Juzgar de la muerte ajena

Muerte / dossier / Octubre de 2023

Michel de Montaigne

Cuando juzgamos sobre la seguridad de alguien en la muerte, que es sin duda la acción más notable de la vida humana, debemos tener una cosa en cuenta: que difícilmente nadie cree haber llegado a tal extremo. Poca gente muere convencida de que sea su última hora, y en ninguna otra cosa el engaño de la esperanza nos embauca más. No cesa de gritarnos a los oídos: “Otros han estado más enfermos y no han muerto; la situación no es tan desesperada como piensan; y, en el peor de los casos, Dios ha hecho otros milagros”. Y sucede así porque nos prestamos demasiada atención. Parece que la totalidad de las cosas se vea de algún modo afectada por nuestra aniquilación, y se compadezca de nuestro estado.

​ Lo arrastramos todo con nosotros. De ahí que consideremos nuestra muerte como un asunto importante y que no sucede tan fácilmente, ni sin deliberación solemne de los astros. Tot circa unum caput tumultuantes deos.1 Y lo pensamos tanto más cuanto más nos valoramos. ¿Cómo?, ¿acaso toda esta ciencia va a perderse con tanto perjuicio sin particular preocupación de los hados?, ¿a un alma tan rara y ejemplar no cuesta más matarla que a un alma plebeya e inútil?, ¿esta vida, que protege a tantas otras, de la cual dependen tantas otras vidas, que ocupa a tanta gente con su servicio, que llena tantos lugares, se marcha como la que está sujeta a su simple nudo? Ninguno de nosotros piensa suficientemente que no es más que uno.

​ Ahora bien, no es razonable juzgar la resolución y la entereza de quien no se halla todavía plenamente convencido de correr peligro, aunque lo corra; y no basta que haya muerto con esa actitud si no la había adoptado precisamente a tal efecto. La mayoría endurece el gesto y las palabras para ganar reputación, que esperan aún disfrutar en vida. En aquellos que he visto morir, la fortuna, no su propósito, ha dispuesto los gestos. Y aun entre aquellos que en la Antigüedad se dieron muerte, debe distinguirse si se trata de una muerte repentina o de una muerte que dispone de tiempo.

​ Una muerte rápida, dice Plinio, es la dicha suprema de la vida humana. Les aflige reconocerla. Nadie puede decirse resuelto a la muerte si teme tantearla, si no puede afrontarla con los ojos abiertos. Esos a quienes se ve en los suplicios correr a su fin, y apresurar y urgir la ejecución, no lo hacen por entereza. Quieren privarse del tiempo de considerarla. Estar muerto no les aflige, pero sí el hecho de morir:


Emori nolo, sed me esse mortuum nihili aestimo.2


​ Es este un grado de firmeza al que he comprobado que yo podría llegar, al modo de esos que se precipitan a los peligros, como si fuera al mar, con los ojos cerrados. Nada hay, a mi entender, más ilustre en la vida de Sócrates que haber dispuesto de treinta días enteros para rumiar el decreto de su muerte, haberla digerido durante todo este tiempo, siendo una expectativa segurísima, sin emoción ni turbación y con una forma de hacer y de hablar a la que el peso de tal pensamiento no volvió más tensa y elevada sino, al contrario, más simple y despreocupada.

​ Ese Pomponio Ático al que escribe Cicerón, encontrándose enfermo, mandó llamar a Agripa, su yerno, y a dos o tres amigos más, y les dijo que había comprobado que nada ganaba con querer curarse y que todo lo que hacía para prolongar su vida, prolongaba y agravaba también su dolor. Que, en consecuencia, había decidido poner fin a ambas cosas, y les rogaba que aceptaran su decisión y que, cuando menos, no perdiesen el tiempo para apartarle de ella. Ahora bien, eligió quitarse la vida mediante el ayuno, pero resultó que la enfermedad se le curó por accidente. El remedio que había empleado para matarse, le devolvió la salud. Los médicos y sus amigos, que celebraban tan feliz acontecimiento y se regocijaban con él, se llevaron un buen chasco, pues no por ello pudieron hacerle cambiar de opinión. Aseguraba que, de todos modos, algún día había de transitar esa vía, y que, hallándose tan avanzado, quería dispensarse del esfuerzo de volver a empezar de nuevo. Este, que ha reconocido la muerte detenidamente, no solo no se desanima al encontrarla, sino que se enardece.

​ Tulio Marcelino, un joven romano, pretendía anticipar la hora de su destino para librarse de una enfermedad que le maltrataba más de lo que él estaba dispuesto a soportar, así que, aunque los médicos le prometieron una curación segura, si no rápida, llamó a sus amigos para deliberar sobre la cuestión. Los unos, dice Séneca, le daban el consejo que por cobardía habrían aceptado para sí mismos; los otros, por adulación, el que pensaban que había de serle más grato. Pero un estoico le habló así:

No te atormentes, Marcelino, como si estuvieras deliberando sobre un asunto importante: vivir no es un gran asunto —tus criados y los animales viven—; morir honesta, sabia y firmemente sí es un gran asunto. Piensa cuánto tiempo llevas haciendo lo mismo; comer, beber, dormir; beber, dormir y comer. Giramos incesantemente en este círculo; no solo los accidentes desgraciados e insoportables, sino también el hastío de vivir suscita el deseo de la muerte.

Herman Henstenburgh, *Vanitas naturaleza muerta*, s. f. The Metropolitan MuseumHerman Henstenburgh, Vanitas naturaleza muerta, s. f. The Metropolitan Museum

​ No hubo necesidad de hierro ni de sangre. Se resolvió a marchar de esta vida, no a huir de ella; no a escapar de la muerte, sino a experimentarla. Y para darse el tiempo de tantearla, a los tres días de renunciar a todo alimento, después de hacer que le bañaran con agua tibia, se extinguió poco a poco y, según decía, no sin cierto placer. En verdad, quienes han experimentado estos desfallecimientos de ánimo producidos por la debilidad, dicen no sentir dolor alguno, sino más bien cierto placer, como el del tránsito al sueño y al reposo. Estas son muertes estudiadas y digeridas.

Fragmento del capítulo XIII, libro II, de Los ensayos, traducción de J. Bayod Brau, Acantilado, Barcelona, 2007.

Imagen de portada: Herman Henstenburgh, Vanitas naturaleza muerta, s. f. The Metropolitan Museum

  1. “Tantos dioses tumultuosos en torno a una sola cabeza.” [Séneca el Rétor]. 

  2. “No quiero morir, pero nada me importa estar muerto.” [Epicarmo, citado y traducido por Cicerón.]