Melancolía: un código oculto de la conciencia

Vidas al margen / dossier / Abril de 2018

Jesús Ramírez-Bermúdez

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Así, podemos suponer que quienes participan del canon de la melancolía se entienden y se desentienden, se comunican en la soledad y codifican el misterio de la separación. Roger Bartra


Herejías involuntarias

Avanzo por los pasillos del Archivo General de la Nación en busca de rastros históricos de un viejo problema clínico. Las huellas de la melancolía quedaron inscritas en este espacio, como en tantos otros. Desde la era de Hipócrates, este diagnóstico se ha usado para calificar formas muy diversas de sufrimiento mediante una metáfora médica: se decía que el trasfondo era la “enfermedad de la bilis negra”. Al leer los_ Territorios de la otredad y el terror_, de Roger Bartra, supe que este problema fue registrado en la Nueva España. Durante el encierro por acusaciones de herejía, algunos individuos fueron diagnosticados por la Inquisición española como portadores de melancolía. Los registros pueden consultarse aquí, en el Archivo General de la Nación, un edificio diseñado originalmente como una prisión colosal. Mi padre estuvo recluido en este espacio, aunque no fue por hereje (sí lo era) ni por melancolía, sino por desobediente. Pero mi visita al Archivo no pretende darle prestigio a mi sentido de marginación transgeneracional. Desde hace veinte años atiendo casos de “depresión melancólica” en un hospital neurológico. Ahora consulto casos procesados por la Inquisición española. Me permiten investigar las pautas de este problema a través de la historia. Uno de los muchos documentos novohispanos corresponde a una monja, conocida como sor María de la Natividad. Los registros se basan en su confesión frente al arzobispo del nuevo reino de Granada. El tormento psicológico comenzó el día en que dijo, para sí: “mayores son mis pecados que la misericordia de Dios”. Sor María no ocultaba esos pensamientos heréticos, que cuestionaban la omnipotencia del perdón divino; más bien, afirmó con énfasis que el demonio le “traía a la imaginación” otras ideas, por ejemplo, que “Cristo no estaba en la hostia consagrada y que se dejaría quemar viva antes de creerlo”. El demonio le ordenó pisar las cruces que veía en el suelo, las que se pueden encontrar porque dos palillos o las pajas en el piso toman esa forma por casualidad; también le ordenó ahorcarse, cortarse los dedos y la lengua, y enterrarse un cuchillo en el corazón. Los testigos afirmaron que sor María “estaba tocada de melancolía”: a veces se encontraba contenta y a veces deprimida. Fue llevada a las cárceles secretas en 1602. El fiscal pidió que se le declarara hereje y apóstata, pero la monja lloró, arrepentida, antes de la tortura. Pidió a Dios que la partiera un rayo, pues merecía “mil infiernos”. La Inquisición decidió absolverla y reintegrarla a su convento. La historia habría terminado allí, pero un tiempo después, cuando tenía 50 años, sor María se presentó otra vez ante los inquisidores. Y se acusó de lo mismo.

Bela Limenes, de la serie Recuerdos, 2012

El mito del salvaje y el canon melancólico

En Territorios del terror y la otredad, Roger Bartra ha estudiado casos novohispanos como el de sor Natividad. La melancolía aparece en este libro como un patrón cultural que revela estados mentales o formas de comunicación irreductibles al ideal moderno de una racionalidad legal, ética, tecnocientífica o democrática. El autor aplica una luz tenue y serena para observar una configuración más amplia: se ocupa, por ejemplo, de las tendencias primitivistas en el arte y del terrorismo islámico. ¿Cuál es el sitio de la melancolía en un panorama social tan desconcertante? Quienes han leído El mito del salvaje saben que Bartra ha estudiado los conceptos mitológicos y las metáforas culturales usados por la cultura occidental para realizar mediaciones en sus zonas de conflicto. La identificación de Occidente con la moral cristiana, la racionalidad legal y la tecnociencia, y más recientemente con ideales laicos y democráticos, ha ocurrido en forma paralela a la gestación de algunos símbolos y patrones míticos necesarios para capturar las alteridades incompatibles con el canon civilizatorio. Dentro de esta gran imagen panorámica, Bartra contempla expresiones muy diversas de la otredad. La exploración estética del mito del salvaje, según las vanguardias artísticas del siglo XX, es parte de una amplia gama de expresiones que revelan las inconsistencias, las imperfecciones o fracturas en el interior del canon occidental. “Muchos artistas encontraron en el mito del salvaje, que seguía vivo en el siglo XIX, un recurso creativo que permitía expresar su rechazo de la modernidad industrial”, dice Bartra en Historias de salvajes (2017). Ahora mismo, al investigar los problemas clínicos de la Nueva España, no puedo evadir un recuerdo: este espacio físico del Archivo General de la Nación fue concebido como la máxima prisión mexicana. Aquí, en el “palacio negro” de Lecumberri, se alojaron clientes distinguidos como el asesino serial más célebre del siglo XX mexicano, un “salvaje” muy popular entre los medios periodísticos. Pero el Partido Revolucionario Institucional también usó la prisión de Lecumberri como una peculiar residencia literaria y científica para atender a los “salvajes” del intelecto y de la conducta civil. José Revueltas escribió aquí una obra mayor de nuestra narrativa: El apando (1969). Mi padre, José Agustín, lo conoció cuando estaban alojados en el “palacio negro”: Revueltas, por su rebeldía política durante el movimiento estudiantil de 1968, y mi padre como una víctima más del estigma hacia la cannabis y las sustancias alucinógenas. Mi padre sobrevivió en Lecumberri gracias a sus conocimientos del oráculo chino, el I Ching. Esta habilidad como intérprete de los hexagramas orientales lo transformó en un individuo respetado, porque la cárcel está poblada por supersticiones, y nadie quiere provocar a la mala fortuna mediante agresiones al portavoz de un oráculo. Otro huésped de este recinto fue el psiquiatra Salvador Roquet, quien usaba drogas alucinógenas para atender a pacientes suicidas. Hoy, las revistas científicas internacionales publican reportes sobre la eficacia de los alucinógenos en pacientes con depresión mayor. Los trabajos pioneros del doctor Roquet fueron premiados con una beca en el Palacio de Lecumberri. Entre las ramificaciones menos evidentes del mito del salvaje se encuentran nexos con la mente creativa. El guion oculto de una irracionalidad resistente a la evidencia o el consenso establece conexiones literarias entre el mito del salvaje y la enfermedad de la bilis negra. Una de estas conexiones es la tragedia erótica, que alcanzó notas sofisticadas durante el Renacimiento. Por esa razón, Bartra estudió “las enfermedades del alma” registradas durante el Siglo de Oro español. Y se detuvo en Don Quijote de la Mancha: su tragedia erótica consiste en no haber sufrido desventura amorosa alguna. Bartra advierte que “cuando Don Quijote decide volverse salvaje, debe optar entre dos modelos: la manía furiosa del Orlando o la melancolía triste de Amadís”. Pero esta decisión del Quijote forma parte de un ejercicio simulado; al burlarse de la ficción realista y de la realidad trágica, Cervantes dibuja “un salvajismo tragicómico que se despliega como un simulacro crítico de la cruel realidad”.

La eternidad de abajo

La imaginación literaria de Cervantes, con sus altos niveles de ironía y metaficción, revela diferencias entre la locura artística de la literatura y la pérdida del juicio en pacientes melancólicos: en el primer caso, hay una búsqueda estética y un monitoreo consciente. No sucede así en el contexto clínico, donde los pacientes sufren por lo general de una caída en las capacidades metacognitivas. Esto los incapacita para reconocer los profundos sesgos en su procesamiento de datos, y contribuye a la formación de ideas delirantes de ruina y culpa. En su Tratado de psiquiatría, el médico alemán Emil Kraepelin reporta estados depresivos con sentimientos de culpa prominentes, que sobrevaloran eventos lejanos o triviales. Un paciente de 59 años contó que de niño “había robado manzanas y nueces”. Otros pacientes refieren que despacharon con malos modales a un mendigo, o que le quitaron la nata a la leche. En la melancolía gravis, el discurso llega a estar poblado por delirios nihilistas, como lo describe Kraepelin en su Tratado de psiquiatría:

El enfermo ya no tiene nombre ni hogar, no ha nacido, ha dejado de pertenecer al mundo, ya no es un ser humano. No puede vivir ni morir; es tan viejo como la Tierra. Aunque le peguen un hachazo en la cabeza, no pueden matarlo. “Ya no se me puede enterrar”, decía una paciente, “si me peso en la balanza, el resultado es ¡cero!”. El mundo ha llegado a su fin; no hay ferrocarriles, ni ciudades, ni dinero, y no quedan camas, ni médicos; el mar se está vaciando. Todas las personas están muertas, quemadas, o han perecido por hambre, pues ya no queda nada para comer. El paciente es el único ser de carne y hueso, y está solo en el mundo.

Los delirios nihilistas son muy sugerentes para la mente artística. En el ensayo “Caer del tiempo”, Emil Cioran narra estados subjetivos semejantes a los delirios melancólicos: se refiere a una condición en la que se ha detenido cualquier experiencia de la temporalidad. Si antes Cioran lloraba por la caída mitológica de la humanidad hacia la marcha lineal de la historia, desde una “eternidad de arriba”, en este texto expone los detalles de un sufrimiento sin devenir ni transcurso: es una segunda caída, esta vez desde el tiempo y hacia una “eternidad de abajo”. Bartra plantea que la diversidad de nuestra especie, dada por la plasticidad cerebral y nuestra adaptación a entornos cambiantes genera una gran diferenciación, y de manera subsecuente, “problemas de comunicación entre grupos o individuos que experimentan formas de soledad desconocidas en el mundo animal”. El sufrimiento que surge de estas condiciones estimula la búsqueda de códigos semióticos y nexos comunicativos, y esto se convierte en una fuente (a veces oculta) para la innovación artística. En esa articulación se encuentra la obra poética de Alda Merini, quien fue recluida en el hospital psiquiátrico Paolo Pini como resultado de graves variaciones emocionales, probablemente dentro del espectro del trastorno afectivo bipolar, durante un periodo de casi veinte años. De estas experiencias surgió un testimonio poético: La Tierra Santa (1979). Los escritos literarios sobre el padecer tienen una doble función: dar voz a los enfermos, y desarrollar el léxico de la subjetividad. Esto es necesario en la zona oscura en la cual hay estados emocionales amorfos, mal conceptualizados, perturbadores y relevantes para quien los padece. La naturaleza privada de estas emociones preverbales las hace, a veces, incomprensibles para los demás; surgen de estratos neuropsicológicos anclados en la profundidad del cuerpo, lejos de la vida colectiva y la publicidad social.

Bela Limenes, de la serie Hasta los poros, 2012

Una mujer sin sentimientos

Dentro de la obra tardía de Roger Bartra aparece El duelo de los ángeles, formada por tres ensayos o “cuentos filosóficos”. Con un alto refinamiento literario, el autor desciende al subsuelo de algunos pensadores indispensables para comprender la modernidad: Immanuel Kant, Max Weber y Walter Benjamin. El planteamiento es que estos filósofos padecían formas de sufrimiento encubiertas por la intelectualización, la racionalización, y posiblemente, por la ausencia de una práctica introspectiva o dialógica dedicada a verbalizar estados emocionales personales y privados. A Bartra le interesa esta incapacidad para la toma de conciencia emocional de individuos por lo demás brillantes, creadores de obras filosóficas, en las cuales hay filtraciones del canon melancólico. Pero estas filtraciones permanecen ocultas a la mirada de sus autores. La melancolía funciona en estos casos como un centro de gravedad que ejerce efectos sobre el discurso, pero no es percibido a simple vista. Como investigador médico, no dejo de observar semejanzas entre el planteamiento de_ El duelo de los ángeles_ y una constelación clínica descrita en los tiempos de la Guerra Fría. Al atender víctimas de los campos de concentración nazis, el doctor Emanuel Sifneos detectó síntomas que se presentaban inicialmente como malestares corporales, pero que podían asociarse a un problema para el cual acuñó el término “alexitimia”. ¿En qué consiste? Se trata de la dificultad para identificar y comunicar estados emocionales, para distinguirlos de las sensaciones corporales, para enfocarse en experiencias internas con respecto a acontecimientos externos, y para desarrollar procesos de simbolización, lo cual se expresa como una deficiencia de fantasías y capacidades imaginativas. Sifneos pensó que esto podría ser el reverso de la creatividad. Décadas después surgió otra pieza de información científica. Algunas personas con epilepsia de difícil control eran sometidas a una cirugía llamada callosotomía, en la cual el neurocirujano secciona completamente el cuerpo calloso (una estructura que comunica a los dos hemisferios cerebrales), para evitar la propagación de las crisis epilépticas por toda la corteza cerebral. El doctor Klaus D. Hoppe encontró que los sujetos con callosotomía se comportaban como las víctimas de los campos de concentración: presentaban un déficit muy significativo en las capacidades imaginativas y de simbolización, y un cuadro evidente de alexitimia, es decir, de incapacidad para verbalizar emociones. Por contraposición, el doctor Hoppe acuñó el término simbolexia para referirse a la comunicación interhemisférica que hace posible la codificación verbal de procesos emocionales y estados imaginativos: un sustrato necesario para la creatividad verbal. En el escenario clínico atendemos formas graves de alexitimia. Una mujer fue hospitalizada en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía de México porque había intentado suicidarse. Aseguraba que lo había hecho porque “no tenía sentimientos”. La paradoja ilustra, en formato clínico, las contradicciones planteadas en El duelo de los ángeles: las emociones destructivas son invisibles para el sujeto que las padece, pero ejercen efectos poderosos en el comportamiento. La mujer lloraba, vociferaba con rabia, pero afirmaba con gran convicción que había perdido por completo cualquier sentimiento, incluyendo la ira o la tristeza. Al señalarle su conducta emocional evidente, era incapaz de vincularla con estados de conciencia experimentados por ella misma. Sus estudios de neuroimagen mostraron pequeñas lesiones en una región cerebral conocida como “corteza de la ínsula”, encargada (entre otras funciones) del monitoreo del estado corporal y de generar estados neurales necesarios para la conciencia emocional.

Bela Limenes, de la serie Recuerdos, 2012

La gramática de la melancolía

El libro más reciente de Bartra, La melancolía moderna (2017), aborda la relación entre el canon melancólico y los lenguajes artísticos que dan visibilidad a la soledad de fondo de las sociedades modernas. La investigación se centra en las artes plásticas: las pinturas de Durero, Goya, Artemisia Gentileschi, Munch, Giorgio de Chirico, Edward Hopper, son examinadas bajo una iluminación tenue y cuidadosa. Estos autores hacen visible el flujo de emociones subterráneas que conectan la soledad individual con la historia colectiva de los últimos siglos. Quizá por eso La melancolía moderna incluye bocetos ensayísticos de personajes relevantes para entender las transformaciones políticas de la modernidad: William James, uno de los fundadores de la filosofía pragmática; Alexis de Tocqueville, teórico de la democracia, y Abraham Lincoln. El interés de Bartra es analizar la reaparición del mito de la bilis negra, con todo su poder metafórico, durante épocas de cambio, frente a la confusión y la incertidumbre de las colectividades. En Cultura y melancolía el autor nos mostró que la metáfora médica es indispensable para comunicar entre sí a todos aquellos que viven “las consecuencias trágicas de la soledad, la incomunicación y la angustia, ocasionadas por la siempre renovada diversificación de las experiencias humanas”. El canon reaparece con fuerza durante épocas de transición y separación, cuando se derrumban los valores tradicionales y se pierde el sentido de la historia. Asistimos a una fragmentación geopolítica incoherente en la que reconocemos una crisis civilizatoria occidental, el auge del capitalismo de Estado chino, las convulsiones religiosas y militares del Oriente Medio, y la violencia social en América Latina y África. Es esperable ver el resurgimiento del canon de la melancolía bajo nuevas formas que conviven con los paradigmas científicos. En algún sentido, la melancolía seguirá siendo el código oculto de nuestra conciencia artística. Su paradoja radica en que nos hace anhelar la fraternidad y mirar con esperanza, en tiempos de crisis cultural, hacia una vieja conexión entre los lenguajes creativos y el misterio de la separación.

Imagen de portada: Bela Limenes, de la serie Recuerdos, 2012.