Salir de Villa Plateada

Comunidad / dossier / Noviembre de 2023

Sheerly Avni

Traducción de: Virginia Aguirre

¿Quién velará por ti cuando seas demasiado viejo para cuidarte tú mismo?

​ Si crees saber la respuesta; si, digamos, tienes una prole de hijos leales y nietos adorables jugando en el jardín; si eres una persona rica y dispones de buenos seguros; si sabes que recibirás consuelo y cariño y respeto y loas en tu camino al Más Allá, entonadas por un coro de tres generaciones de gente querida cuando llegue el final, entonces sigue tu camino, oh matriarca/patriarca. Este ensayo no es para ti.

​ Si respondiste “robots” y te parece bien; si piensas que puedes costear alguno y reconfortarte con cualquier iteración del siglo XXI del Siri programado para limpiar el toldo de tu silla de ruedas y cambiar las baterías de tu casco de realidad virtual equipado con auxiliares auditivos mientras agonizas, y tu avatar se divierte con hologramas de Kurt Cobain y Beyoncé creados por inteligencia artificial, entonces también, por favor, sigue tu camino. Solo haz de cuenta que nunca viste Matrix.

​ Si respondiste: “No me importa, la catástrofe climática o el fascismo global habrán acabado con la humanidad mucho antes de eso”, es muy posible que tengas razón. Pero eso significa que en tu plan de retiro le estás apostando al apocalipsis. Piensa en el karma.

​ Por último, si tu respuesta fue: “Híjole, no tengo idea, no he ahorrado ni un peso para el retiro, mi seguro médico está de la fregada y creo que me va a dar un ataque de pánico”, entonces, estimada o estimado, respira hondo, toma asiento y hablemos de lo jodidos que estamos.

​ Porque lo estamos. Profundamente. De verdad.

​ En 2021, en Estados Unidos (mi país de origen) la gente mayor de 65 años constituía el 16.4 por ciento de la población. Para 2050, se proyecta que esa cifra crezca a casi 24 por ciento. Además, el 4.3 por ciento de la población tendrá más de 85 años (más del doble que en el censo de 2020). Si a esas cifras les sumamos el nuevo impulso hacia la austeridad que se da en ese país frente a cualquier cosa que no sean armas o vehículos eléctricos, nos percatamos de que a las personas viejas les aguarda un futuro sombrío.

​ Aquí en México la cosa puede ser incluso peor: el trabajo de cuidados suele recaer en la familia y no en el apoyo institucional o gubernamental. Si bien la población sigue siendo bastante joven en comparación con la de Estados Unidos, Europa y la mayor parte de Asia, se prevé que el número de personas de 65 años o más se haya casi triplicado en el país para 2050 y llegue a 30 millones (18.9 por ciento de la población). Más personas mayores, menos gente joven para ayudar y una falta casi absoluta de apoyo financiado por el gobierno. No suena bien.

​ En la prensa, a este cambio poblacional se le empieza a llamar “tsunami gris”. Y como bien saben las personas refugiadas y las que padecen diabetes, en el momento en el que se nos empieza a comparar con el mal tiempo, estamos en problemas.

​ Sin embargo, durante años pensé que tenía una solución.

  Henri Matisse, *La danza*, 1909. Museum of Modern Art Henri Matisse, La danza, 1909. Museum of Modern Art


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Desde pequeña supe que no quería tener hijos. Lo mismo ocurría con la mayoría de mis amigos de la universidad. Éramos niñas y niños de la generación X, nacidos a la sombra de una nube con forma de hongo, con una infancia infeliz y padres divorciados que trabajaban todo el día mientras nosotros nos quedábamos solos en casa. No le veíamos sentido a repetir la maldición. No queríamos contribuir a la sobrepoblación, en especial cuando implicaba renunciar a la libertad, la carrera profesional y la aventura que anhelábamos. Y no nos preocupaba lo que podría significar no tener hijos en la vejez, porque ¿qué veinteañero realmente llega a pensar que algún día será viejo?

​ Además, embelesados unos con otros, como muy a menudo lo estamos de jóvenes, teníamos el plan de ser familia, para siempre.

​ Juntaríamos nuestros recursos y compraríamos un terreno en medio de la nada. En Villa Plateada —ese sería su nombre—, construiríamos cabañas diminutas, contrataríamos enfermeras, haríamos mezclas de canciones en cintas —con cintas de casetes de verdad— y debatiríamos sobre los méritos del Tom Waits en su época temprana y en su etapa tardía hasta el último de nuestros días. Jack terminaría, por fin, de leer su antología de Derrida, Melinda cocinaría y leería poesía y Danny tomaría fotografías. El proyecto se financiaría con lo que —estábamos seguros— sería la espectacular carrera cinematográfica de Mike.1 Nos mantendríamos bastante entretenidos con los interminables emparejamientos y desemparejamientos románticos a los que nos habríamos acostumbrado, como un Melrose Place artrítico en el bosque. Imaginaba mecedoras, guitarreadas, la suave luz del atardecer y, no sé por qué, muchos borregos.

​ Ya saben qué pasó después. Entre la vida, el paso del tiempo y los créditos educativos, perdimos contacto y nos distanciamos. Y conforme transitábamos de la treintena a la cuarentena, el esfuerzo incesante por superar cada día hizo casi imposible pensar en el mañana.

​ Pero ahora, a mis cincuenta y pocos, el mañana se acerca a pasos agigantados.

​ Dos amigas queridas acaban de perder, respectivamente, a uno de sus padres este mes y, hablando con ellas por teléfono (entre lágrimas) sobre costillas rotas, batallas con las aseguradoras, insuficiencia hepática y el último adiós, ha sido difícil no sentir un estremecimiento de pánico. Ambas hicieron malabares con su crisis, un empleo de tiempo completo, hijos adolescentes y apoyo al cónyuge superviviente, a la vez que gestionaban el montón de trámites que implica la alucinante burocracia de la muerte en el siglo XXI. Y cuando una de ellas me contó en un mensaje de texto, hace tan solo dos semanas, que sostuvo la frágil mano de su madre toda la noche en el hospital mientras le leía los mensajes de cariño y apoyo de parientes que iban apareciendo en la pantalla de su iPhone, pensé, con el corazón latiéndome acelerado: “¿Quién diablos hará eso por mí?”.

​ Mi esposo, quizá, pero si las estadísticas son ciertas, viviré más que él. Si no, entonces: ¿quién diablos hará eso por él?

​ Siendo alguien sin hijos o familiares más jóvenes, me sumaré a la cohorte más desamparada de todas: “los viejos huérfanos”.2 Es un apelativo aún peor, si acaso es posible, que “tsunami gris”, salido directamente del Dick­ens tardío o del Stephen King temprano. Al escucharlo, nos vemos temblando bajo un cobertizo, gimiendo suavemente, sin nadie que nos escuche aparte del gato que merodea por ahí, no para consolarnos, sino para engullirnos cuando finalmente la palmemos.

​ Al menos eso fue lo que vi. Nos hacía falta un nuevo plan. O a lo mejor echarle un segundo vistazo al anterior.

​ Hace dos años nos mudamos a un pueblito en un ejido en medio del bosque, a unas dos horas de la Ciudad de México, en una zona que aún no invaden los chilangos ricos, aunque pronto lo harán (sí, ya lo sé, soy parte del problema, pero esa es otra historia).

​ Es un lugar hermoso, silvestre y rústico y, por las probabilidades de tropezar con una piedra, es una pesadilla para cualquiera que no sea experto en pilates o no acostumbre ir vestido como Ironman. Pero, justo al sur de nuestra casa, hay un terreno espectacular a la venta: más de una hectárea de prados rodeados por pinos y olmos, luz del sol y cantos de aves. Cuando nos visitan amigos, me sorprendo sirviéndoles un mezcal tras otro y tratando de convencerlos de que cooperen y podamos comprarlo “para que nos cuidemos entre nosotros, ¿quién más va a hacerlo?”.

​ Es un truco sucio, pero el mezcal es buenísimo, no soy avara al servirlo y hablo de resiliencia y de estar unidos. Traigo a colación las investigaciones que vinculan la demencia con la soledad, y hablo de que vivir solos nos expone a robos, fraudes y cosas peores; de que ser varios nos da seguridad. Hablo del sueño de envejecer en una comunidad en la que nuestras compañeras y compañeros entiendan por lo que hemos pasado y sepan dónde hemos estado. Hablo de cocinas comunitarias y aire limpio y del efecto de los espacios verdes sobre la longevidad, y de la belleza de compartir gastos, tribulaciones y recuerdos, atesorados por cada uno de nosotros, en caso de que el mundo los haya olvidado.

​ Muy buen pitch, ¿no? Incluso podría ganar algunos adeptos.

​ Sin embargo…

Suzanne Valadon, *La resaca*, 1887. Harvard Art Museum Suzanne Valadon, La resaca, 1887. Harvard Art Museum


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En su libro de 2016 This Chair Rocks: A Manifesto against Ageism, la escritora y activista Ashton Applewhite describe el edadismo como “un prejuicio contra nuestro yo del futuro”. Da inicio a su texto con un conmovedor análisis de todas las maneras en que ella misma, sin darse cuenta, internalizó el edadismo a lo largo de su vida. Como la mayoría de los -ismos, señala, está amplificado por mitos que de hecho no tienen ningún asidero en la realidad. Los siguientes son apenas tres ejemplos, y reconozco que todas son ideas que he expresado o pensado en el pasado. En un pasado muy reciente, digamos, este año. Bueno, está bien, hoy en la mañana.

La gente mayor es desdichada. Laura N. Carstensen, directora del Departamento de Longevidad de la Universidad de Stanford, ha dedicado su carrera a estudiar la vida emocional de las personas viejas y ha observado que en su mayoría —de todas las razas y todos los niveles de ingresos— las personas mayores de 65 años tienden a ser más felices y a tener más paz que cuando eran jóvenes, incluso cuando enfrentan más pérdidas, duelos y problemas de salud ya entrados en su octagésima o nonagésima década de vida. Carstensen sostiene que esta satisfacción se vincula a que su relación con el tiempo cambia. Cuando sabemos que ya no nos queda tanto tiempo, empezamos a disfrutarlo más: el que pasamos con nuestros seres queridos, con el sol de las 5:30, con nuestra música favorita… En breve, con las cosas que todos —desde Buda hasta nuestro terapeuta y la fastidiosa publicación de LinkedIn que vemos al principio de nuestro feed dos veces al día sin importar la frecuencia con la que ajustemos la configuración— nos han dicho que son esenciales para una vida bien vivida. Las personas jubiladas son un lastre para la economía. Aquí hay una complicación, y depende de si hablamos de personas sexagenarias o nonagenarias. En México, pero también en cualquier otro lugar, es imposible medir la cantidad de trabajo implicado en el cuidado de las personas mayores, así como en el de niñas y niños. Suele ser una labor que realizan mujeres y, por consiguiente, rara vez se considera en los datos, pese a ser un impulsor tan poderoso de las economías. Pero las personas mayores sí gastan dinero. En Estados Unidos, por ejemplo, se prevé que para 2032 más de la mitad de la economía del país se mueva gracias a personas mayores de cincuenta años. Esa no es una carga para la economía: es un motor. El costo creciente de los cuidados de los ancianos será una carga injusta para la siguiente generación, que merece algo mejor. La falla se encuentra en las prioridades del sector de la salud en México, en Estados Unidos, básicamente en todas partes. Con demasiada frecuencia se insiste en soluciones quirúrgicas para todos los padecimientos. Resulta lógico que sea así: los procedimientos quirúrgicos reportan las mayores ganancias a todos los implicados, exceptuando al paciente, desde luego, para el que una cirugía es más riesgosa con cada año que pasa. La medicina preventiva, el tratamiento del dolor y la fisioterapia son esenciales para el bie­nestar, en todas las edades, y cruciales para la calidad de vida a largo plazo, pero no reciben suficiente financiamiento, están subvaloradas y, por lo tanto, no se prescriben lo suficiente. La próxima crisis financiera en la atención médica no es generacional —ni tampoco es inevitable—, sino estructural, y culpar a las personas mayores por las fallas del sector de la salud es tan estúpido y horrendo como culpar de la pésima política para refugiados a los refugiados o de los crímenes de odio a las víctimas de ellos.

​ Lo que realmente merece la próxima generación es no tener que vivir en un mundo que califique a los seres humanos, a cualquier ser humano, como una carga.

​ Hay decenas de creencias populares más sobre las personas mayores —desde las percepciones erróneas acerca de la inevitabilidad del deterioro cognitivo hasta las ideas equivocadas sobre su vida sexual y los mitos dañinos sobre su eficiencia laboral— que yo también he internalizado sin darme cuenta. Esto significa que vengo haciendo planes para la felicidad de un yo del futuro que, al mismo tiempo, he sido programada para detestar y temer.


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Villa Plateada 1.0 era la idea de una jovencita sobre la vejez, según la cual mis compañeras y compañeros de la escuela y yo, más de cincuenta años después, seríamos los mismos, inmutables salvo por algunas arrugas y menos cabello.

​ Villa Plateada 2.0 no consideró lo obvio: la mayor parte del sufrimiento del mundo ha sido provocada por forasteros que llegan y tratan de levantar utopías “en medio de la nada”. Ese sitio no existe. Y no podemos generar una comunidad instantánea en un lugar donde ya hay una. Eso no es más que una conquista. En el peor de los casos, sangrienta y destructiva; en el mejor, tonta y destinada al fracaso, como tratar de sembrar maíz en el desierto o cactus en una jungla.

​ Es fácil criticar a los tecnomultimillonarios desesperados que construyen fortalezas en Nueva Zelanda y diseñan cápsulas para viajar a Marte, ¿pero los complejos subterráneos protegidos como fortalezas son realmente muy distintos de mi fantasía de Villa Plateada? En ambos casos lo que nos mueve es el miedo y la negación. El miedo a ser borrados, el miedo a ser atacados. Y la negación de las consecuencias de nuestras acciones. La negación de las interconexiones de la vida. La negación, por supuesto, de la muerte.

​ Resulta que la amígdala cerebral no es muy buena asesora para el retiro.


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El sociólogo sueco Lars Tornstam pasó treinta años estudiando la vida de las personas mayores y formuló la teoría de que, cuanto más envejecemos, más nos alejamos de una visión egoísta e individualizada del mundo y más empezamos a abrazar la visión de un todo más grande. La llamó teoría de la gerotrascendencia y la definió como “un viraje en la metaperspectiva de una visión materialista y racional a una más cósmica y trascendente, normalmente seguida por una mayor satisfacción en la vida”.

​ Es decir que si vives suficiente tiempo te conviertes en Yoda… en LSD. En ese caso, apúntenme. ¿Dónde firmo?

​ Pero hay un inconveniente. Tornstam hizo su investigación hace décadas, apoyándose en entrevistas con suecos, ciudadanos de un país con bajos índices delictivos, interés en el diseño universal y generosos planes de pensión, lo cual ofrece muy buenos niveles de seguridad material y personal, que probablemente sean requisitos mínimos para dedicarse a la contemplación.

​ Murió en 2016, cuando la ultraderecha no tenía tanto control en su nación como lo tiene ahora. Es posible que si hoy realizara esos mismos estudios, observaría que, con una menor seguridad material, es mucho más difícil lograr el tipo de paz y sabiduría que describe.

Ben Shahn, *Orquesta de cuatro instrumentos* (detalle), 1944. Museo Thyssen-Bornemisza Ben Shahn, Orquesta de cuatro instrumentos (detalle), 1944. Museo Thyssen-Bornemisza

​ No alcanzaremos la gerotrascendencia con la edad; nos la ganaremos creando esas condiciones de seguridad material, no solo para nosotros sino para todas las personas que nos rodean. Ahora, no después. No nos podremos salvar estando aislados, ya sea individualmente o construyendo santuarios cercados: fantasías utópicas basadas en pesadillas distópicas. No hay forma de escapar de la catástrofe, no sin un cambio colectivo en la forma en que entendemos lo que significa cuidarnos unos a otros.

​ En el ámbito político, podemos empezar a alinearnos con grupos que abogan por la reforma de la atención a la salud, por los derechos de las personas con discapacidades y que promueven la vivienda asequible, la protección de la red de seguridad social y un diseño urbano más inteligente. Todo lo que sabemos que contribuye directamente al bienestar de la gente mayor hoy y la construcción de un mundo más seguro y más humano para las personas que con suerte llegaremos a ser. En el ámbito personal, significa hacer exactamente lo mismo, a menor escala, dondequiera que estemos.

​ Por mi parte, optaré por colaborar con la realidad del lugar en el que vivo ahora: mis vecinos de al lado, una pareja de nonagenarios expertos en herbolaria que nunca han pisado un hospital. También con los jóvenes que viven bajando el monte y que están formando un cuerpo de bomberos en previsión de la temporada de sequía; empezarán su capacitación el mes que viene. Y con la familia que nos ayudó a sembrar maíz azul de su propia milpa. Me he acercado a una líder comunitaria que me lleva a recoger hongos con su nieta de cinco años y nos enseña a las dos cómo identificar los que son comestibles. Todos ellos son ciudadanos de cualquier Villa Plateada de la que yo quisiera formar parte. Es desordenada, conflictiva, confusa y a veces atemorizante, como la vida, pero estoy agradecida con quienes me invitaron a venir aquí.

​ El terreno al sur de nuestra casa está bien así como está. Me gusta seguir caminando ahí con mis perros, y espero que lo compren personas agradables. No seré yo.

​ Mientras tanto, vengan por un mezcal. Invitaré a los vecinos y podemos imaginar un futuro. Juntos.

Imagen de portada: Ben Shahn, Orquesta de cuatro instrumentos (detalle), 1944. Museo Thyssen-Bornemisza

  1. Todos los nombres están modificados para proteger la identidad de los desilusionados. 

  2. Mis amistades que tienen hijos me recuerdan, con paciencia, que los hijos no son inversiones y que con el dinero que ellos gastan en su crianza, yo al menos puedo ahorrar para la jubilación. También me recuerdan, con menos paciencia, que quizá yo me salve de lo peor de la catástrofe climática, mientras que sus hijos no. Eso es verdad. Pero la cuestión es que a mis amistades les preocupa que sus hijos tengan que recurrir al canibalismo. A mí me preocupa ser parte del menú.