Ficciones imposibles de aplacar

Miedo / dossier / Septiembre de 2019

Mariana Enriquez

ORÍGENES

La casa de mi infancia tenía tres bibliotecas. No eran lujosas, apenas estantes con libros de una familia de clase media hija de inmigrantes, primera generación de universitarios. Había muchas enciclopedias y clásicos, historias del arte y de Roma y las pequeñas islas de gusto de mis padres: ella, poesía francesa y narrativa latinoamericana; él, el Quijote y Roberto Arlt. En uno de esos estantes de libros ordenados por tamaño y color encontré mi primera lectura de terror. Era un volumen barato, se desarmaba, la tapa tenía un búho color violeta y las páginas una textura (casi) de papel de diario. Recuerdo que se llamaba Mitos y leyendas del Litoral: con “Litoral” se refería a las provincias de Misiones, Corrientes y Entre Ríos, que en Argentina están rodeadas por ríos. La historia que me impresionó tenía un título muy poco terrorífico, más bien absurdo: se llamaba “El Alma Mula”. Y hasta hoy no puedo contarla bien ni describir con precisión a ese monstruo. Fue una mujer castigada por Dios por cometer incesto con su padre y su hermano —hay otras versiones: ésta es la que leí entonces—. El castigo consistió en pasar la eternidad convertida en una mula gris que arrastra cadenas y grita de dolor porque, en la boca, tiene un freno que le destroza la lengua.

Katsushika Hokusai, The Mansion of the Plates, ca. 1849

Después de comer, a la noche, me acercaba a la ventana e intentaba escuchar, con los ojos cerrados, el ruido de las cadenas, el trote de los cascos o los aullidos de la boca ensangrentada. Debían andar por ahí, en la oscuridad, pensaba. También pensaba que, si escuchaba al Alma Mula, un ser muy peligroso que mataba a patadas, iba a morirme de miedo. Pero lo deseaba. La buscaba. A veces el viento traía el chirriar de las hamacas que se mecían solas, en la plaza cercana, y yo sentía una oleada de esperanza y terror. Ese libro pequeño tenía muchas historias más que me provocaron los primeros miedos. Un gallo que cantaba de noche y anunciaba la muerte. Una chica también castigada por Dios, esta vez convertida en un ave nocturna que lloraba y lloraba. Yo vivía lejos muy lejos del campo, mi barrio era un suburbio posindustrial de fábricas cerradas, pero cada noche esperaba a esos fantasmas rurales. “El Alma Mula” fue mi primera historia de terror. La segunda fue un poema. Yo me recuperaba de alguna enfermedad infecciosa infantil y mi madre me leía sentada junto a la cama, como en una convalecencia victoriana. Ignoro por qué eligió Las flores del mal para acompañar mi fiebre. Ella niega mi recuerdo ahora, dice que miento, que poesía sí me leía, pero García Lorca; ella sostiene que era El romancero gitano. Yo sé que leyó “Una carroña”: “Tan fuerte era el hedor que creíste que fueras / sobre la hierba a desmayarte. / Los insectos zumbaban sobre este vientre pútrido, / del que salían negras tropas / de larvas”. Al final del poema, Baudelaire le dice a su amada que ella también alguna vez será un pedazo de carne muerta y yo, entre las sábanas, sudaba de miedo. Me daba miedo ese hombre que se quedaba mirando algo podrido durante un paseo y mucho más miedo me daba mi propia y futura putrefacción. Todavía le tengo terror a Las flores del mal. Todavía no me atrevo a leer en voz alta, de principio a fin, “Las letanías de Satán” porque sé que ese poema es una invocación.

Charles Baudelaire. Fotografía de Étienne Carjat, 1862

Mi tercera lectura de terror fue acerca del horror real. En 1984, el primer año después de la dictadura, se publicó el Nunca más, libro que incluía el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas y los crímenes cometidos por el régimen de los generales entre 1976 y 1983. Recuerdo haber leído un testimonio sin parpadear, con el corazón acelerado y las manos húmedas. No temía que mis padres me encontraran leyendo ese libro “para adultos”. En mi casa no había restricciones de ningún tipo en cuanto a las lecturas, mucho menos limitaciones de edad. Ocurría que por primera vez el terror no me tomaba de sorpresa: el texto anunciaba que el testimonio reproducido a continuación no sería interpretado ni resumido, porque su contundencia era tal que condensaba la barbarie. Yo sabía que encontraría párrafos terribles. Ya había buscado en el diccionario la palabra tortura y mi padre había ampliado la definición (él creía que un niño tenía derecho ciudadano a saber el infierno de país que le tocaba). Pero no esperaba estas palabras:

Un día me tiraron boca abajo sobre la mesa, me ataron (como siempre) y con toda paciencia comenzaron a despellejarme las plantas de los pies. Supongo, no lo vi porque estaba “tabicado”, que lo hacían con una hojita de afeitar o un bisturí. A veces sentía que rasgaban como si tiraran de la piel (desde el borde de la llaga) con una pinza. Esa vez me desmayé.

Cerré el libro, de tapas color bordeaux, y prometí no volver a abrirlo. Lo que había leído era cierto, alguien había sufrido esa mutilación pero yo, como lectora, me había enfrentado por primera vez a un texto de terror perfecto, en su cadencia, en sus detalles. Ese (como siempre) entre paréntesis. O el otro: (desde el borde de la llaga). El terror desde entonces, para mí, siempre estuvo ligado a la política o, mejor dicho, considero que es el género que mejor entiende las relaciones entre el Mal y el poder.

LA FASE IMPERIAL

Una vez reconocida la emoción de leer terror comencé a buscarla, no quería que volviera a sorprenderme, quería recuperar esa seguridad de no estar sola durante la lectura, de esperar el susurro en el oído, los dedos deslizándose por la espalda. El terror es un género de ráfagas. Encontré la pesadilla buscada en Cumbres borrascosas de Emily Brontë, cuando Catherine, niña-fantasma, golpea la ventana de la que alguna vez fue su casa, rompe el vidrio y aferra el brazo de quien intenta abrirle, lastimándolo y lastimándose. Después seguí leyendo con amor y horror esa demonología presidida por Heathcliff, el personaje más aterrador y más atractivo que haya leído nunca. Pero no me daban miedo las Historias extraordinarias de Edgar Allan Poe excepto por algunas, muy breves, imágenes. El gato negro tuerto, emparedado por su dueño pero todavía vivo detrás de los ladrillos; Madeline Usher, con su mortaja ensangrentada; los dientes de Berenice que su esposo le arrancó en la tumba. Pero aunque los cuentos de Poe me entusiasmaban, no me causaban más que una lejana inquietud y mucha curiosidad por ese hombre tan extraño. No tenía miedo de ser enterrada viva (no lo tengo). No compartía sus fantasías morbosas ni sus fijaciones. Cuando terminé con él, me dediqué a H. P. Lovecraft. En aquellos años, los ochenta, se lo consideraba un escritor de ciencia ficción: las definiciones de weird y horror cósmico vinieron después. Leí El color que cayó del cielo en una edición de Minotauro y el deslumbramiento del terror tampoco sucedió. Me fascinó de inmediato su mitología pero me resultó tan lejana como los bailes de la muerte de Poe. Lovecraft escribía largo y parecía gritarme desde la página: “¡esto es terrible, esto es aterrador!”. Pero yo no lo sentía. Algunos críticos dicen que el género de terror no existe como tal, porque es una emoción. Otros, como John Clute, creen que es un subgénero del fantástico y lo incluyen en lo sobrenatural. Stephen King sostiene que, para que exista, deben confluir los factores de presión fóbica que oprimen a una sociedad con la dimensión gross-out, la de la sangre, el gore, el monstruo, el susto. Es posible que todos tengan razón. Lo que yo sé es que el terror no se encuentra, necesariamente, en los autores clásicos del género. Recuerdo cuánto me gustó “La sombra sobre Innsmouth” y sí, cómo me sugestionó ese pueblo abandonado junto al mar. Pero en esos años de exploración y conquista, el verdadero miedo me lo hizo sentir Ray Bradbury con El país de octubre. Creo que es el mejor libro de cuentos de terror jamás publicado. “El siguiente en la fila”, sobre una mujer que sufre un ataque de angustia o de pánico cuando visita a las momias de Guanajuato durante sus vacaciones con un marido indolente (o peor) es miedo en estado puro: el aislamiento, el descontrol del cuerpo, la certeza del fin, el encierro en una mente que no es la propia, la necesidad de fingir normalidad. “Esqueleto”, sobre un hombre que cree que sus huesos son parásitos (y encuentra a alguien dispuesto a ayudarlo a combatir la infección) es tan paranoide como horrible; “La multitud”, un cuento que revela la identidad de esas personas que siempre se reúnen alrededor de un accidentado, siempre las mismas, año tras año, década tras década, seres que deciden sobre si mover o no el cuerpo roto, interviniendo en su vida o su muerte.

R. J. Thornton, “The Dragon Arum”, New Illustration of the Sexual System of Carolus von Linnaeus, Londres, 1807

Mi revelación definitiva llegó poco después con Cementerio de animales de Stephen King. Recibí la novela como regalo de Nochebuena. Yo tenía diez años y mi tío, el hermano de mi padre, me lo obsequió porque era un best seller y él, poco interesado en la literatura y menos aún en la literatura para niños y adolescentes, pensó que podía ser adecuado. Empecé a leerlo la mañana de Navidad. Leí todo el día, paré para comer las sobras de la cena, y al atardecer, ante una página particularmente brutal, arrojé el libro lejos de mí, como si fuese un insecto venenoso. Es mi recuerdo de lectura más vívido, iniciático y definitivo. Cuando expulsé ese libro de mis manos supe que quería escribir, y entendí el inmenso poder de la ficción, lo verdadera que podía ser. Stephen King me abrió un mundo. No sólo el de su literatura, para mí la más sólida del género. King suele dedicar libros a otros escritores, Shirley Jackson, por ejemplo, a quien nombra seguido. Llegué a ella con The Haunting of Hill House (o La maldición de Hill House), una novela pegajosa, sexual, enfermiza, con todo el terror de los lazos familiares agobiantes y la casa como el espacio del horror. ¿Dónde encontrar a todos los demás, esa generación de escritores que arrancaban el horror del cosmos y los castillos y las mansiones y lo ponían sobre mi cama y en mi patio? Comencé a coleccionar ediciones populares que recopilaban cuentos de terror y tenían títulos como El gran libro del terror u Horror I, II, III, o Caricias de horror, todos los lugares comunes imaginables y las tapas más cutres del planeta. Adentro, sin embargo, esos libros baratos de Martínez Roca tenían textos de los escritores más notables del género. Harlan Ellison con “El gemido de los perros apaleados”, un cuento de terror urbano basado en el crimen real de una mujer y la indiferencia de una ciudad entera; Robert Aickman y sus historias casi incomprensibles, con hoteles invadidos por muertos, insomnes vagando por bosques y sexo demente; Joyce Carol Oates y sus familias perversas, sus adolescentes seducidas por demonios, sus chicos perdidos; los fantasmas etéreos de la elegante Lisa Tuttle y el espanto que esconden las casas abandonadas de Ramsey Campbell. Más tarde llegó Poppy Z. Brite, que escribía desde Nueva Orleans fantasías mórbidas sobre chicos góticos enamorados de la muerte. Esta fase tuvo una búsqueda desesperante de escritores que escribieran horror en español. Encontré pocos. Algunos cuentos de Cortázar, como “Circe” o “La puerta condenada”. El “Informe sobre ciegos” de Ernesto Sabato. Algunos relatos de Horacio Quiroga que, sin embargo, me producían la misma distancia que los de Poe. Poco más. Tengo teorías sobre esta falta, especialmente de visibilidad, pero no tengo espacio para desplegarlas.

LA EXPANSIÓN

Mi biblioteca de horror ocupa la mitad de mi oficina. ¿Cómo enumerar todo lo magnífico que logré acumular en veinte años sin caer en una lista aburrida? Puedo citar, eso sí, escenas inolvidables. El niño migrante, esclavo sexual y sin dientes (arrancados) para que sus fellatios sean más suaves en Déjame entrar, la novela de vampiros, bullying y alcoholismo del sueco John Ajvide Lindqvist. La voz metálica de David, el niño contaminado de Distancia de rescate de Samanta Schweblin, que tarda días en irse de la cabeza. Las jóvenes embarazadas y perdidas de The Loney de Andrew Michael Hurley o Little Sister Death de William Gay. La adolescente que puede estar poseída por el demonio o quizá sólo trata de protagonizar un reality show para ayudar económicamente a su familia en A Head Full of Ghosts de Paul Tremblay. La fotógrafa que visita moribundos y también seres que se niegan a morir en “La chica de la moto”, de la fabulosa valenciana Pilar Pedraza. Las relecturas de Lovecraft de Laird Barron y de Victor LaValle, un escritor negro que le dedica una novela al racista H. P. con ironía: “a pesar de todo”, le dice. El mejor cuento de terror que leí en los últimos años es “The Man on the Ceiling”, de Steve Rasnic y Melanie Tem. Ellos, que escriben a cuatro manos, explican: “Escribo ficción oscura porque me ayuda a saber cómo vivir en un mundo con monstruos”.

JUSTIFICACIONES

Antes trataba de dar razones sobre mi adicción devota a la literatura de terror. Ahora sé que no tiene sentido contestar ni a los “no me gusta”, ni a los “no es para mí”, ni a los cuestionamientos sobre la calidad y otras tonterías. Lo que piensen los demás no me importa. Estas lecturas son las que me hacen sentir con mayor claridad la certeza la vida. Y el pavor de perderla. Y el horror de la injusticia y de las tumbas sin nombre y de los fantasmas que repiten su desdicha para siempre, lejos del alivio, imposibles de aplacar.

Imagen de portada: Primer plano de mujer rubia arrollada e impactada contra poste en av. Chapultepec y calle Monterrey, 29 de abril de 1979. Fotografía de Enrique Metinides. Colección del MUAC/UNAM