Razones para la distancia

Lenguajes / dossier / Julio de 2019

María del Mar Gámiz Vidiella

Chère incompréhension, c’est à toi que je devrai d’être moi à la fin. Dear incomprehension, it’s thanks to you I’ll be myself, in the end. Samuel Beckett


Cualquiera que haya estudiado otro idioma sabe que uno de los síntomas que le confirman que lo está asimilando es soñar en él, pues en la materia arcana de los sueños se expresa lo incontrolable de nuestra psique. Sin embargo, cuando cambia el código en el que solíamos nombrar nuestra identidad, ¿qué pasa con ella, se modifica? ¿Hemos dejado de ser nosotros mismos? Hay quienes no pueden salir de esta experiencia incólumes y deciden ahondar en ello para darle sentido. Una de las formas en las que esa actividad puede llevarse a cabo es, naturalmente, la escritura, porque mediante ella se traducen, se ensayan y comunican los pensamientos. En la búsqueda de la comprensión de eso que somos y de cómo lo nombramos, la ficción ha sido uno de los campos más socorridos, pues interpone la distancia necesaria con la realidad que permite generar el artificio de descolocar nuestro yo habitual para imaginar otros posibles. Quienes eligen este camino, los escritores, deben trabajar el lenguaje de forma que sus palabras produzcan una experiencia estéticamente significativa. Después de tanta dificultad, parecería obvio pensar que la materia idónea para el escritor es su lengua materna, ésa que adquirió por imitación y, en un primer momento sin esfuerzo consciente, en la que se informó su yo y expresa sus recuerdos más antiguos. Sin embargo, hay una larga lista de escritores que trabajan en una lengua distinta a la primera, no obstante el dolor de cabeza que implica sólo aprenderla. Puede ser que para algunos ese proceso se haya dado de manera natural, sin mayores dificultades ni grandes pérdidas. Así le pasó a Antonio Tabucchi, quien creció en italiano pero muy pronto sucumbió al embrujo de las lenguas —más precisamente, de las que derivaron del latín— y dedicó los esfuerzos de su juventud a conocerlas como instrumentos de comunicación. De ellas vivió como profesor y filólogo, especializado en manuscritos barrocos escritos en español y portugués. Pasó largas temporadas en los países donde se hablan y después de una rica convivencia con ellas, el portugués se perfiló como su predilecta, acompañada en el afecto, claro está, por lo que la rodea: Portugal y Pessoa. Ello se refleja en su extensa obra literaria, en la que el vínculo elegido con la tierra lusitana es el protagonista de la mayoría de sus títulos. Pero sólo uno de sus libros fue ideado y escrito enteramente en esa lengua: Réquiem. Una alucinación. En una entrevista con Alexis Libaert, explicó:

Ahora bien, ¿por qué escribí Réquiem en portugués? Es bastante simple. Un día me desperté en París y me di cuenta de que acababa de pasar las últimas noches soñando en portugués. […] Escribí fragmentos de conversaciones que escuché en sueños. Y después seguí escribiendo en el mismo idioma. Me pareció natural.

También puede ser que algunos escriban en otra lengua obligados por las circunstancias, porque tuvieron que salir de su país y llegaron a otro al que debían adaptarse. Tal es el caso del poeta Charles Simic, cuya familia emigró de la entonces Yugoslavia a Estados Unidos, con una escala de un año en París. Del serbio al inglés, matizado por el francés. Aunque se ha dedicado a traducir poesía serbia y francesa, Simic es un poeta de habla inglesa. En ella escribió su primer poema y ése es el idioma en el que ha desarrollado su oficio. Llegó con dieciséis años y quizá su condición de adolescente, con la conciencia de los cambios que se suceden vertiginosamente durante ella y la acuciosa necesidad de aceptación que conlleva, haya jugado en su favor. A riesgo de sonar frívolo, Simic explica que eligió escribir poesía en inglés porque entendió que para que la poesía pudiera ser usada como una herramienta de seducción, el primer requisito era que pudiera ser comprendida, pues “ninguna chica estadounidense se enamoraría de un joven que le leyera poemas en serbio mientras toman Coca-Cola”. La aparente ligereza y facilidad de asimilación con las que asumió su nuevo idioma (su nueva vida) no ahuyentaron los tonos que expresaron su infancia, dieron forma a su primera identidad y continuaron influyendo en su mente poética, a tal grado que en la introducción a su antología de los poemas de Ivan Lalilc, reflexiona: “Todo este asunto de la traducción me resulta particularmente interesante pues tengo, por así decirlo, dos lenguas maternas… Así que hay dos madres, o sólo una madre hablando por distintas comisuras de la boca”.

John F. Peto, Rack Picture for William Malcolm Bunn, 1882. Imagen de dominio público

Más o menos la misma sensación de no reconocer quién es la madre lingüística la comparte una poeta y antropóloga, también exiliada. Ikram Antaki nació y creció en Siria (en árabe), estudió en París (en francés) y vivió más de la mitad de su vida en México (en español), lugar al que llegó sin conocer nada ni a nadie del país, pero en el que floreció su vida. Sus árboles, su hijo y veinte de sus veintidós libros pertenecieron a México. En una entrevista que dio un año antes de morir, declara:

Tengo finalmente una cabeza dividida en compartimentos pero con muchos agujeros en medio que dejan pasar una lengua hacia la otra, finalmente no tengo ninguna lengua materna en este momento, ninguna es mía, estoy de paso en todas. Y tengo que asumirlo de esta manera.

También obligado por las circunstancias —en este caso más familiares que políticas—, Elías Canetti adoptó la lengua en la que escribió la obra que más tarde le valdría el Nobel. Como refiere en La lengua absuelta, Canetti nació en ladino, ese curioso español medieval conservado entre la comunidad judeoespañola que entonó las canciones de cuna para dormirlo y en el que suenan los primeros romances que aprendió de niño. Y habría llegado a su vida adulta en esta lengua que vincula a una comunidad históricamente itinerante, de no haber muerto su padre y, con él, el espacio de estrecha intimidad que mantenía con su madre y que la salvaba de perderse a sí misma en medio de la tragedia y de las mudanzas. Los padres de Canetti habían estudiado en Viena cuando jóvenes, en la temporada quizá más feliz de sus vidas. Allí aprendieron alemán y a él recurrían siempre que querían hablar sólo entre ellos, en un mundo lingüístico impenetrable para el hijo, pero que despertaba, obviamente, su curiosidad. Tras la muerte del padre y con el pretexto de mandar al niño a la escuela en Viena, la madre de Canetti lo sometió con un método un tanto extravagante y cruel a aprender alemán. Pero lo que en realidad buscaba era recuperar el lenguaje de su intimidad. El alemán fue para Canetti “una tardía lengua materna, inculcada a base de sufrimientos”, al mismo tiempo que “la lengua de nuestro amor —¡y qué gran amor!—”, un idioma sin el cual “el posterior transcurso de mi vida hubiera sido insensato e incomprensible”. Una segunda lengua materna asumida como si fuera la primera. Otros lo hacen claramente por decisión propia, porque algo del idioma extranjero los atrae fuertemente y quieren dominar el nuevo código, apropiarse de la cultura que soporta, porque en ella encuentran la forma para revestir con palabras ciertas profundidades de su alma. Así le pasó a Rainer Maria Rilke, cuya fascinación por Rusia lo llevó a bautizarla como su patria espiritual y a confesar en una carta a Marina Tsvietáieva, en su último año de vida: “¿Qué le debo a Rusia? Ella me convirtió en lo que soy ahora, de ella surgí interiormente, todas mis raíces más profundas se encuentran allá […]. Rusia fue en gran medida la base de mi percepción y mi experiencia”. La declaración sorprende cuando nos enteramos de que, en total, Rilke estuvo en territorio ruso en dos —muy breves— ocasiones, y que con eso le bastó para iniciar una verdadera historia de amor con el idioma eslavo. La primera fue en 1899, cuando llegó, acompañado de la filósofa rusa Lou Andreas-Salomé y su esposo, a Moscú, durante la celebración de la semana santa ortodoxa, que lo impresionó fuertemente. Ese viaje no duró más de dos meses, pero le alcanzó para conocer a León Tolstói y despertar en sí la necesidad, casi fisiológica, de aprender y dominar la lengua rusa para penetrar en los misterios del espíritu de esa sociedad. Regresó a Alemania, donde dedicó diez meses a estudiar ruso por su cuenta y en las clases de este idioma que se impartían en la universidad más cercana. Invirtió diariamente entre dos y tres horas a la lectura en original de textos de autores rusos e incluso se construyó una casa al estilo de la isba rusa. Para mayo del siguiente año, estaba listo para regresar al país que lo tenía obsesionado. En su segunda visita, volvió a entrevistarse con Tolstói en Yásnaia Poliana, pero también viajó por otras ciudades del imperio, muy distintas entre sí, como Kiev y Yaroslavl, y culminó su odisea rusa en San Petersburgo, donde se pasó los días estudiando en la biblioteca pública. En cuatro meses absorbió como una esponja diferentes variantes del ruso y se expuso a realidades urbanas y campesinas que sacudieron su interior. Como resultado de esta experiencia, Rilke escribió ocho poemas en ruso, dedicó gran parte de su vida posterior a traducir al alemán obras tan alejadas en el tiempo como El cantar de las huestes de Ígor y Los hermanos Karamázov y alcanzó la madurez intelectual para escribir El libro de horas, en el que traduce poéticamente el alma, la religiosidad y los rezos rusos. En esta última división de escritores que eligen otra lengua por gusto está el subgrupo de los que deciden hacerlo deliberadamente para reinventarse, dejando de lado el código rancio e insuficiente que hasta ahora los ha explicado y experimentarse en otro. Como hizo Beckett cuando decidió específicamente pasar del inglés al francés porque éste “tenía el efecto debilitador que buscaba”. Cuenta que “durante la liberación [de París], conseguí mantener mi departamento, regresé a él y empecé a escribir de nuevo —en francés— con el deseo de empobrecer mi yo todavía más”. Según Michael Edwards, Beckett había elegido este procedimiento para que su obra literaria trascendiera. Escribir en francés le dio la posibilidad de llegar a través de un lenguaje completamente distinto a un tipo original de excelencia literaria.

Leonid Pasternak, Rainer Maria Rilke en Moscú, 1928. Imagen de dominio público

En el extremo más enérgico de la voluntad está el caso de Yiyun Li, quizás el más sorprendente. Esta escritora de nacionalidad china llegó a Estados Unidos en 1996, cuando tenía 23 años y se disponía a gozar de una beca para estudiar algo relacionado con la inmunología. Muy pronto se reveló su verdadero deseo: abandonó la seguridad de una carrera científica por la incertidumbre de otra en escritura creativa. Sin embargo, el abandono también incluyó el rechazo consciente del chino, un esfuerzo por deshacerse completamente de él y recrearse en inglés. Erradicó tan absolutamente su primer idioma que ya no sólo sueña y se habla a sí misma en la lengua adoptada, sino que incluso sus recuerdos anteriores al inglés sólo llegan a su memoria si los refiere en ese lenguaje. Es decir, recuerda a su familia, su casa, su escuela, sus vecinos, el servicio militar y a sus amigos, pero en su mente todos aparecen hablando en inglés. Por supuesto lee, comprende y en caso de ser necesario habla chino, pero ella misma ya no se entiende en ese idioma. En “To Speak is to Blunder”, un ensayo iluminador publicado por The New Yorker el 25 de diciembre de 2016, Li, además de explicar su adopción del inglés, habla sobre la distinción vital necesaria entre el lenguaje público y el privado:

Cuando entramos a un mundo —un nuevo país, una nueva escuela, una fiesta, una reunión familiar o escolar, un destacamento militar, un hospital— hablamos el lenguaje que requiere. La sabiduría para adaptarse es la sabiduría de tener dos lenguajes: el que se habla con los otros y el que se habla con uno mismo. […] El inglés es mi idioma privado. […] En mi relación con el inglés, en esta relación con la distancia intrínseca entre una hablante no nativa y un idioma adoptado que hace a la gente mirar con recelo, me siento invisible pero no aislada. Es ésta la posición que creo querer siempre en la vida. Pero con cada victoria está el peligro de cruzar una línea, de la invisibilidad a la desaparición.

Sin embargo, no fue fácil para Yiyun Li alcanzar esta claridad respecto a su identidad lingüística. En 2012 fue hospitalizada en Nueva York y California por dos intentos de suicidio. No explica los motivos que la orillaron a intentar quitarse la vida, pero creo intuir que había llegado a un límite de la incomprensión, del desgarramiento existencial que concilió después gracias a que renunció al chino y abrazó el inglés. Es en la migración lingüística que se ensanchan las posibilidades de exploración del ser al mismo tiempo que se evidencian los huecos de la idea de “lengua materna”. Cada quien, en su devenir por el mundo, va construyendo el código con el que reviste la distancia ontológica gracias a la cual se asombra con la existencia, comprende que es adentro y afuera y participa de la creatividad humana. La migración lingüística es una especie de migración del alma, pues, como dice Fabio Morábito, el escritor que escribe en lengua extranjera “absorbe el idioma ajeno para renacer en el seno de una nueva expresividad y, al hacerlo, se convierte en otro individuo”. ¿Cuántos renacimientos podemos tener en una vida? La respuesta se encuentra, tal vez, en la distancia existente entre la lengua y la conciencia de sí, un espacio que se puede explorar y rehacer, mas nunca salvarse.

Imagen de portada: M. C. Escher, Naturaleza muerta con esfera reflectante, 1934