Un karateca místico

Comunidad / dossier / Noviembre de 2023

Luis Felipe Pérez

I

Mi madre me cuenta que le dije, muy firme, que entraría al seminario. Para ella sucedió lo siguiente: un día encontró una carta en el buzón. Tenía mi nombre y el remitente en el sobre era la diócesis de León. La sacó, junto con los demás recibos, y la puso en la mesa de la cocina para cuando llegara el destinatario, que era yo. Debió ser junio de 1997. La escuela pública a la que asistía estaba a unos tres cuartos de hora caminando a ritmo de adolescente con mochila y zapatos Perestroika. Volvíamos a pie el Chapis, Horacio y alguien más que ocasionalmente se nos unía. Llegué a la casa y la carta estaba puesta en el servilletero. Leí el contenido enmarcado con un membrete, que tenía una imagen conocida como el Cristo Misionero, de mucho uso allá por el final del milenio pasado. Me aceptaban en el seminario y dije, con seguridad de mártir fervoroso, que aceptaba ese llamado. Agregué que no hacía tanto, en un sueño, un Cristo Misionero susurraba con una voz dulce y convincente: “Deja tu casa, ven y sígueme”.

​ Mi madre presume que ella estaba de acuerdo con lo que yo decidiera, comprensiva ante las decisiones del segundo de sus hijos, quien destacaba más bien por ser una bala perdida. Lo dice con una convicción que casi me persuade, de no ser porque siempre fue una gendarme conmigo.

​ Algo debe haber estado descompuesto en ese recuerdo. Pienso que la decisión le dio cierta calma por lo que significaba. En síntesis: que alguien más iba a cargar conmigo, me mantendría lejos y encerrado y, en una de esas, el futuro la convertiría en la orgullosa madre de un sacerdote. En aquellos tiempos, y en la ciudad de donde soy, habría sido un honor. En 1997 había algo de prestigio en tener un hijo en el seminario. Basta recordar que en 1999 el papa Juan Pablo II visitó México y fue un suceso de proporciones memorables. Se cantaban canciones como la de “El Pescador” en versiones pop, cumbia o balada romántica. Entre los seminaristas había una fiebre por la reventa de boletos para entrar a algunos eventos como si se tratara de un concierto de Bad Bunny. Puede ser que mi madre piense, ahora que me lo cuenta, que fue mi manera de superar la adversidad o de empezar un nuevo camino.

​ Los seminarios diocesanos son los lugares donde se forma en espiritualidad, filosofía y teología a varones para cubrir las parroquias de una diócesis luego de ordenarse presbíteros. Las ordenaciones son la fiesta del seminario, la graduación de procesos de más de una década de preparación. Aunque se piense que es una institución oscurantista, su origen es moderno. Son un ente de la Iglesia católica y romana producto de la Contrarreforma. Luego del cisma y ante el avance del protestantismo, se buscó formar un ejército de soldados de Dios para evangelizar en los lugares más remotos y promover la vida seglar cristiana fuera de las abadías y los conventos que, reacios a la vida de la urbe, se decantaron, junto con las órdenes mendicantes o de encierro, por la vida ascética fuera de las ciudades. Ahora lo sabemos, el seminario es un fruto del Concilio de Trento y, desde entonces, se abrió la posibilidad de aspirar a la vida religiosa a cambio del servicio a la comunidad sin necesariamente ser parte de una clase social determinada como en otros momentos de la historia. Básicamente el lugar al que llegué era para quien quisiera entrar a él; un seminario de pobres. Lo digo porque en México surge una historia peculiar en los años cincuenta con los Legionarios de Cristo, que tienen una fama bien ganada de ser parte de la élite de la Iglesia. De esa comunidad escribe Jorge Comensal cuando reseña Y líbranos del mal (2021), la novela del peruano Santiago Roncagliolo.1 Los apuntes que hace ilustran cómo el proceso de selección dependía —no sé si sigue siendo así— de un perfil en el que yo, particularmente, no hubiera calzado: ni rubio ni rico ni listo. Más bien moreno, enjuto y con frenillo, que alteraba mi pronunciación de la erre. No cuadraba como aspirante a efebo de la Legión de Cristo.

Francisco de Zurbarán, *San Francisco en éxtasis*, *ca*. 1660. Alte Pinakothek Francisco de Zurbarán, San Francisco en éxtasis, ca. 1660. Alte Pinakothek

​ Solo algunos de mi generación llegaron al sacerdocio. Todos los demás quedamos en el intento. Unos desertaron en teología. Otros, en la primera licenciatura, la de filosofía y muchos otros, como yo, en el camino entre terminar la preparatoria y vivir el trance monástico de un año que se conoce como el curso introductorio: un periodo de discernimiento y reflexión.

​ Mi seminario conciliar —esto no lo sabía entonces— fue referente del catolicismo a lo largo de la historia del México independiente. En todo el Bajío, como se sabe, hubo un movimiento sinarquista que enfrentó, con decisión de cruzada, las iniciativas de secularizar la educación y la propiedad privada por parte del gobierno de Plutarco Elías Calles. Recuerdo que mis primeras lecturas —porque comencé a leer con fruición en el seminario y no antes— incluyen además de Las florecillas de san Francisco y La imitación de Cristo de Kempis, un testimonio de un fray José Pérez en donde se cuenta su martirio como acto de santidad. En el relato se dice que fue puesto en cautiverio, torturado y, finalmente, se le pasó por las armas en un paredón. Yo alcanzo a recordar que me sucedió algo con esa lectura. Me sentí listo para pelear y defender la fe cristiana. No sabía muy bien contra quién, ni cómo, pero se me inflamó el espíritu con esa historia de ajusticiamiento a un hombre bueno que se ubicaba en las rancherías de Guanajuato. Era como cuando uno sale de ver Karate Kid y quiere hacerse karateca; en mi caso, un karateca místico.


II

Me hice monaguillo en 1988 por mera circunstancia y no renuncié a ello por el sentimiento del compromiso adquirido; también, porque me daban dinero los fines de semana por acolitar o por tocar las campanas que llamaban a las misas de domingo. Estaba en tercero o cuarto de primaria.

​ La liturgia, esa serie de prácticas que regulan la religión, me interesó desde el inicio. Al final, sea lo que sea, las fórmulas incluidas en el Leccionario y en el Misal Romano estaban cargadas de misticismo y de un lenguaje almibarado que, de tanto repetirlo, memoricé. Aunque sea incapaz de describir mis sensaciones en aquel momento, ser monaguillo era como ser boy scout o formar parte del Penta­tlón. No tenía un carácter exclusivamente religioso sino de grupo. Y como toda comunidad se encriptaba para los iniciados, yo me asumí como uno. Incluso podría confesar que jugábamos a oficiar misa con tal de tener pretexto para comer recortes de hostias y beber vino de consagrar robado de las alacenas del templo. Las acciones tenían algo de misterio y, aun en manos de personas con poca pericia, era difícil no interesarse en ese teatro montado desde hace siglos. El ritual, su orden y su significado, captaron mi atención. Escuchar las hazañas deuteronómicas, manifestaciones terroríficas de Dios, incestos bíblicos, mujeres convertidas en estatuas de sal, me permitió entender, por ejemplo, en la universidad, las lecturas escritas por la mayor parte de los poetas del siglo XIX y hasta mediados del XX. Llegué a tomar la formación del seminario como un aprendizaje para ser escritor porque ahí, en el encierro, además de hacerme un lector voraz, comencé a escribir un diario y me aprendí poemas como “Si tú me dices ven”, “El Cristo de mi cabecera” o “Breve romance de ausencia”. Pero estas ideas me vienen ahora. De ese tiempo lo que recuerdo es un morbo genuino y entusiasta por el día del viacrucis; o una curiosidad vehemente por las jornadas de sanación que practicaban en el templo al que asistía como ayudante. Se trataba de veladas de oración, canto y baile —como de un rito mayombe— durante las cuales los sacerdotes imponen las manos a centenares de fieles que, al sentir la oración y los cantos, se desvanecen y quedan en el suelo inertes, arrobados.


III

La conversión llegó poco a poco. Aunque dejé de ir a acolitar el último año de secundaria y alardeaba de contestatario, en realidad llevaba una doble vida, como casi todos a esa edad. Los sábados primeros de cada mes me convertía, casi en secreto, en un seminarista en familia: me integré a esa especie de retiros espirituales en donde nos preparaban para entrar al seminario.

​ ¿Por qué iba? Experimenté una camaradería que no era habitual. La comunidad era tremendamente efusiva en sus manifestaciones de cariño y expresaba una alegría que, ahora que escribo esto, no recordaba tan honesta o desbordada o luminosa. Otro de los motivos que todavía reconozco cuando alguien me pregunta por qué ingresé a un lugar como ese es que me sentía perdido o incómodo o angustiado en donde estaba. Fue un lugar al que huir. El cautiverio fue para mí el escondite idóneo para transitar la crisis adolescente que no toleraba. Me atrajo la alegría reconfortante de tantos muchachos que se ofrecían con una sinceridad que nunca había visto. Para mucha gente era increíble que fuera a parar a un seminario. El vaticinio generalizado fue: “no va a aguantar una semana”.

Anónimo, *Monje tomando vino de un barril*, final del siglo XIII. British Library Anónimo, Monje tomando vino de un barril, final del siglo XIII. British Library


IV

El día que llegué a anotarme como alumno del seminario, con mi carta de aceptación en una mano y un morral color verde militar al hombro, Juan Antonio, un seminarista que sí se ordenó sacerdote, me recibió como si me conociera de antes. Me preguntó mi nombre y con alegría de canto franciscano me guió hasta mi lugar en uno de los dormitorios. En el camino hacia el número cuatro, en la cama veintiuno, mi lugar inicialmente, vi una manta gigante que decía: ¡Bienvenidos, camaradas!

​ Comenzó la vida de seminarista. Cambié mi forma de hablar, de vestir, hasta los modos de caminar. Con esa serie de aprendizajes que la propia comunidad le imponía sutilmente a uno era imposible no camuflarse. Pasábamos el tiempo en el encierro. Solo íbamos a nuestras casas un fin de semana al mes y, en los periodos vacacionales, la mayor parte del tiempo ayudábamos en parroquias. En el internado la dinámica ordinaria comenzaba con los aseos. El rezo de la Liturgia de las Horas desde Laudes hasta Completas, misa diaria y las horas de estudio que se repartían entre la mañana y parte de la tarde. Todo lo hacíamos por equipos o grupos o en comunidad.

​ Fui a sublimar la crisis que me mostraba irascible en ese encierro que duró poco más de tres años y que prácticamente me alejó de la experiencia de la angustia. Ahora pienso que experimentaba una depresión que me hizo vivir episodios psicóticos cuando todavía eso no se nombraba. Y no lo supe hasta que me lo reveló la lectura de pasajes de mi diario íntimo de entonces en los que consigno que lloro, sin motivo aparente, durante horas en una capilla sin que nadie logre consolarme.

​ El seminario fue más que una respuesta a un llamado divino, una experiencia de sanación personal o un catalizador de mis propias emociones que no sabía en dónde meter. Inicié un proceso de autoconocimiento que continúa hasta estos días y adquirí ciertas prácticas, fruto de la disciplina y de la consciencia del orden, que me ayudan a encontrar el sentido, que pierdo frecuentemente. Ser parte de la comunidad me dotó de una conciencia de los otros y fulminó la tentación autocompasiva de sentirme único, apocado y abandonado o impotente.

Atribuido a Jean Le Noir, *La burla al Cristo*, Bibliothèque nationale de FranceAtribuido a Jean Le Noir, La burla al Cristo, Bibliothèque nationale de France


V

La soledad o un sentimiento de orfandad dejaron de ser un problema, pero no me abandonó una sensación de inestabilidad interior. Y los formadores lo notaron desde el inicio.

​ Sospecho que el pronóstico de quien me evaluó en esos años era que me iría por mi propio pie del seminario. El primer semestre de formación me llegó una llamada de atención. Recuerdo que el vicerrector me citó en su oficina y me enlistó actitudes como la de dormirme en clase o la de llegar tarde a los oficios, incluso resaltó mi actitud soberbia en los cursos. Afirmaba que los profesores notaban mi socarronería y no era aceptable en una casa de formación como el seminario.

​ Lo que me mantuvo ahí fue la obediencia luego de ese regaño. Me aferré a la idea de que no me corrieran por la vergüenza de no calzar en el molde. También lo hice por el terror de no saber qué hacer cuando saliera. Uno no sabe cuánto lo han formado los rechazos hasta que lo experimenta en carne propia. Hay una experiencia de ser observado, una serie de evaluaciones de las que éramos conscientes y que nos llevaban a comportarnos de una manera determinada. Los viernes por la noche, los formadores se reunían para hablar de casos relevantes. A esa junta nosotros la llamábamos el Sanedrín,2 en tono de burla porque el consejo de prefectos de disciplina se citaba para conjeturar acerca de nuestra conducta.

Anónimo, *Heilig Blut Tafel Weingarten*, 1489. Landesmuseum Württemberg Anónimo, Heilig Blut Tafel Weingarten, 1489. Landesmuseum Württemberg

​ Los retiros espirituales tenían sobre todo un carácter de terapia grupal. El objetivo de esos momentos, por lo menos uno cada mes, era reducir las zonas oscuras que afectasen a los que formábamos parte de ese coto, dejarnos al descubierto frente a nuestros episodios traumáticos y trabajar en ello.

​ Éramos muy jóvenes y nos pareció grotesco y demasiado frontal el ejercicio en el que definimos nuestra personalidad a partir de responder cuestionarios larguísimos como el eneagrama. También había sesiones de terapia Gestalt, dinámicas de apoyo e integración, momentos de meditación y reflexión solitaria. Recuerdo que nos burlamos de algunos de los ejercicios espirituales con cierta sorna. En uno de los últimos espacios, los treinta muchachos que conformábamos la sesión sanadora lloraban inconsolables, menos yo. Podría decir que me pareció cursi o falso o impostado, pero creo que mi experiencia no me dio para entrar en el rito lacrimógeno aquella vez. Pienso que los formadores me distinguieron incapaz de enredarme en el proceso porque no pasó tanto tiempo para que el padre Raúl, el prefecto de disciplina en ese entonces, me llamara aparte. Sentados frente a frente en su escritorio me mostró unas hojas donde había informes sobre mi comportamiento. Subrayó que la parte académica estaba cubierta, que destacaba entre todos, pero que no podía ser parte de una comunidad como esa solo con exámenes sobresalientes en literatura o latín o matemáticas. Dijo que les alarmaba que hubiera momentos de mi vida en los que lucía apagado o falto de interés frente a la vida comunitaria. Subrayaba mi comportamiento porque el perfil de un seminarista consistía en valorar y vivir una vida en grupo, que sería su refugio y su fortaleza en la vida sacerdotal, si fuera el caso. El padre Raúl fue firme y me echó una mirada sarcástica mientras daba por concluida la conversación: “si no te repones, mi buen, ciao!”.

​ Se acercaban momentos definitorios. Tras cada etapa de formación, el seminarista solicita al obispo, con el acompañamiento de un director espiritual, el ingreso a la siguiente fase. Yo debía redactar una carta para solicitar que me aceptaran en el curso introductorio, es decir, la siguiente etapa del largo camino de la formación sacerdotal.

​ Tuve muchas dudas. Me refiero a que en la abstracción y la fantasía de mis planes a futuro cupo la posibilidad de ejercer como cura en algún lugar. Me sentía capaz, o eso creía, y en algunos puntos era apasionante, seductor, atractivo pensar en el ejercicio pastoral.

​ Era una encrucijada porque lo que me animaba a continuar era algo mal visto: a mí me atraían los testimonios de Samuel Ruiz o Raúl Vera, que en ese tiempo destacaban por promover la teología de la liberación, proscrita por Juan Pablo II. Al final, luego de darle vueltas a una cancha de basquetbol como un hámster, escribí la carta. Me encomendé al Espíritu Santo, que es al que apelan los formadores a la hora de tomar la decisión, y recibí mi respuesta.

​ La escena es una junta a finales de junio del 2000. Estaba con mi madre cuando recibí la réplica. El vicerrector y algún formador más explicaban los puntos que los llevaron a su decisión. El vicerrector dijo que mi espíritu o mi ánimo o mi entusiasmo padecía el cautiverio de una comunidad. Destacaba que era un tipo solitario, que no controlaba del todo mi agresividad reprimida y que necesitaba libertad, y no se equivocaba. La breve reunión concluyó resaltando cualidades que veían en mí e incluso insistieron en que, si después de un año de seguir un proceso formativo fuera del seminario buscaba el reingreso, sería bienvenido. Ese día encajé la noticia sin tantos sobresaltos, como si hubiera recibido una respuesta que buscaba y que no era capaz de encontrar yo solo. También sentí una liberación, como cuando uno le puede achacar al destino el poco control que se tiene sobre las circunstancias. Pienso en esa última semana de internado ya con la certeza de que me iba de ahí. Fueron los ocho días con más ímpetu de toda la formación, qué ironía. También era un cambio de época, me digo. Me da la impresión de que en ese tiempo las señales estaban dispuestas: el edificio donde vivimos el final del milenio fue derrumbado ese verano, y yo me dedicaría a preparar pizzas y llevarlas a domicilio durante un tiempo, mientras hallaba mi camino, que me vino a encontrar cuando una vecina me ofreció trabajo en una biblioteca pública recién instalada en el centro de Irapuato.

Fra Angelico, *Descendimiento de la Cruz*, 1432-1434. Museo San Marco Fra Angelico, Descendimiento de la Cruz, 1432-1434. Museo San Marco

​ De eso hace ya más de veinte años, caigo en cuenta, mientras charlo sobre mi novela frente a cuarenta seminaristas que me preguntan si la formación del seminario fue importante en mi vida. Les cuento algo parecido a lo que he escrito. Como dice Zambra, “en el fondo, todos necesitamos, a veces, contar una historia de nosotros mismos frente a un grupo de gente desconocida”.

Imagen de portada: Fra Angelico, Descendimiento de la Cruz, 1432-1434. Museo San Marco

  1. La reseña apareció en nuestras páginas, en el número de octubre de 2021. Puede leerse aquí [N. de los E.] 

  2. En el sanedrín (consejo de sabios del Israel antiguo), se reunieron los fariseos para condenar a Jesús y así allanar el camino para que Poncio Pilatos decretara su crucifixión.