La falta de voluntad ante “todas las crisis del mundo”

Corea / panóptico / Julio de 2022

Eileen Truax

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Un niño de tez morena camina por una vía del tren flanqueada por tiendas de campaña, mientras muerde un pedazo de pan. La imagen, según explica la portada del diario español ABC del 19 de marzo de 2016, se tomó en el campamento de refugiados de Idomeni, entre Grecia y Macedonia, que albergó a miles de desplazados por la guerra en Siria. El titular informa que la Unión Europea devolverá a Turquía a los refugiados que lleguen a Grecia, y se refiere a estos como “sin papeles”.

​ Seis años después, el 4 de marzo de 2022, el mismo diario vuelve a llevar en portada la foto de niños desplazados, en esta ocasión de Ucrania. La imagen, sin embargo, es diferente: los niños se encuentran dentro de un vagón de tren y se asoman por la ventana —el más grande usa anteojos; el otro, posiblemente una niña, lleva un suéter rosa; ambos son rubios—. Con la mano sobre el vidrio, el padre, afuera del tren, los despide. Los niños sonríen y colocan la mano en su lado del cristal. El titular, en este caso, anuncia que ha habido un alto al fuego “para permitir el éxodo del horror”, y habla de corredores humanitarios para la salida de las víctimas.

​ ¿Cuál ha sido la diferencia entre el éxodo por la guerra en Siria iniciado en 2011 y el provocado por la invasión a Ucrania en 2022? Si nos centramos en las condiciones por las cuales han debido salir los desplazados, los dos casos son similares: personas que huyen de un conflicto bélico, con necesidades inmediatas de cobijo, alimentación y otros servicios, que de acuerdo con los tratados internacionales tendrían que ser recibidos en otros países bajo la categoría de refugiados. Sin embargo, durante las primeras semanas de la invasión rusa a Ucrania, diversos medios de comunicación amplificaron un discurso que terminó por marcar una diferencia fundamental entre ambos éxodos:

​ —Perdón, es muy emocional para mí porque veo a gente europea, con ojos azules y pelo rubio, siendo asesinada todos los días —decía un corresponsal de la BBC.

​ —Este no es un lugar, con todo respeto, como Irak o Afganistán, donde se han visto conflictos por décadas. Este es un lugar relativamente civilizado y europeo […] uno donde no esperas esto —explicaba compungido el corresponsal de CBS News.

​ —Una cosa es que se lance gas sarín a gente en la lejana Siria, que son musulmanes y de una cultura diferente, pero ¿qué hará Europa cuando esto se hace en suelo europeo, a personas europeas? —cuestionaba una presentadora de la cadena CNN.

​ Y entre exclamaciones de auténtica sorpresa y súbita indignación, entendimos que todos pueden ser refugiados, pero ante los ojos de la sociedad occidental algunos merecen un refugio más digno que otros.

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El más reciente reporte del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), publicado en junio de 2022, indica que por primera vez el número de personas forzadas a huir de conflictos, violencia, violaciones de los derechos humanos y persecución ha superado los cien millones, diez más que los noventa millones registrados en 2021. De estos, seis millones son resultado del éxodo ucraniano, una cifra similar al total de desplazados sirios a otro país en los últimos diez años. “La respuesta internacional a las personas que huyen de la guerra en Ucrania ha sido increíblemente positiva”, menciona el titular del ACNUR, Filippo Grandi, en el reporte, pero añade que “necesitamos una movilización similar en favor de todas las crisis en el mundo”.

Angela abraza a Arsen, su nieto, afuera de su casa de acogida en Drochia, Moldavia, 2022. Fotografía de ©UN Women/Maxime Fossat. FlickrAngela abraza a Arsen, su nieto, afuera de su casa de acogida en Drochia, Moldavia, 2022. Fotografía de ©UN Women/Maxime Fossat. Flickr

​ “Todas las crisis del mundo” son, en términos generales, bastante similares. En América se registran algunos de los movimientos transfronterizos de personas más grandes del mundo, la mayoría de ellos resultado de múltiples crisis de derechos humanos: la prolongada inestabilidad económica y política en Venezuela, que también ha expulsado a seis millones de personas que buscan protección internacional —cifra equivalente al veinte por ciento de su población—; las persecuciones por motivos políticos en Nicaragua y Cuba; la crisis humanitaria en Haití, o la violencia sistemática en países como El Salvador, Honduras, Guatemala y algunas zonas de México, a la que además se suman las consecuencias de desastres naturales producto del cambio climático.

​ La respuesta que encontramos a esta necesidad de refugio es una serie de políticas restrictivas que con frecuencia violan los derechos humanos, y mediante las cuales se detiene a migrantes y refugiados en condiciones precarias, o bien se les devuelve de manera forzada sin respetar su derecho a la solicitud de protección. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2021 al menos 650 personas murieron en el intento de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, la cifra más alta desde 2014; en esta misma zona se ha dado la devolución “en caliente” de casi un millón y medio de personas refugiadas y migrantes, incluyendo a menores de edad no acompañados, a quienes se les negó el derecho a presentar su petición de asilo. A eso se suma la militarización de las fronteras como una constante en varios países de la región, hecho sobre el cual alertó Amnistía Internacional en junio pasado, a propósito de la reunión de jefes de Estado en la IX Cumbre de las Américas.

​ En África la violencia en la zona del Sahel ha obligado a cerca de tres millones de personas a salir de la región, y los desplazados de África Oriental y el Cuerno de África terminan con frecuencia en la ruta hacia las Islas Canarias u otras rutas en el Mediterráneo central y occidental, donde más de mil personas mueren cada año —aunque las organizaciones activistas aseguran que la cifra es aún mayor—. Quienes no mueren corren el riesgo de caer en redes de trata y otros abusos; aún así, un estudio de Naciones Unidas publicado en 2019 indica que nueve de cada diez africanos asentados en Europa que llegaron a través de rutas irregulares se volverían a arriesgar a hacer el viaje.

​ “Todas las crisis del mundo” siguen arrojando personas al exilio, pero los países que pueden recibirlos, y que aseguran que voluntad sí hay, pero recursos no, responden con medidas de seguridad, criminalización de la pobreza y estrategias para “gestionar” la migración.

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Si la respuesta internacional a los desplazados ucranianos ha sido “increíblemente positiva”, como la describió el comisionado Grandi, esto se debe en gran medida a la intención, perfectamente calculada por parte de Europa, de evitar la instalación de campos de refugiados en las fronteras con Ucrania. Tan pronto empezaron a llegar los primeros grupos de personas que huían de la agresión rusa, los países colindantes —Polonia, Hungría, Rumanía, Moldavia y Eslovaquia— abrieron sus puertas a quienes acreditaban la procedencia de Ucrania, con excepción de las personas africanas, algunos de ellos estudiantes que vivían en las ciudades ucranianas bombardeadas, a los cuales les fue negada la entrada por no contar con un pasaporte europeo.

​ Para quienes sí lo tenían, en cuestión de días Polonia ya había elaborado programas de alojamiento en viviendas particulares. Eslovaquia ofrecía a los ucranianos recién llegados transporte gratuito y la posibilidad de trabajar en el país. Desde España, Alemania y Francia salieron caravanas de autos particulares, algunas organizadas por grupos civiles, para trasladar a los refugiados ucranianos a diversas partes de sus territorios y con ello evitar la instalación de campamentos. La atención humanitaria desplazada a la franja fronteriza se centró en atender necesidades inmediatas y ayudar a que el flujo de personas no se detuviera. Los últimos debates en la Unión Europea apuntaban a garantizar a los refugiados ucranianos el estatuto de protección temporal, permitiéndoles vivir y trabajar hasta tres años en algunos de los veintisiete Estados miembros.

​ Mientras esto ha ocurrido en tan solo semanas, la mayoría de los refugiados de Siria que se encuentran en otro país —mayormente en Turquía, que aloja a 3.7 millones— viven desde hace años en situación de pobreza, volviendo aún más vulnerables a las poblaciones que de por sí lo son, como los niños, las madres solteras y las personas con alguna discapacidad; una situación que fácilmente podría revertirse si, como ha ocurrido con los desplazados de Ucrania, se facilitara a los miembros de estas comunidades el acceso al mercado laboral, a servicios de salud preventiva y a la continuidad de estudio a niños y jóvenes.

Campo de refugiados de Idomeni, 2016. Fotografía de ©Mario Fornasari. FlickrCampo de refugiados de Idomeni, 2016. Fotografía de ©Mario Fornasari. Flickr

​ La llegada de refugiados provenientes de Ucrania es todavía muy reciente y el balance de su acogida en Europa está por verse, pero resulta imposible evitar desde ahora las preguntas sobre el racismo, profundamente arraigado en las políticas migratorias europeas y del resto del mundo occidental ante las diferentes reacciones de los gobiernos nacionales y las élites de Estados Unidos y la Unión Europea. El caso de Ucrania ha puesto de manifiesto que cuando existe voluntad política y humanitaria, es posible echar por tierra el argumento de la falta de recursos y los riesgos de desestabilización que esgrimen los países cuando de acoger a cualquier otro se trata.

​ Una política migratoria que reconozca el derecho al refugio y al asilo, que integre a los desplazados para que sean miembros plenos de su sociedad, que obligue a los países y sus gobiernos a sentir como propio el agravio al vecino, empieza por la voluntad política. Sin ella, y sin importar el número de medidas humanitarias que los Estados pretendan implementar, todas las crisis del mundo continuarán siéndolo por largo tiempo.

Imagen de portada: Campo de refugiados de Idomeni, 2016. Fotografía de ©Mario Fornasari. Flickr