La lástima como mercancía de intercambio

Agua / panóptico / Junio de 2020

Carlos Bortoni

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Se trata de un juego de niños. Es decir: de un trabajo inmerso en la lógica de trabajo-juego de la pedagogía de Freinet. En el área de empacado de los supermercados se trata de la instauración de una atmósfera de trabajo donde el educando puede desarrollar actividades productivas y formativas, pero que ha sido trastocada por los intereses capitalistas para generar riqueza a través de la explotación de una mano de obra barata. Sin lugar a dudas las máximas freinetistas que dignifican al niño y repelen el autoritarismo —sosteniendo entre otras cosas que a nadie le gusta alinearse porque alinearse es obedecer pasivamente a un orden externo— desaparecen cuando las tiendas de autoservicio explotan a los “cerillos”, cínico modo de llamar a los menores de edad que empacaban en los supermercados, que alude a su poca estatura y al gorro rojo con el que se los distinguía entonces, y señala —quizá sin quererlo— la forma en la que el trabajo quema a los individuos.

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Dicho esquema irrumpió en la sociedad mexicana en los años sesenta, a la par de los supermercados, tras la apertura —en 1958— del primero de ellos. El discurso oficial estableció que la razón de ser de los niños al pie de las terminales (o cajas) era ahorrarle tiempo al cliente mientras le cobraban. Esto se mantuvo sin grandes cambios hasta 1999, año en el que se firmó un convenio entre la ANTAD (Asociación Nacional de Tiendas de Autoservicio y Departamentales) y el Gobierno del Distrito Federal para la protección de menores empacadores, anunciando el inicio del fin de los cerillos en los supermercados.

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Cuatro años después, desde el Instituto de las Personas Adultas Mayores se dio respuesta a la problemática de los ancianos (me disculpo por mi incapacidad de acudir al eufemismo personas mayores) para competir en el mercado laboral. El Sistema de Empacado Voluntario de Mercancías se diseñó para brindarles la “oportunidad” de trabajar al mismo tiempo que contribuía a su inclusión social como personas adultas mayores, con experiencia reconocida. Las buenas intenciones —si las hay— que el sistema de Empacado Voluntario de Mercancías pone sobre la mesa se desploman sin que haga falta sacudirlas. Resulta burdo señalar la contradicción que implica reconocer la experiencia de un sujeto sexagenario reduciéndolo a la ejecución de un juego de niños. El grueso de las personas que alcanzan los sesenta años debieron de haber desarrollado la habilidad de meter objetos dentro de una bolsa alrededor de los seis o doce meses de vida (cincuenta y nueve años atrás). Y la de clasificar, en edad preescolar. La forma en la que los ancianos son “incluidos” dentro de nuestra sociedad es la misma en la que se insertaba a niños y adolescentes en ella: a través de un trabajo manual, no calificado, que exige estar de pie durante varias horas contemplando el desfile del consumo ajeno, de los excesos del mercado. Terrible paradoja la de apelar a la experiencia de alguien para la realización de actividades inútiles y al alcance de cualquiera, propias de los hijos de la servidumbre aristocrática.

Carritos de supermercado. Fotografía de Thomas Mues, 2006

Por último, la ficción de que la sociedad de mercado brinda generosa y desinteresadamente la oportunidad a los ancianos de regresar al mercado laboral remite en realidad a la servidumbre voluntaria, a un encadenamiento que quiere disfrazar la falta de una estructura social que dignifique a los ancianos en un gusto por lamer la coyunda y un disfrute por someterse al yugo. Que el empacado sea voluntario es la joya de dicho discurso, la muestra patente y patética del humanismo capitalista: el reconocimiento tácito de que ni el trabajo ni la experiencia de los ancianos que laboran en el supermercado generan valor alguno. Las migajas que se les entregan en forma de monedas tienen su origen en otro sitio, que nada tiene que ver con el reconocimiento mercantil, y mucho menos social, al que regresaré después.

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Nada de esto es nuevo. El mercado occidental (cuyas fronteras son cada vez menos claras) se caracteriza por la exclusión de aquellos a quienes no se les puede exprimir dentro de los mecanismos de producción. Aquellos que no pueden contribuir a generar valor: signifique ello lo que signifique. Niños, criminales, enfermos mentales y ancianos caen dentro de esta categoría de inservibles. Es por ello que los niños son recluidos en escuelas donde son adoctrinados y capacitados con la esperanza de que en un futuro puedan insertarse en el mercado laboral. Criminales y enfermos mentales son aislados del mundo, sentenciados a cumplir condenas que tienen más que ver con el nivel de hipocresía de sus sociedades para lidiar con lo otro que con la atrocidad de sus crímenes. Y a los ancianos se les da la oportunidad de hacer algo con el tiempo que les queda de vida a cambio de que estorben lo menos posible a la sociedad que los “cobija”, a cambio de que se muestren agradecidos y reduzcan los gastos de manutención que el tiempo extra del que disfrutan produce. Seguir viviendo cuando la fuerza de trabajo no sólo ha menguado sino que ha desaparecido es abusar del sistema imponiendo lo biológico a las leyes del mercado, superponiendo la incapacidad fisiológica de morir a las necesidades financieras de una sociedad cuyo producto interno bruto no puede dejar de crecer.

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En este contexto a nadie debe sorprender que la reinserción de los ancianos en el mercado laboral terminara desplazando a los niños hasta desaparecerlos del supermercado. Esto se rige por un solo principio: el cliente compra lo que puede ver. Y el empacador, a diferencia del cerillo, no oculta nada: es transparente. De ahí que el grueso de los consumidores puedan verse a sí mismos como ven al grupo de ancianos: reducidos a seguir trabajando hasta el final de sus días. Cosa que no sucedía con el cerillo. La infancia es llana memoria, y como tal resulta irrecuperable. Está enterrada. El futuro, en cambio, por desafortunado que sea, tiene el potencial de brindar seguridad al sujeto en formas en las que el pasado no lo consigue. Ante los ojos del público comprador, el cerillo —sin importar las carestías que viviera ni las penurias en las que se encontrara sumida su familia— no hacía más que sacar unas monedas extra. Era un ejemplo de superación y lucha por ir más allá, por transgredir las barreras que le han sido impuestas. Los ancianos, por el contrario, se esfuerzan en —medianamente— sobrevivir. No buscan superarse. Son criaturas sometidas por la plácida, silenciosa e incesante presión del hambre. Los niños que aportaban sus ganancias a su propia existencia o a la de sus familias inspiraban en el observador una profunda y genuina admiración, incluso tan fuerte que llegó a actuar en contra de su principal objetivo: la remuneración monetaria. Cuando alguien busca superarse, no se le puede ayudar más que para que no pierda el empuje, para que se mantenga caminando sobre la línea, y por lo tanto la recompensa ante su desgaste será escasa, como la zanahoria que cuelga frente a los ojos del animal de carga. El estímulo siempre es el mínimo necesario para conseguir una mayor entrega, para incentivarlo a que llegue más lejos. El empacador de la tercera edad, por el contrario, al comportarse como un esclavo que reclama trabajo, al estar hundido, al no poder transgredir un comino es ayudado generosamente, pues no hay forma en la que pueda remediar su situación. El empacador representa el fracaso de la sociedad, no por la incapacidad de dar al viejo el lugar que le corresponde, no por negarse a revalorarlo sino por su existencia misma, por su supervivencia, por su desagradable presencia. Y es por ello que, ante la culpa que genera en el otro, las migajas que le dejan son más grandes.

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El anciano empacador voluntario de mercancías ofrece lo que tiene, lo que puede dar. Si no hay carne por la que alguien pague o fuerza de trabajo por la cual cobrar, queda el espectáculo de lo caduco: cuatro horas diarias parado al pie de una terminal esperando al próximo cliente. El anciano se convierte en la última etapa de la cadena de producción, le regresa las compras embaladas al cliente luego de que éste las deposita en la banda deslizadora. Al hacerlo el anciano empacador voluntario de mercancías ofrece la oportunidad de que acontezca el “intercambio de compra y venta de honor” (tal como lo explicaba el Maestro Eckhart), o sea un intercambio que enaltece a quien recibe más que a quien da, porque al ponerse en un estado de inferioridad y necesidad de ser ayudado —o rescatado— el que recibe permite al otro ser magnánimo y noble. La lástima como mercancía de intercambio implica atenerse a las circunstancias, al humor del otro, a su necesidad de diferenciarse del anciano, al azaroso juego de la generosidad. El corolario de ello: extender la mano para recibir unas cuantas monedas cuando el anciano mete los productos de regreso al carrito metálico.

Imagen de portada: Supermercado en México. Fotografía de Bill McChesney, 2010