Sigamos siendo zapatistas del 94

EZLN / dossier / Diciembre de 2023

Guiomar Rovira Sancho

Yo estaba en San Cristóbal de las Casas el 1 de enero de 1994. Tenía veintiséis años y hacía más de un mes que había llegado a México con un boleto sin retorno. Han pasado ya tres décadas y no es fácil mirar atrás. A cada generación le toca su revolución. La mía, sin duda, llegó entonces. Lo vivido se ilumina sin orden ni concierto en una constelación interminable, porque son muchas las estrellas que se prenden al levantar el manto del pasado. Intento acercarme a su destello.

​ Eran las seis de la mañana y se escuchaban ruidos en los departamentos La Sagrada Familia, en el barrio de La Isla en San Cristóbal de las Casas. Algunos inquilinos sacaban maletas con la intención de irse. Prendí la radio en mi walkman. Sintonicé la emisora de Ocosingo, que transmitía en ese momento la Ley Revolucionaria de Mujeres del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Aluciné.

Subcomandante Marcos, 1994. Fotografía de © Ángeles TorrejónSubcomandante Marcos, 1994. Fotografía de © Ángeles Torrejón

​ Salimos hacia el centro y conseguimos un cartel de la Declaración de la Selva Lacandona de los muchos que colgaban en la calle, y que aún conservo. Rauda, me dispuse a hablar a varios periódicos españoles con la exclusiva, pero ni El País ni La Vanguardia me creyeron. ¿Una guerrilla en México el 1 de enero? Niña, qué te has tomado. Hablé entonces a El Mundo del Siglo XXI (hoy El Mundo) y me pasaron con Carlos Salas, director de la sección internacional. Le leí completa la declaración de guerra al gobierno mexicano del EZLN y me dijo: “Ponte a trabajar, mándanos un ‘testigo directo’ (la crónica de contraportada)”.

​ Por la calle casi desierta hacia el zócalo, un hombre nos gritó que nos iban a matar por gachupines. Pero fue al revés. Jamás olvidaré lo que sentí al llegar a la plaza. Eso es la revolución: una fiesta. No había resentimiento ni ansias de venganza entre las y los insurgentes que se apostaban alrededor del palacio municipal. Algunos grupos custodiaban las medicinas que habían sacado de la farmacia; otros dormitaban en las esquinas, visiblemente cansados tras la noche en vela. Los mayores hablaban con la gente curiosa que los acechaba. Volaban por la plaza los papeles de los archivos municipales que habían saqueado. Las jóvenes insurgentes y milicianas, con sus trenzas, sus uniformes verde y café, sus paliacates, sus armas, se reían cuando intentaba platicar con ellas. Eran chicas indígenas de mi edad, con una mirada y una actitud radicalmente distintas de las que había visto hasta entonces en otras como ellas, cuando cargaban fardos y exclusión en la ciudad coleta. Hablé con dos hombres que dijeron ser miembros del Comité Clandestino Revolucionario Indígena, cuyas siglas luego escribiría tantas veces en mis notas: CCRI. Esa misma tarde, en el zócalo, el subcomandante Marcos explicó que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que iniciaba ese día, representaba un decreto de extinción de los pueblos indígenas.

​ A la mañana siguiente, 2 de enero, ya no había nadie en la plaza, solo militares, armas en ristre, avanzando por la calle Insurgentes. Esos sí daban miedo. Nos refugiamos en la curia diocesana con el obispo Samuel Ruiz. Ahí recibimos lecciones de antirracismo y regaños cada tarde: “Don Samuel, ¿son extranjeros estos guerrilleros?” “¿Quién los dirige?” Samuel, indignado, nos explicaba que la gente es capaz de rebelarse por sí misma, sin que nadie la manipule o engañe. También los pueblos indígenas.

 *Alzando la mirada*, 1994. Fotografía de © Ángeles Torrejón Alzando la mirada, 1994. Fotografía de © Ángeles Torrejón

​ La guerra duró pocos días, intensos y terribles. Los enfrentamientos y muertes en el mercado de Ocosingo, los ajusticiados de Morelia, Oxchuc, la combi baleada en Rancho Nuevo… Los periodistas corríamos por todos lados, buscando a esos insurgentes que aparecieron en las cabeceras municipales y de repente se esfumaron en la profundidad de la orografía chiapaneca. Queríamos su verdad, la foto, el testimonio, la entrevista. El mundo clamaba “¡no a la guerra!” y pedía información. Mientras tanto, el gobierno repetía en sus boletines que se trataba de unos doscientos indígenas “monolingües” encabezados por extranjeros.


El tiempo del ahora en el periódico Tiempo

​ En San Cristóbal de las Casas, el periódico local Tiempo se convirtió en una sala de prensa alternativa a la organizada en el Hotel Diego de Mazariegos por la Secretaría de Gobernación. En la casa-redacción de la familia Avendaño, los periodistas recibían toda la información del día, hablaban en confianza y compartían datos. Amalia Avendaño redactaba cada noche unos resúmenes preciosos y precisos que podíamos utilizar para elaborar nuestras notas y decidir qué cobertura emprender al día siguiente. Concepción Villafuerte, madre y directora de Tiempo, atendía a extraños y locales, aclaraba dudas y ponía a funcionar la imprenta, mientras don Amado Avendaño escribía su columna “Apologética breve”. Las computadoras y los faxes estaban disponibles para quien los necesitara. Los nietos de la familia corrían y jugaban en medio de la prensa atribulada. Tiempo fue el ojo del huracán de la guerra en Chiapas. La familia supo estar a la altura del momento, el ahora de la revolución, pero jamás se recuperó de su propia hazaña. Yo, con la ventaja de las ocho horas de diferencia con España, escribía temprano al amparo de su generosidad, acogida como una hija más.

​ El 6 de enero de 1994, Amado y Conchita, especialmente arreglados para la ocasión y disimulando el miedo, convocaron a la prensa en su casa-redacción y dieron a conocer los primeros comunicados firmados por el subcomandante Marcos.

​ Entre el EZLN y el Ejército mexicano apareció lo que llamamos el “tercer ejército”: hordas de periodistas de todos los confines y condiciones. La prensa rompió el cerco informativo, se saltó retenes militares, se adentró en la selva y en los Altos, buscó y encontró poblaciones rebeldes completas y entrevistó al subcomandante Marcos, quien empezó a escribir prolijamente comunicados que resultaban más eficaces que todas las armas.


La sociedad civil de la esperanza

También llegaron desde los primeros días las caravanas. Después, en agosto, la Convención Nacional Democrática casi se hunde en medio de un diluvio en la selva. Le siguieron los encuentros para el diálogo con sus alucinantes cinturones por la paz, los Intergalácticos, los campamentos de observación de los derechos humanos, las consultas, las marchas a la Ciudad de México, las múltiples convocatorias y los diálogos con la sociedad civil que se han extendido hasta fechas recientes.

​ En los días de verdad y fuego, las prensas aprendimos los “tiempos mayas” frente a la urgencia de la nota. Nacionales y foráneas experimentamos otras formas de estar en el mundo, entendimos la rebelión al ver la injusticia lacerante, empatizamos con el dolor de las mujeres y abuelas de las comunidades, comprendimos el coraje que provocan el desamparo y el hambre, nos indignamos ante el despojo, la violencia y la enfermedad. Pero también descubrimos que las vidas de las gentes de las comunidades son dignas, ricas en saberes y experiencias, maestras de la organización y la subsistencia. Las visitas que llegamos al territorio zapatista vibramos con las personas y sus cosmovisiones, conectamos con nuestros ancestros y paisajes interiores, gozamos, aprendimos y sufrimos. Tejimos vínculos indelebles y fuimos compañeras de frijol y de tortilla. Juego de espejos a la inversa: si la colonización partió de vender espejos a los indios, la rebelión zapatista los regresaba a quienes nos acercábamos. Y lo que veíamos nos espantaba. Queríamos romper con tanta injusticia. Salir de la Matrix que programa nuestras vidas y condena otras. Los pueblos rebeldes nos conminaban a acabar con el molde occidental, capitalista, individualista, blanco y violento de la globalización neoliberal. Los pueblos se abrían al sentido más cosmopolita de su propia lucha y la sabían explicar, compartir y extender más allá de las palabras. La magia en el espejo, la fascinación, el “entusiasmo por la revolución” —ese concepto kantiano que tan bien supo transmitirme después Benjamín Arditi— se volvían delirio, enamoramiento masivo como futuro prometido, como presente al alcance de la mano.

Sin título, 1995. Fotografía de © Ángeles TorrejónSin título, 1995. Fotografía de © Ángeles Torrejón

​ Desde los primeros días de enero del 94, la sociedad civil movilizada exigió el alto al fuego. Así se logró que, en febrero de ese año, el comisionado por la paz, Manuel Camacho Solís, iniciara el diálogo con el EZLN bajo la mediación de Samuel Ruiz y la Comisión Nacional de Intermediación en la catedral de San Cristóbal de las Casas. Era un día soleado cuando fui en el pool de periodistas que acompañaba a la Cruz Roja Internacional a recoger a los delegados zapatistas que venían de los Altos de Chiapas. Cuando regresamos a San Cristóbal y vimos que de la camioneta blanca bajaba Marcos, saltamos por las ventanas del autobús, cámara en ristre, arriesgando el cuerpo y el equipo. El subcomandante dio muchísimas entrevistas. Pero la delegación zapatista contaba también con dos mujeres: la mayor Ana María y la comandanta Ramona. Solo cuatro reporteras pedimos entrevistarlas. El shock más grande de mi vida ocurrió al mirar los ojos de Ana María y encontrarme en ellos: las dos de la misma edad, ella había sido la responsable militar de la toma de San Cristóbal. Ana María me dio un espejo interior que cargaré para siempre.


El espejo del sureste mexicano

Mi primera crónica, el 1 de enero, la mandé dictando palabra por palabra al diario El Mundo desde una cabina telefónica en la plaza de San Cristóbal. En menos de seis meses ya todas usábamos internet. Jamás olvidaré al anarquista pelirrojo que llegó de Estados Unidos y nos enseñó las bondades de la web. Sudando, iba a la selva con sus equipos, sus rizos eléctricos y su poco español. El mundo entero se enlazó y se movilizó. El primer sitio en línea del zapatismo se llamaba Ya Basta! y lo crearon los hermanos Justin y Joshua Paulson en el Swarthmore College de Pensilvania. El periódico La Jornada empezó a publicar todos los comunicados zapatistas, que de inmediato eran traducidos y difundidos. En mi ciudad, Barcelona, el Col.lectiu de Solidaritat amb la Rebel.lió Zapatista, con mi amigo y editor Iñaki, fue uno de los nodos principales de la solidaridad europea: entre otras hazañas, crearon el Consulado Rebelde cuando Amado Avendaño fue nombrado “gobernador en rebeldía” de Chiapas y, más adelante, coordinaron las Comisiones Civiles Internacionales de Observación por los Derechos Humanos, un ejercicio de diplomacia popular autogestiva, sin mediar gobiernos ni financiamientos. Y así en todos lados. Al calor del zapatismo se forjó una generación de activistas de todo el mundo. Chiapas se convirtió en la meca de los movimientos sociales y las izquierdas renovadas. Se abrió un ciclo de esperanza y lucha, un ciclo global y heterogéneo, potente, juguetón, capaz de actuar en red y coordinarse sin comando central.

​ El zapatismo legaba el sentimiento sublime de la posibilidad actuada y enunciada, una esperanza contagiada y desapropiada, una rebeldía y una libertad prestas a florecer en cualquier latitud, dando aliento a las luchas locales, a las causas que se creían perdidas, a las iniciativas más diminutas, más disímiles, más invisibilizadas. Todo cobraba importancia a la luz del zapatismo, porque se trataba de que fuera “para todos todo, nada para nosotros”. La gente decidió “llevarse el zapatismo a casa”, no como receta, sino como potencia democratizante, abierta a la intervención. Desde el sur global, desde los más pequeños, los que en la noche andan, los que son montaña, salía el gesto más radical.


Vengo a ofrecer mi corazón

La rebelión zapatista nos robó el corazón, se lo entregamos entero: haz con este corazón lo que quieras. Pero todo sueño de rebelión produce monstruos. Chiapas y el territorio rebelde, bajo control exclusivo del EZLN hasta la ofensiva de febrero de 1995, pasó luego a estar militarizado y sometido a continuas agresiones. Sus habitantes, abiertos y generosos al principio, empezaron a cerrarse más y a sufrir los estragos de la resistencia. La romería se podía tornar por momentos en empresa turística. De repente, se decidía de forma arbitraria la permanencia o la expulsión de unas y otras. A veces el sueño amoroso se volvía una telaraña de dependencias que sacaba lo peor de cada quien. Decidimos llamarle el “síndrome del demonio de Tasmania”, que afectaba a quienes, tocados por la gracia del líder, entraban en un delirio de vigilancia y superioridad frente a los demás.

​ Había nacido un poder de gran atracción, concentrado en un hombre. El subcomandante Marcos logró guiar y poner en palabras el esfuerzo y la magia de una rebelión que era fruto de la lucha de muchísimas personas, un sentir colectivo que venía de lejos y de lo profundo de los tiempos. Su voz poética e implacable se extendió, se tradujo a todas las lenguas y atrajo a las mejores mentes del mundo. Líder donde los haya, Marcos fue fiel a su encarnación colectiva, aunque sucumbió también a su propio encanto. Con los años han aumentado las dificultades para sostener una organización armada y un territorio autónomo alrededor de los cinco Caracoles, sometidos a los problemas de la resistencia, la presión de grupos paramilitares y la creciente presencia del crimen organizado en la región.


La lucha sigue

Para mí, el momento más alucinante de los primeros años fue el Encuentro por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, el Intergaláctico de julio y agosto de 1996, realizado en los cinco Aguascalientes zapatistas, antes de que fueran Caracoles. Jesús y yo recorrimos cada una de sus latitudes y mesas de debate, entrevistamos a las grandes figuras intelectuales que habían llegado ahí, entre el barro y la lluvia, desde todos los confines, cargados de ideas y con el corazón abierto al llamado de la selva. En esa emoción inmensa, mi hijo Manuel Buenaventura empezó a abrirse camino en mi panza, como semilla de futuro.

Detalle de mural zapatistaDetalle de mural zapatista

​ Con su levantamiento, el zapatismo estaba echando a perder el supuesto “fin de la historia” coreado por los cortesanos del capitalismo financiero tras la caída del Muro de Berlín. La llama prendida desde el sureste mexicano de­sataba la imaginación política. Todo era posible. Había que poner el freno de mano a la locomotora de la historia, detener un sistema de muerte que nos lleva al abismo, construir otro proyecto global, un mundo donde quepan muchos mundos. Del Intergaláctico salió el llamado a crear redes de luchas y florecer en la palabra y la acción. Fue el germen del movimiento altermundista que impidió la Ronda del Milenio de la Organización Mundial del Comercio en Seattle a fines de 1999 y que persiguió a las grandes instituciones económicas en todas sus convocatorias internacionales, articulando la diversidad para denunciar la estrategia arrasadora del neoliberalismo.

​ Pero el enorme impulso de la lucha y la resistencia global se dio de bruces con la guerra contra el terror, tras los atentados del 11S de 2001. Las marchas y movilizaciones de millones de personas contra la invasión de Irak y Afganistán fueron ignoradas.

​ La doctrina del shock se ha impuesto como vuelta de tuerca del capital. Los derechos humanos y la democracia, como marcos de posibilidad, se han vaciado y no cotizan en bolsa. Las redes digitales, como fuerzas emancipadoras de la palabra, se han tornado máquinas de guerra psicológica manipuladas por carretadas de dinero. El narcotráfico y el terrorismo medran porque aceitan la máquina extractiva de la desposesión. Al aumentar el ruido y la precariedad, se asoman el miedo y el dolor. Se acabó el sueño. Es entonces cuando pasan al frente, a todos los frentes de las luchas globales, las mujeres. Dicen, como las zapatistas, que la lucha es por la vida. El discurso catastrofista y patriarcal repite una y otra vez que llegó el “colapso”, pero olvida que los pueblos indígenas sufren ese colapso desde hace más de quinientos años. Sus modos de hacer y cuidar la vida quizás puedan iluminar el camino de la persistencia. El neoliberalismo promueve imaginarios distópicos para perpetuar su dominio porque, como dice el grupo ecofeminista Sobre mi Gata: “Si solo imaginamos un futuro peor, el presente nos parecerá admisible y no lucharemos para cambiar las cosas”.1 Por eso es urgente, hoy más que nunca, que sigamos siendo zapatistas del 94.

Imagen de portada: Detalle de mural zapatista

  1. Sobre mi Gata, “El ecofeminismo parece más realista que el sesgo apocalíptico de los discursos colapsistas”, entrevista de Antonio Turiel, Ctxt, 4 de agosto de 2023. Disponible aquí