Exposición fotográfica de Rodrigo Moya

"Ante dos Méxicos, dos cámaras"

Miedo / crítica / Septiembre de 2019

Elva Peniche Montfort

La historia es una constante tormenta de polvo sobre el mundo y sólo la fotografía puede apresar una partícula infinitesimal de esa infinita polvareda. Rodrigo Moya


Esta cita acompaña una de mis fotografías favoritas de Rodrigo Moya en las salas de la exposición México/Escenas, una revisión sobre su obra montada actualmente en el Palacio de Bellas Artes. En Polvareda, de 1958, dos mujeres elegantes atraviesan el cruce entre Paseo de la Reforma y Bucareli, donde antes estaba “El Caballito” de Manuel Tolsá, cubriéndose boca y nariz con sus guantes blancos para protegerse de la terrible tormenta que ese día azotó a la Ciudad de México. El polvo les impide ver a su alrededor, del mismo modo que a nosotros nos imposibilita distinguir más detalles de la escena. La gran definición y el claroscuro en sus gabardinas, tacones, peinados y aretes contrastan con un fondo difuminado, donde apenas se perfilan, además del Caballito, el edificio de la Lotería Nacional, algunos coches y semáforos, la publicidad de una aerolínea estadounidense y otros pocos elementos. Paradójicamente se trata de una fotografía muy limpia, en la que las protagonistas parecen flotar en una atmósfera homogénea aunque apocalíptica.

Polvareda, 1958. ©Rodrigo Moya

La historia como polvareda. La metáfora es potente, pues por un lado invita a pensar el devenir como una catástrofe que nos asfixia y aturde, que nos persigue de manera constante con un número infinito de partículas, de hechos, casi imposibles de percibir por su volatilidad y fugacidad. Ante una tormenta de polvo no hay mucho que hacer, sólo cubrirse y esperar a que amaine. En el escenario de esta analogía, la historia se presenta como un desastre inevitable. El símil utilizado por Moya permite también imaginar la historia como una visión borrosa, una lente sucia, un fuera de foco del pasado. De modo que ésta se convierte en ese esfuerzo inútil por mirar hacia atrás para entender lo acontecido y construir un relato; así, la historia sería una imposibilidad. Frente a estas dos imágenes de la “historia” que convoca la frase retórica de Moya, una vinculada con su acepción como pasado o conjunto de hechos, y la otra con la de narración o visión de éstos, el autor distingue a la fotografía como la única capaz de ver en la tolvanera. La única que puede apresar minúsculas fracciones de la realidad y hacerlas asequibles. La fotografía como verdad, verdad pequeña, pues Moya la asume abiertamente como fragmentaria o parcial, pero como verdad a fin de cuentas. La cita y la imagen a las que acompaña activan un conjunto de planteamientos sobre la veracidad y la representación, así como una serie de juegos entre lo visible y lo invisible que considero útiles para leer la vocación documental en la obra de Moya. En Polvareda hay otra Ciudad de México que no podemos ver, cuyos detalles y profundidad escapan a nuestra percepción; una ciudad que, como la de hoy, era atacada por un sinnúmero de contingencias sociales y ambientales. Pero es justamente en esa opacidad donde se encuentra la elocuencia de la imagen. El polvo invisibiliza la otra cara de la modernidad. La visión oficial de la historia del México moderno destaca los progresos conseguidos por el gobierno durante una etapa de crecimiento económico iniciada alrededor de 1940 y conocida con el fervoroso nombre de milagro mexicano, que posibilitó entre las décadas de 1950 y 1970 —los mismos años en los que estuvo activo Moya—, la construcción de novedosos edificios para oficinas y viviendas, así como la urbanización de la ciudad y un desarrollo de la industria sin precedentes. La fotografía nos deja ver nítidamente a las dos mujeres como relucientes emblemas de aquella modernidad de carros nuevos y edificios altos, iguales a los que se vislumbran tras ellas. Pero el polvo que las incomoda y desorienta, que amenaza con cegarlas, se convierte en el signo de la inestabilidad de esa ilusión de progreso y prosperidad. Por medio de ese filtro, que suaviza la imagen, se hace presente el México polvoriento, el de los contrastes sociales y la pobreza, el de las promesas incumplidas por el proyecto estatal. Esta imagen, y quizá la obra entera de Moya, como perspicazmente apunta la curadora Laura González en el texto introductorio a la exposición, construye su significado de manera dialéctica, sintetizando en el espacio de la imagen una serie de valores opuestos. Otra de las imágenes icónicas de Moya, una vista aérea de Tlatelolco que la curadora eligió como punto de partida de la exhibición, da cuenta también de un juego de contrastes. Se trata tal vez de una de las fotografías mejor logradas sobre el proyecto modernista de vivienda de los años sesenta, que se cimentó en la construcción de complejos arquitectónicos llamados multifamiliares o conjuntos habitacionales, una imagen impecablemente alineada con la retícula trazada por esa utopía en cuadros blancos y negros que fue el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco. No obstante, el sentido de la imagen, aparentemente apologética, se quiebra de manera radical cuando Moya le asigna el trágico título de Hipotecados (1966), como reflejo contundente del sacrificio que costó a la población mexicana el progreso enarbolado por el Estado. Más contraposiciones. Rodrigo Moya trabajaba mediante una peculiar táctica que llamó la “doble cámara”, pues usaba una para los reportajes comisionados por las revistas ilustradas para las que trabajó, y la otra para documentar sus preocupaciones sociales. Ante dos Méxicos, dos cámaras. En México/Periferias, la otra mitad de la exposición que se exhibe simultáneamente en el Centro de la Imagen, abundan escenas en las que, ante la lente de esa segunda cámara, “emergían calles polvorientas en el estío, o intransitables bajo las lluvias. [Y] eso [afirma el autor mediante otra de sus citas a muro] me inquietaba más que los periféricos o los rascacielos vidriados que proliferaban sobre las grandes avenidas”. Frente al encargo de representar la flamante faceta de aquella Ciudad de México en proceso de transformación, y su amable interacción con los habitantes (más visible en la sección de Bellas Artes), Moya fundamentó su militancia fotográfica al elegir retratar la contraparte social (más presente en el Centro de la Imagen), y esto, es importante decirlo, sin dejar de generar imágenes absolutamente bellas. Otra de ellas es Del testimonio del 58. Monumento a la Revolución, tomada durante una de las manifestaciones de descontento general que en ese año organizaron maestros, alumnos, ferrocarrileros y petroleros. En esta impresionante composición en contrapicado, una inmensa columna de humo provocada por un camión incendiado durante las protestas atraviesa la imagen diagonalmente sobre el Monumento a la Revolución, cuestionando los logros del gobierno posrevolucionario, carbonizando ese símbolo de la institucionalización del movimiento armado que fue aquel monumento inacabado. En una sustanciosa entrevista proyectada en la muestra, Moya sugiere otra clave más para entender su obra. El poder de sus imágenes para comunicar lo adjudica a su capacidad personal para conmoverse primero con ellas. ¿Cómo mover a los demás si uno no se conmueve primero? De ahí la certeza de su militancia y la instrumentación de su sensibilidad. Esta exposición se suma a una serie de esfuerzos que en las últimas décadas se han entregado a la labor de recuperar el trabajo fotográfico de este prolífico autor, aun cuando su carrera no fue muy larga, lo cual se ha hecho en muchos casos de la mano de él mismo. Es un deleite caminar por las cuidadas impresiones fotográficas en las salas de ambas sedes en la Ciudad de México —la muestra se exhibió originalmente en el Museo Amparo de Puebla— con una selección de imágenes destacable. En este caso la curaduría organiza, señala, analiza y, reverberando la fórmula de Moya, conmueve otra vez. ¿Qué decir, finalmente, de la verdad de la fotografía de Moya? Pareciera que en la obra de este autor esa verdad de la fotografía, aquella única forma de ver en la polvareda de la historia, se fundamenta justamente en su capacidad para mostrar los contrastes, así como en sus estrategias dialécticas de expresión, en gestos como el de señalar y criticar las formas de representación que borraron las condiciones sociales de buena parte de la población mexicana; trastocar una imagen aparentemente pura de la modernidad mediante un título transgresor, o usar una doble cámara para dar paso a una agenda personal, militante y comprometida. Ahí está el valor histórico de las fotografías de Moya en su tiempo y en el nuestro.

Imagen de portada: Hipotecados, 1966. © Rodrigo Moya