevas herramientas para responder a nuestra pregunta sobre el significado: mientras se usa un escáner cerebral, podemos pedir a una persona que lea o escuche una serie de palabras, para analizar después las redes neuronales que se activaron en cada caso. En los últimos diez años, estos estudios han confirmado que el lóbulo temporal es importante para identificar las palabras, y funciona como un “enrutador” al significado, pero también han revelado que las representaciones semánticas se distribuyen en redes que abarcan casi toda la corteza cerebral. En el caso de las palabras concretas, las zonas que se activan de forma más importante dependerán de las características de aquello que denominan: si es una acción, se verán implicadas con mayor intensidad áreas de planeación y ejecución de movimiento; si es un objeto, se activarán entre otras áreas sensoriales donde se representan sus características visuales, táctiles y auditivas. Además, todas estas activaciones de neuronas en distintas partes de la corteza sucederán en menos de medio segundo (entre 250 y 300 milisegundos). Estos hallazgos coinciden con lo postulado por Donald Hebb y apoyan la semántica encarnada: las redes que se activaron juntas al aprender una palabra vuelven a reactivarse cuando la escuchamos para acceder a su significado. Por lo tanto, en el cerebro, la representación de los conceptos coincide —al menos en parte— con las redes de movimiento y percepción. Procesar una palabra —digamos, por ejemplo, manzana— implica recuperar sus características sensoriales —cómo se ve, cuál es su textura, a qué huele y sabe— y también los patrones de movimiento con que interactuamos con ella —cómo la sostenemos y la mordemos—. Esta explicación se complica cuando transitamos a los conceptos más abstractos: “bondad”, “lógica”, “violencia”, “razonamiento”, que no pueden reducirse a características motoras o sensoriales. Sin embargo, considerando que los estudios de neuroimagen muestran que estas palabras también activan redes distribuidas en el cerebro, y que las aprendemos basados en otros conceptos más simples, muchos investigadores sostienen que los conceptos abstractos obedecen a los mismos principios, y que las redes de percepción y movimiento también facilitan su comprensión.
Saber que las palabras son capaces de activar redes tan diversas en nuestro cerebro ha llevado a distintos investigadores a sugerir que el lenguaje induce en nuestro cerebro una simulación de la realidad y confirma que las palabras pueden, como escribió Oscar Wilde, “dar forma plástica a cosas informes y tener una música propia tan dulce como la del violín o la del laúd”. Los senderos del cerebro semántico permiten a los escritores y poetas generar a través de las palabras una intrincada danza de actividad cerebral. El poeta Paul Valéry escribió, por ejemplo, que un poema “es el resultado de la lucha entre sensación y lenguaje” y que “la poesía extiende la acción que gravita sobre nuestros nervios y músculos”. Su intuición de poeta ya imaginaba lo que ahora empieza a confirmar la neurociencia: que las palabras activan áreas sensoriales y motoras en el cerebro. Hace un par de años, un estudio de neuroimagen grabó la actividad cerebral de varios sujetos escuchando una historia y esbozó un mapa del “diccionario cerebral”. En él, las palabras aparecían por todos los pliegues de la corteza cerebral, y sin obedecer claramente a los principios básicos de las categorías semánticas, en las que la acción activa la corteza motora, los objetos cortezas sensoriales, etcétera. Este estudio muestra lo intrincado que es el cerebro semántico cuando se agrega contexto, cuando se trata una historia y no simples palabras, pero confirma el poder activador del lenguaje en la corteza cerebral.
Semántica personal
¿Tiene entonces el lenguaje un poder plástico ilimitado? Cuando adquirimos, a través del lenguaje, aquellas categorías con las que no hemos interactuado en carne propia, ¿las vivimos de la misma forma que las que aprendimos interactuando con el mundo? Para los nostálgicos, como la amiga de Octavio Paz en Berkeley, es tal vez lógico que las palabras que definen aquellas cosas con las que interactuamos, sobre todo a temprana edad, sean las más cercanas a nuestra esencia. De ahí se entiende que, para un migrante, cada cosa y situación lleve un nombre distinto, un nombre cuyas sensaciones le son ajenas: una orquídea estadounidense cuyo nombre en inglés recién aprendo no me despertará lo mismo que una buganvilia o una jacaranda con las que jugaba cuando era niña. Pero escuchar la palabra que nombra esa orquídea y mirarla frente a mí, o leer una descripción en un libro puede también abrir una nueva puerta al significado. Encerrarnos en nuestra cultura es perdernos de la verdadera riqueza del mundo por querer entenderla sólo a través del filtro de nuestro lenguaje y sus sistemas de categorías. El sistema nervioso humano tiene infinita capacidad para adquirir nuevas ideas, para “encarnar” nuevos significados. Los viajes, las inmersiones en otras culturas, el aprendizaje de otros lenguajes y la literatura son en realidad llaves para encontrar mundos distintos que, aunque parezcan algo ajenos, no tienen por qué ser menos fascinantes. No obstante, y aunque se han hecho pocos estudios al respecto, tiene sentido pensar que el significado recién adquirido no tiene las mismas ramificaciones en el sistema emocional del cerebro que aquellos conceptos que anclamos en nuestra infancia y que están asociados al relato de nuestra vida, al que en psicología nos referimos como memoria episódica. Aunque aquí he hablado de la memoria semántica y no de la episódica, he aclarado que el significado depende en cierta medida de nuestra experiencia. Existe un punto, entonces, en que la memoria semántica, de las generalidades de los objetos del mundo, se cruza con la memoria episódica, que almacena los hechos singulares de nuestras vidas. Es ahí, en el punto que una buganvilia no es todas las buganvilias, sino esas buganvilias moradas y litúrgicas que la amiga de Paz encontró una tarde en su pueblo trepando a un fresno, donde los senderos del cerebro semántico toman una forma única, irrepetible, personal.
Imagen de portada: Lámina de test óptico de George Mayerle, SchmidtLitho Co., San Francisco, ca. 1907. Imagen de dominio público