Hospital General de Hechicería: enfermedad y supersticiones

Enfermedad / dossier / Abril de 2024

Laura Sofía Rivero

I

Desde hace días me atormenta una congestión nasal que ha puesto mi vida en pausa. Veo desaparecer las cajas de pañuelos una tras otra; al respirar, el aire quema mi nariz como una lengua de fuego. Lo verdaderamente extraño es que no he caído en las garras de un resfriado atroz: el médico general se pregunta, entonces, qué es lo que me tiene así. Me he hecho pruebas y han salido negativas. Tomo antihistamínicos como si fuesen dulces y no me hacen efecto. Si no es una enfermedad respiratoria, si el malestar no parece responder a los distintos tratamientos de una alergia, ¿qué origina este moqueo infinito, esta lentitud mental, este antifaz de hierro que me oprime la cara? El doctor se encoge de hombros.

​ Aquí vamos por otro intento: mientras pido un nuevo frasco de pastillas en la farmacia, esperando que esta vez sí funcione, comienzo a considerar las ideas más disparatadas. ¿Qué tal que, de hecho, estoy enferma de nostalgia? ¿Será esta la manifestación de una ruptura reciente? No la contaminación ni el polen, no los ácaros ni el polvo que se movilizaron tras la mudanza de muebles sino una reacción alérgica a la ausencia; mi sistema inmunitario diciéndome que echo de menos a una persona.

A ti, lo que te hace falta es llorar, declara una amiga que suele diagnosticar enfermedades imaginarias y recetar remedios postizos con la seguridad de un internista. No adivino cómo decirle que yo lo que quiero es entender: qué ha pasado en mis tuberías internas, qué descompensación, qué cambio orgánico ha trastocado el ritmo de mis vías respiratorias superiores. Pero quizá sea el hartazgo de ver enmudecer al médico, enfrentarme a su desinterés por enésima ocasión, lo que me hace escuchar a mi amiga con oídos más benévolos.

​ ¿Y si, de pura casualidad, está en lo cierto? Me conmina a excretar una tristeza y, con ello, a regresar varios siglos en la historia, a una medicina anterior a ese Hipócrates que trajo la razón y se deshizo de la magia, los mitos. Expurgar un mal del cuerpo: bajo un principio similar se sustentaban los remedios antiquísimos; los egipcios creían que los padecimientos entraban por los orificios humanos y los persas confiaban en curarse haciendo que los demonios saliesen también por las aberturas. Ambas visiones corresponden a las poéticas de la catarsis y del exorcismo: el cuerpo se veía como un empaque que, cuando dejaba de ser hermético, era invadido por un mal. Para vaciar esa vileza se inducían el vómito y las evacuaciones: había que propiciar la purga. Quienes todavía piensan que hay cosas que se curan hablando o a través del llanto responden a rudimentos similares: para aliviarse basta una depuración, aunque sea menos sórdida, mediante las palabras o las lágrimas.

Demian Hirst, *Two People in Love*, 2005. Fotografía de Prudence Cuming Associates © Damien Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SOMAAP 2024Demian Hirst, Two People in Love, 2005. Fotografía de Prudence Cuming Associates © Demian Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SOMAAP 2024


II

Por desesperación, incertidumbre o miedo, el ser humano ha tratado de encontrar cura a sus dolencias en un universo alterno al de la razón científica. El estado vulnerable en el que nos instala la enfermedad —ver nuestra existencia tan frágil y tierna como el fruto húmedo bajo la ruda cáscara de un lichi— es el campo perfecto para cultivar las más extravagantes supersticiones. Durante un tiempo, por ejemplo, se presumió que la música podía aliviar ciertas enfermedades. Fue el caso de la creencia medieval respecto al remedio para el baile de San Vito: a las epidemias de danza se les equiparó con la corea, una enfermedad neurológica cuyo principal síntoma consiste en la presencia de espasmos violentos. Según la sabiduría popular, el piquete de una tarántula originaba estos movimientos incontrolables que se curaban únicamente al ser acompañados por un agitadísimo compás de violines. Por ello el medicamento idóneo, asegura Athanasius Kircher, fue ejecutar el solo de la “Tarantela”, un ritmo sumamente convulso capaz de acompañar a los enfermos en sus temblores involuntarios.

​ A nadie le gusta convalecer y con tal de evitarlo recurrimos a todo aquello que está más allá del espectro de la alopatía, de la observación de la naturaleza, de la lógica. La enfermedad es un abismo: nos empequeñece y lacera con una ferocidad casi ininteligible. Qué sabios, qué racionales somos hasta que algo en el mundo nos sobrepasa y nos conmina a buscar respuestas donde jamás hubiésemos creído. Yo pensaría que en mí no quedan huellas de pensamiento mágico-religioso, pero la urgencia de acabar con el resfriado fantasma me hace regresar en el tiempo a una era de sombras y sospechas.

​ Las explicaciones no científicas muchas veces han dictado que una enfermedad está motivada por factores, más bien, morales; se le equipara con el pecado. Los procedimientos médicos de Mesopotamia lo ejemplifican: el diagnóstico se efectuaba, como ocurre con los doctores contemporáneos, mediante un interrogatorio exhaustivo; no obstante, este se enfocaba en las malas prácticas y decisiones del paciente, pues su propósito era determinar cuál había sido la falta cometida que había propiciado las dolencias. ¿Un robo? ¿Un engaño? ¿Una habladuría, quizá? El examen de su comportamiento, así como una revisión del designio de los astros, le proporcionaba al médico un mapa de los errores del aquejado, lo cual comportaba una antigua forma de la etiología bastante santurrona. La culpa era del enfermo; sus achaques, un escarmiento y expiación. Si el mundo físico se veía a través de los ojos de la moralidad, probablemente se debió a un intento por lidiar con la injusticia de las leyes de la naturaleza. Pensar la salud a la luz de que “cada quien tiene lo que merece” nos instala en una suerte de tranquilidad, pues aceptar que una desgracia es simplemente azarosa y eventual puede resultarnos sumamente doloroso. Si nadie tiene la culpa, nadie puede responsabilizarse ni evitarlo. Esa sentencia nos coloca en un espacio de fragilidad absoluta.


III

Si bien vivimos en una era de adelantos médicos, prevención y nuevos tratamientos, seguimos sosteniendo el peso de esa carga moral en la que se sustentaron los primeros estadios de la medicina. Basta con advertir que muchas supersticiones actuales sobre males y remedios funcionan como juicios sobre el actuar humano. Aluden a la idea antigua de que la salud es sinónimo de honestidad y decencia, como si el cuerpo fuese un retrato de la higiene del alma. Para curar de espanto a los angustiados, frotar alcohol en las sienes; para conciliar el sueño, poner lechuga bajo la almohada; si a alguien le da un aire por salir de casa a deshoras, basta con acercar a sus orejas el filtro de un cigarro encendido; importante el no comer aguacate si estamos enojados o hemos hecho un coraje; tampoco hay que ser asustadizos, ¿qué tal que nos da diabetes? Una breve lista como esta parece mostrarnos algo en común: muchos de los males que tejen nuestro imaginario popular se sustentan en una valoración del temperamento humano. Asustarse o enojarse puede ser letal; también se insiste, aunque sea soterradamente, en no abandonar las paredes del hogar, en temer a la intemperie. Y aunque a veces, de hecho, sí sea notoria cierta relación entre nuestras alteraciones físicas y estados emocionales, la medicina supersticiosa parece recriminarnos por actuar de cierta manera y deja la biología de lado.

​ Pero es que cómo lidiar con lo que no se sabe, con el conocimiento a medias, las zonas grises. En un ultrasonido apenas advertimos siluetas y manchas en aquello donde el médico distingue un riñón saludable. En los valores de una química sanguínea no vemos más que números vacíos de significado. Pero allí siguen las punzadas, el dolor de cabeza o un sordo malestar. Qué ganas de vivir en la isla de Tapróbane donde, decían los antiguos, se gozaba de una vida extensísima sin ninguna enfermedad. O de ser ese músico del que habla Plinio el Viejo, un tal Jenófilo, que existió ciento cinco años sin sufrir el más mínimo deterioro físico. Cuando el cuerpo chirría, aúlla y se fractura no hay otra voluntad que nos guíe que el interés de recuperar la calma. Por ello, resulta casi insufrible cuando no se encuentran las causas de ese malestar , pues el dolor es doble: físico, pero también mental. Al no tener respuesta de qué nos aqueja, al no hallar medicina que nos cure, se vive con total incertidumbre: esa otra aflicción que nos lacera como una punzada terrible sin descanso.

Demian Hirst, *These Days*, 2008-2009. Fotografía de Prudence Cuming Associates © Demian Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SOMAAP 2024Demian Hirst, These Days, 2008-2009. Fotografía de Prudence Cuming Associates © Demian Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SOMAAP 2024


IV

Las preguntas de la enfermedad —¿por qué a mí?, ¿por qué a nosotros?, ¿por qué ahora?— se respondieron durante muchos siglos a partir de un designio proveniente del orbe no terrenal. Basta con ver aquellas pinturas anónimas del Medioevo con títulos tan sugerentes como La peste como castigo divino (1424) donde el dios judeocristiano rompe el cielo a la mitad y, desde ahí, lanza sus dardos fatídicos hacia los mortales que caen devastados en hordas. Si las personas intentaron combatir la proliferación de bubas con misas, rogativas y procesiones fue por esa convicción de que su dios los castigaba por un relajamiento moral colectivo. Mal hicieron, en particular, aquellos flagelantes que, al lastimar sus espaldas con puntas metálicas en aras de ser perdonados por el creador, dispusieron su cuerpo como un nuevo foco de infección que propagó aún más la funesta plaga.

​ Ya los griegos nos habían enseñado a temer la cólera divina que puede dañar nuestra salud: allí está el flechador Apolo que se venga del rapto de Criseida, en el primer canto de la Ilíada, extendiendo una pestilencia entre los aqueos; o la Tebas asediada por aquella peste que castiga los ciegos crímenes de Edipo. Desde los albores de la humanidad, la enfermedad fue vista como el resultado de una ofensa a los inmortales, una oportunidad para que ejercieran su poder sobre nuestras endebles figuras. La plaga como venganza se observa incluso en divinidades sumerias como Nergal, el señor de la enfermedad y de la guerra, quien, rodeado de siete fieros escorpiones, multiplicaba su maldad infectando a los mortales desdichados.

​ Algunos sociólogos afirman que, aún hoy, al menos el 50 % de los mexicanos atribuye sus dolencias y enfermedades críticas a un castigo religioso, de la vida o el destino. Lo sobrenatural continúa fungiendo como una vía de aceptación de la fragilidad humana a grados alarmantes, pues en muchas ocasiones llega a poner aún más en riesgo nuestra salud. Si la perpetuación de la medicina informal parece inocua en quienes recomiendan curar un resfriado con un tequilita, puede ser mortífera en aquellos casos extremos donde las afecciones más perniciosas se tratan con cristales, vibraciones o recetas sacadas de la manga. Nuestro deseo de magia puede convertir el antídoto en el veneno, como lo comprueba el antiguo uso medicinal del mercurio. Durante casi cinco siglos fue empleado para curar, principalmente, afecciones como la sífilis; hoy en día conocemos que su toxicidad para el cuerpo humano es portentosa. O qué decir del ya extinto tratamiento para una gripe mediante los enemas propinados con el maloliente y nocivo humo del tabaco.

​ Por fortuna, eso sí, ahora nadie se atrevería a intentar curar mi catarro misterioso con prácticas tan osadas como esas. Pero, por desgracia, sigo sin saber a ciencia cierta qué detonó mi rinorrea: mis molestias continúan y parece cada vez más difícil hallar el fármaco que me libre de ellas. No me queda nada más que ejercitar la paciencia con el médico que me ignora y esperar a que mi cuerpo logre reponerse por cuenta propia. Eso o probar las supersticiones milenarias: llorar las penas no lloradas, frotar mis manos con manteca, convertirme en devota de la herbolaria medicinal, usar pulseras de ámbar, pedir perdón a los dioses por aquello que los ha ofendido. Cualquier cosa, lo que sea, con tal de tener un poco de tranquilidad. Porque —como suele ocurrir en un país tan desigual como el nuestro, con consultorios llenos y especialistas impagables— ya no quiero sentirme mal, pero no sé qué más hacer para remediarlo. Es en momentos como estos cuando uno recuerda que no hay mayor ciencia de la vida, mayor certeza ni verdad que una sola: más me vale sentirme mejor, cueste lo que cueste, porque no encontraré una cita en el seguro social —si bien me va— hasta dentro de dos meses.


Escucha el Bonus track de Laura Sofía Rivero, con Fernando Clavijo

Demian Hirst, *Fruit Salad*, 2016. Fotografía de Prudence Cuming Associates © Demian Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, *DACS/SOMAAP* 2024Demian Hirst, Fruit Salad, 2016. Fotografía de Prudence Cuming Associates © Demian Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SOMAAP 2024

Imagen de portada: Demian Hirst, Fruit Salad, 2016. Fotografía de Prudence Cuming Associates © Damien Hirst y Science Ltd. Todos los derechos reservados, DACS/SOMAAP 2024