Pepitas: la botana mexicana más antigua

Miedo / panóptico / Septiembre de 2019

Nora Villamil Buenrostro

Sus pepitas tostadas crujen a rendir entre los dientes su lengüecilla de almendra. Salvador Novo


Tras comprar un cucurucho saladito a una vendedora callejera que las azuza sobre su comal, cualquier experimentado comensal procede a despepitar la botana. Es decir, tomar la pepita de su esquina favorita y comenzar a mordisquear con ayuda de los cuatro incisivos el reborde que enmarca la semilla, hasta abrir las dos válvulas de la cáscara y con la lengua tironear la semilla al interior de las fauces, para concluir descartando la cáscara vacía. Como bien dicen por aquí: “Para comer pepitas y matar pulgas, cada quien tiene su mañita”. Mañita que parece no haber cambiado en términos generales en los últimos 10,000 años. Los gustos botaneros de los mexicanos permanecen, pues seguimos disfrutando de las pepitas como los habitantes cavernarios que ocuparon las cuevas de Guilá Naquitz.1 Cuatro mil años después de haber cruzado el Estrecho de Bering, a los habitantes de aquella cueva oaxaqueña les interesó domesticar la calabaza por sus oleosas semillas y no por la pulpa del fruto. Pero… ¿Por qué seleccionarlas y cultivarlas por los pocos, aunque sabrosos, gramos de semilla y no por los kilogramos de pulpa que ofrecían las calabazas silvestres? Sencilla respuesta para aquellos sensatos comensales: porque el fruto de la calabaza silvestre es amargo e indigesto, y las semillas no. Es en la pulpa carnosa de los frutos maduros, y no en las semillas, donde se acumula la mayor cantidad de cucurbitacinas: largas, amargas y eméticas moléculas. Las cucurbitacinas son compuestos triterpénicos que laxan e inducen el vómito y, aunque se encuentran en muchas familias de plantas, fueron descubiertas en la familia de la calabaza (Cucurbitaceae). Estas sustancias son un escudo natural de las plantas, entes inmóviles, para evitar que los herbívoros las devoren. En la naturaleza las cucurbitacinas se presentan cristalizadas, frecuentemente adoptan forma de agujas a temperatura ambiente y dotan a las plantas de un auténtico arsenal: venenos punzocortantes. Para poner en perspectiva la eficiencia de estos compuestos, basta comparar su dosis letal con la del cianuro, uno de los venenos más famosos. La dosis letal de cucurbitacina en ratas oscila entre 2-12.5 mg por kg de peso del animal, mientras que la del cianuro oscila entre 8.5-40 mg por kg de peso animal. Es decir, gramo a gramo, ¡las cucurbitacinas son tres veces más mortíferas que los cianuros! Estas armaduras químicas son disuasivos eficaces, pues resultan tóxicas y desagradables para casi todos los animales, vertebrados e invertebrados, excepto unas cuantas especies de escarabajos tragones y testarudos. Tras muchos años de lidiar con estas plantas y carentes de habilidades agronómicas, los escarabajos diabróticos tomaron otro atajo para comer calabaza: el secuestro exprés. En los escarabajos diabróticos las cucurbitacinas desatan un consumo compulsivo, que los conduce a la acumulación de estos venenos a los que luego secuestran, aprisionándolos en la cutícula (su áspera piel) y la hemolinfa (la sangre azul característica de los insectos) para utilizarlos como escudo y bálsamo sexual. Con estas moléculas secuestradas se defienden de sus depredadores, pues ahora ellos poseen las propiedades eméticas y desa­gradables de la calabaza. Pero también las utilizan como feromona crucial en sus rituales de apareamiento.

Ulisse Aldrovandi, Cucurbita mayor, 1599

Por su parte, los mesoamericanos, gracias a sus aptitudes agrícolas, sólo hubieron de sufrir mil años de diarreas pacientes, metódicas y comparadas hasta lograr seleccionar y engolosinarse con calabazas escasas de cucurbitacina en su pulpa. Pero la disentería milenaria valió la pena pues una vez domesticadas las cucurbitáceas, esos frutos de sabrosas oquedades musicales que crujen o retumban al compás del comensal no tienen desperdicio. Un corte transversal del fruto evidencia que ni el aire de las oquedades queda desaprovechado. En un recorrido concéntrico por el fruto encontramos primero las semillas: las pepitas son el inicio de este recorrido morfológico e histórico de la domesticación de la calabaza; éstas conforman botanas, espesan dietas, reuniones o moles. Le sigue la placenta, estructura que une cada semilla a la pulpa. La placenta son esos hilachos mucilaginosos que al guisar la calabaza en tacha caen a la olla acompasando a las semillas. El estropajo es la placenta de un pariente de Cucurbita, la calabaza que comemos. En su prima Luffa esos hilachos mucilaginosos se tornan rígidos y fibrosos formando los estropajos con que nos zacateamos en el baño. Y hasta las oquedades nos deleitan, pues la ausencia de hilachos se vuelve la sabrosa fábrica de burbujas y espuma jabonosa. El tercer círculo es la pulpa que, despojada de sus compuestos vomitivos por una estoica selección de los mesoamericanos, es ahora muy sabrosa y llenadora. Más allá de la pulpa, la cáscara dura forja característicos recipientes como jícaras en los lavaderos mexicanos, acocotes pulqueros para el tlachiquero, bules o cantimploras a cuestas de un viajero sediento y guajes decorativos que en su interior atesoran una miscelánea de secretos. Cabe ahora preguntarse: ¿con base en qué evidencias pueden arqueólogos, biólogos y antropólogos inferir los años de disentería y las fechas de domesticación enterradas en la historia mesoamericana? Para alivio de pulcros y zozobra de coprofílicos, las evidencias no son escatológicas, sino estratigráficas. Toda la información arqueológica sobre los inicios de domesticación de cultivos en el nuevo mundo se concentra en México, refugiada en cinco cuevas que fueron excavadas entre 1950-1960: las cuevas de Romero y Valenzuela en Tamaulipas, las de Coxcatlán y San Marcos en Puebla, y Guilá Naquitz en Oaxaca. Guilá Naquitz nos cuenta la historia de las pepitas en una serie de cinco estratos de tierra a través de los cuales los arqueólogos viajan hacia el pasado tierra adentro. El estrato superior, el más externo y menos antiguo, el A, tiene evidencias de varias especies de plantas domesticadas. Los cuatro estratos previos (B-E) relatan una serie de ocupaciones temporales. Cortas estancias de pequeños grupos de familias que ocuparon estas cuevas hace 8,500-10,000 años. Pero estos pobladores no eran hospederos cualesquiera: representan a los mesoamericanos responsables de la transición de un estilo de vida cazador-recolector a uno agrícola. Así, la primera evidencia de domesticación en Mesoamérica fue hallada en esta cueva y consta de una semilla de Cucurbita pepo enterrada en el estrato D. Con base en su huella de radiocarbono se calcula que debió ser domesticada hace 9,800 años. Pero, y otro pero: ¿cómo saber que este cúmulo desperdigado de semillas enterradas representa plantas domesticadas, es decir, calabazas elegidas por estos cavernarios y favorecidas sobre otras calabazas? La domesticación de las especies es un proceso transformativo mediante el cual los humanos eligen las plantas, animales u hongos que les son más convenientes o provechosos y promueven su reproducción sobre la de otros de la misma especie. Al elegir características que les son favorables, los humanos dejan cicatrices en el fenotipo o apariencia de sus entes domesticados. Así, la docilidad que diferencia a los perros de los lobos, por ejemplo, es una cicatriz de su domesticación. En el caso de las pepitas, las cicatrices fenotípicas de domesticación fueron cambios en el tamaño, forma y color de la semilla. En particular, la característica que delata la domesticación es el grosor de la orilla de la cáscara de las pepitas. En los estratos de Guilá Naquitz se hallaron 276 trozos de cáscaras de pepitas, nueve semillas medibles y catorce pedúnculos de calabaza (el rabito del que pende un fruto). Así, usando las cicatrices fenotípicas de domesticación, como el grosor de la cáscara, los arqueólogos pudieron inferir cuáles de estas semillas ya habían sido domesticadas y cuándo. Las pepitas del estrato B, el segundo más nuevo, tenían cáscaras más gruesas, similares a las de las pepitas que comemos hoy, mientras que en los estratos más profundos y antiguos las cáscaras de pepita eran más delgadas, similares a las de variedades silvestres. Estos cambios de forma sugieren que los pobladores de Guilá Naquitz seleccionaron deliberadamente en las calabazas sus características predilectas. Las calabazas son hierbas de rápido crecimiento y si sus semillas tienen la suerte de caer en un suelo perturbado, despojado de vegetación, son capaces de crecer velozmente y ganarle terreno a la mayoría de las otras especies de hierbas pioneras. Este característico estilo de vida hace de las calabazas una hierba ideal para ser domesticada por grupos nómadas, quienes se asientan brevemente en un terreno, despojando algunos parches de vegetación, consumiendo las sabrosas semillas disponibles y dejando tras de sí un despepitadero de botanas para las que ya no tuvo ocasión la tripa. Así, las semillas relegadas se alojan en un suelo ideal para su crecimiento. De este modo, las pepitas darán a los grupos nómadas una grata sorpresa, pues a su retorno a este sitio encontrarán sus pepitas predilectas germinadas en una frondosa enredadera que ha despojado a los otros hierbajos. Esta gran compatibilidad en el estilo de vida y la ecología de los grupos nómadas y las calabazas fue la materia prima para su domesticación. Así pues, la calabaza se domesticó 4,000 años antes que el maíz o el frijol, otros regalos de los mesoamericanos al mundo que Salvador Novo refiere como la dote mexicana. Desde mi niñez noventera hasta ahora muchas cosas han cambiado. Ir al cine es menos frecuente y las familias se entretienen con películas en casa. Sin embargo, las vitrinas tibias de Sanborn’s siguen luciendo pepitas lustrosas bajo una luz amarilla y sobre un oleoso papel blanquiazul que imita la talavera. Las pepitas siguen siendo una botana popular devorada a puños en cines, bares, reuniones, esquinas u ociosas filas burocráticas.

Imagen de portada: Pepitas de calabaza

  1. Vestigios de Cucurbita pepo y Lagenaria siceraria domesticadas han sido halladas en la cueva de Guilá Naquitz en el valle de Oaxaca y en la cueva de Coxcatlán en el valle de Tehuacán, en México, que datan de 9,900-7,900 antes del presente, aunque se cree que Lagenaria fue domesticada en África o Asia y llegó con los primeros pobladores ya como cultivo, pues no existen parientes silvestres en América. B. Pickersgill, Domestication of Plants in Mesoamerica: An Archaeological Review with Some Ethnobotanical Interpretations, en Ethnobotany of Mexico, Springer, 2016, pp. 207-231.