The Last of Us, de Craig Mazin y Neil Druckmann

Del juego a la serie: distancias morales y dilemas éticos

Extractivismo / crítica / Mayo de 2023

Nicolás Ruiz Berruecos

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Aventuro una hipótesis. El tropo del zombie contemporáneo nació de una fantasía suburbana estadounidense: poder matar a tu vecino sin ninguna consecuencia. Después de los gloriosos años cincuenta, muchos buenos ciudadanos estadounidenses se aburrían sentados sobre sus armas. Enrejaron sus colonias suburbanas y empezaron a soñar con el apocalipsis. Y poco a poco el fin del mundo dejó de dar miedo y empezó a convertirse en deseo.

​ En 1968, con Night of the Living Dead, George A. Romero entendió muy bien ese deseo: una turba armada servía para buscar la diferencia y aniquilarla; el linchamiento como institución americana. Luego se dio cuenta de que los ghouls que había creado —pronto llamados zombies— resultaban más cómodos. Un tropo gustoso que encarnaba ese deseo de aniquilar la otredad y matar sin consecuencias. Entonces encerró a sus criaturas en un centro comercial y, junto a Dario Argento, mostró esa otra posible faceta de los zombies como íconos de la cultura de consumo en Dawn of the Dead (1978).

​ Medio siglo después HBO estrenó una serie basada en un videojuego que continuaba la vieja tradición de los zombies. The Last of Us (2013) es uno de los juegos más exitosos de Naughty Dog, una compañía antes reconocida por la franquicia Uncharted (2007-2017). Tanto el videojuego como la serie que lo adaptó en 2023 son ingeniosas indagaciones sobre el tropo zombie y lo que puede significar actualmente: una reflexión moral sobre el individualismo, el egoísmo y la crueldad de las decisiones éticas.

​ La serie ha recibido buenas críticas y ha conectado con el público más allá del fandom del videojuego. Con todo esto, el universo creado por Neil Druckmann se instaló aún más en la cultura popular, catapultando a Pedro Pascal a la cima de la gloria hollywoodense.

​ El juego pretendió dar un giro al desgastado género de zombies cambiando elementos esenciales.

​ Por ejemplo, el contagio no tiene un origen extraterrestre (como en los ghouls de Romero), ni viral (creado en un laboratorio, como en Resident Evil y 28 Days Later), sino que se trata de un hongo que infecta a los humanos y, progresivamente, toma posesión de sus mentes y cuerpos. Este cambio permitía, por la morfología del desarrollo de la enfermedad, que el juego tuviera mecánicas innovadoras. Los zombies mutan en diferentes formas que enriquecen el gameplay: a veces son rápidos, a veces sigilosos, a veces ciegos y pueden ecolocalizar, a veces están hinchados, a veces explotan, a veces arremeten, a veces lanzan esporas acídicas.

​ El mundo en el que se sitúa el juego está completamente devastado. Aquí, como en las películas tardías de Romero (Land of the Dead, 2005), el apocalipsis ya sucedió. Hay una nueva normalidad, nuevos problemas políticos, nuevas generaciones que no saben del mundo pasado. Esto permite una relación interesante entre un hombre mayor (Joel) que perdió todo con la caída del viejo mundo, y una joven (Ellie) que no conoce más que este escenario aterrador.

​ Finalmente, The Last of Us reinventa el género de zombies porque regresa a sus orígenes. En Night of the Living Dead Romero concedió el papel protagónico a un actor afroamericano que no muere en los cinco primeros minutos. Duane Jones es el verdadero héroe de la cinta. Dirige todo, es educado, entiende lo que sucede. Sus contrapartes blancos se resienten por eso. Al final, lo matan al confundirlo con un muerto en vida, pues los zombies no son más que el reflejo de nuestros deseos de intolerancia (la fantasía de poder matar a nuestro vecino). En The Last of Us se plantea nuevamente el dilema moral del ostracismo, la violencia desmedida y el egoísmo. Otra vez se cuestiona la agencia que tenemos frente a estas posibilidades de violencia, ahora utilizando el formato de los videojuegos: es el espectador el que aprieta el gatillo, el que elige el egoísmo, el que condena a la humanidad.

​ La cuestión, entonces, reside en la falta de consecuencias: poner la agencia en el jugador supone cuestionar si es capaz de matar y torturar por un fin egoísta, un clásico giro del “dilema del tranvía” en un revamp inteligente del género zombie.

​ La serie permitió a Neil Druckmann destinar más tiempo a las explicaciones científicas en torno al brote de Cordyceps. A diferencia del videojuego, la serie no necesita estar siempre centrada en los personajes principales. Evidentemente, esta adaptación se remite todo el tiempo a las secuencias de su versión original. La introducción calca, incluso, el movimiento de cámara del videojuego durante el escape de Joel. A lo largo de la serie también recolectamos pistas de las mecánicas de combate y de puzzle que tanta riqueza dan al gameplay. Pero el gran acierto de la serie está en tomarse libertades con la trama, ampliar el contexto del apocalipsis en un sentido macro e integrar historias más profundas y tangenciales, que también dan otra textura al universo construido. Por ejemplo, en el tercer episodio, con la bella y cursi historia de fondo de Bill que apenas entrevemos en el juego. O el capítulo “Left Behind”, que da textura al personaje de Ellie. O la manera de añadir dinámicas que no existen en el juego, como la capacidad responsiva del micelio y el movimiento en enjambre de la horda zombie. Estas ampliaciones, el diseño de producción, el maquillaje y el respeto a los personajes en el casting crean una agradable sensación de familiaridad en torno al universo conocido; un perfecto balance entre lo que neuróticamente busca el fandom más tóxico y la ampliación del mundo de Druckmann.

​ Al mismo tiempo, HBO consintió que otras miradas colaboraran en la construcción de esta ficción. Craig Mazin, el creador de Chernobyl (2019), se encargó de la mayor parte del teleplay. La cadena también permitió una mezcla muy peculiar de directores que incluye, junto al mismo Druckmann, a Peter Hoar (Daredevil, 2015-2018), a Jasmila Žbanić, la multi nominada directora bosnia de Quo Vadis, Aida? (2020), y al director iraní Ali Abbasi, que no se cansa de coquetear con historias de género.

Fotograma del videojuego *The Last of Us*, de Neil Druckmann y Bruce Straley, 2022Fotograma del videojuego The Last of Us, de Neil Druckmann y Bruce Straley, 2022

​ Hay dos cuestiones que parecen separar radicalmente al juego de la serie. La primera es la vivencia subjetiva del tiempo. Frente a las dinámicas de exploración del juego y la amplitud del mundo propuesto por Naughty Dog, la serie se siente como una historia apresurada; algo que se cuenta de manera efectiva y episódica para llegar al esperado final en un número limitado de episodios. La segunda es la vivencia subjetiva de la agencia: si bien el final del primer juego se respeta y guarda un interesante planteamiento ético, la sensación que produce no es la misma. Porque es distinto ver a Joel disparando el gatillo como un desquiciado para rescatar a Ellie que hacerlo tú mismo, con todo lo que eso significa.

​ La vivencia subjetiva importa en el juego porque es el centro del mecanismo de identificación. Es por la vivencia subjetiva del tiempo y de la agencia que entendemos el dilema moral. Sin eso, la decisión de Joel puede juzgarse con cierta distancia y nunca atraviesa al espectador en toda su fatalidad.

​ La inteligencia del juego radica en que tomes esas acciones, en que tú decidas acabarlo, en que no dejes el joystick y sigas adelante. A pesar de que siempre tienes la posibilidad de dejar de ver la serie, el formato televisivo no te hace responsable de llegar a su desenlace. Y ahí, el principio moral cambia.

​ Algo se pierde en la traducción del juego a la serie; algo esencial relacionado con la intensidad moral de su mecánica; algo que no se tiene que traducir formalmente, pero que se puede evocar de forma mucho más creativa. La distancia moral que plantea la serie no puede compararse con los dilemas éticos del juego. Y, en ese sentido, por más seductora que sea la adaptación, siempre va a ser el esbozo de una pregunta mucho más interesante. La serie ha servido para que la historia de The Last of Us llegue a millones de personas a través de un carismático elenco y talentosos realizadores. El problema es que se vuelve una traducción ineficiente que no confronta al espectador con las cuestiones morales que plantea. Así comprendida, la trama pierde mucho y convierte algo poderosamente evocador en algo pobremente literal.

Imagen de portada: Fotograma del videojuego The Last of Us, de Neil Druckmann y Bruce Straley, 2022