Emborronados

20 de noviembre de 2017

Extinción / multimedia / Noviembre de 2017

Antonio Ortuño

Los correctores de estilo, como los árbitros del futbol, no son los ídolos de nadie pero sí los niños de azotes de muchos. Triste oficio, el de enderezar los yerros de aquéllos que se supone que, al escribir, deberían procurar los aciertos. Y dura condición, la de quien debe leer obligado (la labor es tan ingrata que prácticamente no hay correctores de estilo voluntarios, sino casi solamente empleados o mercenarios) y llevarse, a cambio de muy pocos pesos, los gritos y embestidas de autores megalómanos, desdeñosos o confusos —pero siempre tercos—, incapaces todos, en cualquier caso, de entregar sus escritos tal y como es debido. Y de revisarlos a cabalidad. Y de consultar diccionarios. Y de… Sé de correctores de estilo que, como personajes de Corazón, diario de un niño, sufrieron en silencio abnegado los desaires, críticas y rencores de las bestias que emborronaron originalmente esas páginas en las que ellos se dejaron la vista y el amor propio en busca de que resultaran un poco menos ilegibles. Y de otros, heroicos, que evitaron incluso vergüenzas nacionales al adecentar las barbaridades en la prosa de algún figurón político o literario ya en las terceras pruebas de sus opúsculos y con la imprenta casi en marcha. Hago esta pequeña oda a los méritos, sin duda enormes, del estoico gremio de los correctores, para que los lectores que formen parte de él bajen la guardia. Es decir, les ofrezco un poco de miel a sus almas antes de colocarles un merecido guantazo. Porque mi experiencia con los correctores ha sido todo lo contrario a lo que expresan estas líneas de reconocimiento y calidez: ha sido funesta. A los correctores los he sufrido, y mucho, he perdido por su culpa horas incontables y he debido sostener auténticas batallas para que no introduzcan memeces o agregados no solicitados en los textos que me revisaban. Comienzo por una aclaración: creo que, en cualquiera de las variedades que presenta el trabajo editorial, todo aquel que entregue un texto debería haberse ocupado previamente de revisarlo a fondo y que, al llegar al punto de desprenderse de él, tendría que ser capaz de defender la decisión detrás de cada palabra, signo o espacio que haya tenido a bien garrapatear. Sin embargo, en un medio tan irregular como el mexicano, abundan los ineptos que entregan cualquier cosa, cortan y pegan palabras sin ilación o colocan un maquinazo y esperan que el editor haga el favor de entresacarles sentido a sus dislates. Pocos son, de hecho, los escritores de cualquier tipo que piensan en la existencia del corrector de estilo: no, la inmensa mayoría esperan que el editor en persona se encargue de vigilarles las pezuñas. Solamente que los editores, en general, están dedicados a otras tareas. Si forman parte de la industria, a firmar contratos, amarrar promociones y compras especiales, a robarle los autores a la competencia, etcétera (y si son independientes, caray: mucho hacen con sobrevivir cada mañana y alimentar a su gato, cuando pueden permitirse uno). Si se trata de editores de sellos públicos, su vida se agota en trámites, oficios, retrasos y en la seguridad de que básicamente nada de lo que lleguen a publicar será leído en este mundo ni, quizá, en el venidero. Allí es en donde hace su aparición la figura estelar del corrector, que es, en verdad, el único que le cuida las manitas a quien escribe y termina por ser, quizá, también su único y real lector. No se piense, sin embargo, que todos son santos. Hace años conocí a uno que era un demente. Yo escribía los encabezados de portada de un diario y él se encargaba de tacharlos. Todos. De entrada. Antes de leerlos. ¿Por qué? Nunca lo supimos. Parecía defender la creencia de que el trabajo de poner encabezados era suyo y no mío. Apenas le dejaban en las manos la portada impresa en blanco y negro, tachaba con un plumón cada línea y luego, con muchos trabajos, se ponía a escribir sus propios titulares en los márgenes. Esto, además de retrasarlo todo, era inútil, porque, desde el momento en que lo descubrí empeñado en tan inicua tarea, di la instrucción de que el resto de los correctores y el resto de los departamentos de producción lo ignoraran. Acabamos, claro, de pleito. Y el tipo no entendió jamás que se le pagaba para que constatara que un servidor no fuera a poner una zeta en vez de una ese y no para escribir las portadas (más tarde me contaron que su padre lo aborrecía y había bautizado con su mismo nombre a todos los hijos que tuvo con mujeres distintas a su madre, lo que el tipo interpretaba como un intento de borrarlo del mundo: pero ¿acaso era culpa mía?). Otro corrector llenó la tercera edición de una de mis novelas (este detalle es importante, porque se trataba de una obra ya conocida) con incesantes sugerencias en torno a la psicología de los personajes, la ambientación de ciertos pasajes y el fraseo de otros. Tampoco le gustaba que empleara el signo de punto y coma. “Nunca le entiendo bien”, explicó en un correo en el que sugería modificar, de plano, hasta el título del volumen y proponía uno que jamás se me ha olvidado, porque no tenía que ver con nada que apareciera en el texto: Cardamomo. Tuve que interrumpir al editor en su firma de contratos, robo de autores de la competencia y amarre de promociones para exigirle que desalojara del proyecto a mi espontáneo asesor literario, bajo amenaza de quitarle el manuscrito a la editorial. Luego me enteré que el corrector iba por ahí diciendo que era yo un divo y que, incluso, me responsabilizó de que hubieran rechazado sus obras completas (inéditas…) en otro sello, con el que no tenía yo relación. No era cierto pero ni modo. A mí me parece muy legítimo que quisiera escribir obras propias, pero no que lo intentara encima de las mías. Como todo oficio que depende de la imbecilidad de los demás (el de los agentes de tránsito, por ejemplo), el de corrector de estilo es ingrato de ejercer y horrible de sufrir. He omitido aquí, por pudor, mis propias anécdotas como corrector, porque darían para una de esas terapias de años que tanto le gustaban a don Sigmund Freud. Y es que, ay, se trata de un oficio de tinieblas. Luego de sufrirlo y ejercerlo, una sola cosa les digo a sus practicantes: huyan. Huyan a las colinas. Corran por sus vidas.

Imagen de portada: Fotografía de Alice Donovan Rouse, en Unsplash.