La realidad evanescente

Ritmo / panóptico / Mayo de 2019

Julieta García González

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¿Qué es Twitter? ¿Dónde está? ¿Qué espacio le corresponde ahora y cuál le corresponderá en el futuro? Durante siglos los elementos que formaron parte de la cultura y tuvieron un papel importante en el pensar y quehacer de las sociedades fueron objetos palpables: un pedernal, un molino, una imprenta, una escafandra, un foco, un aparato computador… El conocimiento se extendió o se escondió, se proclamaron falsedades y verdades que pudieron conservarse gracias al papel y a los caracteres impresos. Para que los inventos se lograran y prosperaran, se requirió de espacios de silencio y vacío. En los museos o en las casas viejas, enterrados para ser descubiertos o sumergidos en el fondo de algún océano, hay objetos tangibles que cuentan la historia de nuestra historia, incluyendo las reflexiones que le dieron lugar. Así que suponer el futuro a partir de la evanescencia de la información y de la velocidad de las relaciones digitales tiene varias dificultades. La primera es que no sabemos bien de qué estamos hablando, no podemos señalar con precisión al conjunto de palabras, pensamientos y sucesos que se conocen como redes sociales, que emanan de ellas y que, en espiral, regresan al mundo. El término redes sociales se acuñó al inicio de la década del 2000. En inglés es social media, esto es: medios de comunicación manejados por gente común. La palabra red dentro de la frase en español hace alusión a internet, de la que son nativos estos sistemas que enlazan grupos de individuos y que ahora se llaman plataformas. Tanto social media como red social son términos extraños, engañosos por el alcance que pretenden y por lo que quieren esconder (para empezar, la desigualdad entre sus integrantes). Twitter, una de las pocas plataformas que ha sobrevivido desde que empezaron a eclosionar los primeros y rústicos medios que unían por la vía digital a las personas, se diferencia de las otras por la inmediatez. Facebook —la más clara de sus competidoras— permite que las personas de esa “red” sean “amigas” y que se extiendan en largas quejas íntimas o en compartir su felicidad con detalle. Todo en ella es expansivo. En el mundo del pajarito azul las cosas son más honestas: hay “seguidores”, no amigos; la extensión de las publicaciones es limitada, así que lo dicho debe medirse; las aprobaciones se dan en respuestas también inmediatas y breves, y hay un corazón que señala que algo “gusta”. “¿Qué está pasando?” es la invitación para consignar ese momento.

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En Orgullo y prejuicio (1813), Jane Austen describe los avatares de una familia en la campiña inglesa. La vida social de los Bennet es descrita por Elizabeth, una de sus integrantes y protagonista de la novela, con mucho detalle: las visitas a los vecinos se llevan todo un día y pueden prolongarse en estancias de semanas; las reuniones familiares son también episodios largos y duraderos; las fiestas convocan al pueblo entero, se preparan con mucha antelación y sus efectos permanecen en la mente y las vidas de los asistentes durante años. Los tiempos dilatados de la novela son los tiempos dilatados de una realidad previa, cuando la tecnología no había llegado para modificar nuestra percepción del entorno, cuando no era aburrido mirar un atardecer en soledad y había que sentarse con una persona, frente a frente, para conocer lo que pensaba. El siglo XIX inglés fue el hogar de los avances tecnológicos. La diferencia entre lo que pasaba entonces y lo que sucede ahora es que estos avances han llegado a nuestra intimidad, filtrándose en nuestros momentos más privados, colándose hasta nuestro cerebro. La era digital no llegó únicamente como solución a problemas prácticos. Llegó, sobre todo, como una herramienta de compra y venta de voluntades. Esto, que suena excesivo, no fue algo que se planeara de manera cuidadosa. Sucedió como pasan casi todas las cosas en el mundo: por purito accidente.

Representación de la acción de la dopamina en el cerebro. Imagen de dominio público

Dice Nick Bilton en “All Is Fair in Love and Twitter” (New York Times, 2013): “Una de las grandes rarezas de Silicon Valley es que los innovadores tecnológicos se refieran a sí mismos como ‘empresarios’. Las más de las veces, quienes tienen las ideas de alguna compañía no tienen el menor conocimiento de cómo hacer dinero [con ellas]”. Twitter se creó como un medio para compartir un “estado” personal. Jack Dorsey, uno de los fundadores, va por la vida diciendo que su idea siempre fue ofrecer un espacio (digital) para difundir ese estado. La realidad es que fue Noah Glass, cofundador de la red social, quien descifró cómo distinguir la idea original de Dorsey —una suerte de alerta del cotidiano: “durmiendo”, “comiendo”, “trabajando”— de lo que existía ya en sistemas como el Messenger o el ICQ, que enlazaban usuarios a través de cuentas de correo. Glass pensó que sería interesante lanzar al vacío de lo que se llamaría más adelante Twitter algo personalísimo, individuado: un pelotazo de intimidad. El 21 de marzo de 2006, Dorsey subió a su red: “Invitando a colegas”. El primer tuit lanzado al aire de la era digital no fue personal o poético. Fue una invitación torpe, que no auguraba nada para el futuro. En lo que el mundo entendía, poco a poco, que podía entrar a su propia computadora y, desde ahí, compartir palos o besos con los demás, la vida dentro de la empresa Twitter era como telenovela colombiana de los noventa, llena de enredos y traiciones que distrajeron a los ingenieros y permitieron a los financieros encontrar formas de sacar provecho a algo que muy pronto mostró ser adictivo. No se sabía todavía bien por qué, pero era claro que a la gente le fascinaba y que, mientras más quisieran tener los trinos cerca de sí, más dispuestos estarían a pagar un precio por ellos.

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Hace unas décadas lo que dijera un jefe de Estado se tomaba con una seriedad absoluta. Las palabras se medían y la presencia mediática también. Pero las redes sociales han cambiado ese panorama. Justo cuando parecía que Twitter languidecía, llegó Donald Trump y fue como abrir la caja de Pandora. La primera vez que la importancia política de esta red social resultó obvia fue en 2009, con la Primavera Árabe. Twitter daba voz y visibilidad a los que no la tenían (pero podían acceder a internet) y permitía que sus puntos de vista fueran conocidos por “todos”. De entonces a la fecha, las estrategias de quienes arman campañas (y cobran por ellas), de los mercadólogos, los merolicos mediáticos y los grupos extremistas, se han sofisticado muchísimo. Entienden que, a diferencia de los panfletos políticos escritos en el siglo XVIII, repartidos de forma anónima a un círculo limitado de personas, la información compartida entre quienes usan esta plataforma puede alcanzar a millones por todo el mundo. Lo que se explota son las asociaciones ideológicas, las filias y las fobias: el racismo, el clasismo, la radicalización de las posturas. Las redes sociales han cambiado el rostro político del mundo y Twitter ha tenido una participación fundamental en ello.

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Cada vez que alguien activa los botones de cualquier red social activa también los de su cerebro. Éste recibe descargas de dopamina cuando hace una publicación y otras tantas al obtener respuestas. La inmediatez y eficacia de Twitter han convertido al sistema en el recurso favorito para recibir noticias y entablar discusiones. Trump es apenas uno de los líderes mundiales que se apoyan en esta red social para atacar a sus contrincantes y polarizar a su base. Como él, hay decenas de personajes con poder que acuden a soltar unas pocas frases que mueven a las personas como las corrientes a las anémonas. Las inyecciones de dopamina al cerebro de todas las redes sociales han convertido a la gente en adicta. Acuden a su espacio favorito (YouTube, Facebook, Instagram, Twitter) a validar sus emociones, a encontrar satisfactores inmediatos, sin tolerancia a la frustración. Que colapse o falle cualquiera de las redes se vuelve información que va a dar a las primeras planas y aparece en los noticieros televisados. Cada una de estas redes está rodeada de un número casi infinito de elementos a los que los usuarios pueden darle clic para ingresar a una nueva esfera de obsesiones y satisfactores. Lo que Twitter ofrece, con su diseño y sus algoritmos, son opiniones de personas reales y establece el tiempo también real en el que sucedieron: inmediata, breve, eficaz, directa. Incluye caramelos visuales (fotografías, videos) y auditivos (música, podcasts) que pueden enlazar a otras redes que se dedican exclusivamente a eso (a los audios o videos, por ejemplo). Los filtros de seguridad son escasos y casi siempre gazmoños: la pornografía está vetada, pero los discursos de odio tardan semanas (siglos, para el tiempo digital) en ser detectados y, cuando lo son, otras tantas en ser castigados. Así que los usuarios pueden chapotear en las cosas que los reafirman y se sienten envalentonados para amar u odiar sin las pausas que antes, cuando la tecnología comenzaba y Jane Austen vivía, estaban impuestas por el entorno. Cada día son lanzados 500 millones de tuits por más de 300 millones de usuarios en el mundo. El 70% son personas de entre 29 y 50 años, que acuden a Twitter para despotricar e informarse: esto es, la gente con mayor capacidad para tomar decisiones. ¿Qué es, entonces, Twitter? Un mundo paralelo, una realidad alterna que se cuenta desde las descargas de dopamina de millones de cerebros, sin los filtros de la realidad concreta. Es, a pesar de todo, una realidad: una que está formándose apenas y que no es, como parece todavía, polvo, sombra, nada.

Imagen de portada: Imagen de dominio público