El mundo que perdemos

Extinción / dossier / Noviembre de 2017

Eugenio Fernández Vázquez

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La tristeza de los simios

Se parece a escuchar un diagnóstico incurable. Da igual si conocemos al paciente o no: siempre deja la sensación de ser algo terriblemente injusto, absurdo y doloroso. Así nos sentimos cuando, frente a una amplia jaula del zoológico de Budapest, Gábor Simonyi, encargado de comunicación del parque, nos habló del destino de los monos que la ocupaban. Había diez o doce simios de torso anaranjado —“mangabeyes de vientre dorado”, me corrigió después— que mataban el tiempo saltando de rama en rama, o rompiendo cocos contra el piso. “Los de su especie ocupan un terreno diminuto en el Congo, que cada vez se reduce más, y las amenazas no cejan”, nos comentó Simonyi con tristeza. Nos contó también que por un tiempo hubo esperanza para los mangabeyes, porque, aunque nosotros no notáramos la diferencia, en aquella docena de monos había un macho y el resto eran hembras. El problema había sido que las simias despreciaron al semental y el pobre no había logrado aparearse con ninguna de sus congéneres; su falta de habilidades para la seducción y la inapetencia de las hembras aumentaba la posibilidad de que se extinguieran. Sin perder esa sonrisa discreta y rígida tan parecida a la que ponen los médicos para protegerse del dolor de sus pacientes, Simonyi remató el diagnóstico con una disculpa que no sirvió de nada: “No es del todo culpa suya. Ningún zoológico ha logrado reproducirlos en cautiverio, así que muy probablemente éstos serán los últimos de su especie”. Los miré de nuevo y encontré en ellos, como en todos los simios en cautiverio, una expresión de tristeza, de melancolía, que les opacaba el rostro. Wisława Szymborska la vio también en otros monos, y advirtió que es terriblemente infecciosa: sus ojos, sostenía, “hundían en una tristeza imprevisible / hasta a los mismos ángeles”. Detrás de esa expresión oscura, Szymborska adivinaba su calidad de casandras animales: saben del futuro negro que nos acecha, de la extinción que se nos viene encima, pero nadie les cree. “¿De qué reírse aquí?”, se preguntan. ¿A qué sonreír si todo va irremediablemente hacia su fin? En libertad, por el contrario, los monos parecen mucho menos conscientes de las amenazas que se ciernen sobre ellos y se entregan a una vida vigilante, pero que parece placentera. En la selva de Quintana Roo, por ejemplo, me topé con un saraguato que nos vigilaba desde lo alto de un ficus. En cuanto se supo descubierto, nos amenazó con un gruñido y dio a su grupo la voz de alarma con un grito que lo estremeció todo, y los demás respondieron con rugidos igual de sobrecogedores. Cuando dio por cumplida su misión de centinela, saltó con enorme agilidad de una rama a otra y se hundió en el laberinto verde y húmedo de la jungla. Si algo alcancé a ver entre sus enormes fauces fue cierto desdén hacia nosotros, pero nunca nostalgia. A diferencia de sus colegas enjaulados, ese saraguato no sabía que la supervivencia de su especie pende de un hilo, que la Selva Maya que habita está amenazada por los hoteleros, por los plantíos de soya, por los pesticidas de Monsanto. Bendecido por la ignorancia, mantenía la entereza de quien sabe que el mundo es suyo, aunque sea por ahora.

Aloys Aloys Zötl, Siamang gibbon, 1883

El silencio de las aves

Así como la presencia de los saraguatos se descubre más fácil con los oídos que con los ojos, gracias a los rugidos que sacuden la selva, el silencio que dejan las aves al partir es sobrecogedor. Poco después de visitar la selva de Quintana Roo estuve en Tapalpa, Jalisco. Caminaba con mi padre por un bosque de pinos cuando de pronto hizo un alto. Miró a su alrededor, como si algo que no identificaba estuviera fuera de lugar. Avanzó dos pasos más, y pareció entender lo que faltaba. “Cuando éramos chicos, aquí nunca estaba tan callado”, dijo. “Siempre se oían los pájaros carpinteros pegándole a los árboles.” Recordó también que los ecos de su tamborileo incesante llenaban esos cerros y aquel nuevo silencio le parecía como un trozo de infancia perdido sin remedio, como cuando desaparece una heladería a la que íbamos de niños o cuando muere un maestro al que se recordaba con cariño. El silencio de las aves hace que los bosques parezcan un cascarón vacío. Los árboles, después de todo, no son sino las columnas que sostienen el resto del ecosistema, y si ese ecosistema calla, el andamiaje pierde sentido, se convierte en un armazón inútil, en el esqueleto inerte de algo que tuvo carne y color, y que fue muy bello. Lo mismo pasa en las ciudades. En muchas partes de la Ciudad de México, los mirlos anuncian la salida del sol como lo hacen los gallos en el campo. Es un canto semejante al clarinete, y por momentos parece una conversación: el mirlo avisa que va a hablar, después suelta una frase y cierra con un silbido que repite varias veces. Cuando ese canto no acompañe al sol que se asoma sobre los volcanes, la capital habrá quedado a merced del escape de los camiones y de las sirenas de la policía. Como la niñez de mi padre, de la que no quedó más que silencio, de la ciudad no nos quedará más que el ruido y el esmog. Tristemente, esto lleva mucho tiempo ocurriendo. Hace más de medio siglo que Rachel Carson, una bióloga y escritora estadounidense, escribió sobre la primavera silenciosa a la que los pájaros, simplemente, no llegaron, y sobre las ciudades que perdieron su canto. Lo que Carson mostró es que, para cubrir de maíz, trigo, avena y otros monocultivos las enormes extensiones del corazón agrícola de su país, se había rociado con DDT y otros químicos todo lo que no fuera un cultivo. El resultado fue una hecatombe de proporciones nunca vistas. Murieron aves de todas las especies, los depredadores de las aves y las plantas, que de cualquier forma se plagaron porque las pestes y los insectos mostraron una enorme resistencia al veneno. Cinco décadas más tarde, el DDT está prohibido, pero las cosas no han cambiado. Hoy sabemos que el problema no era solamente el pesticida, sino el afán de controlar por completo el orden natural. Y en eso seguimos siendo los mismos.

La oscuridad de las mariposas

Ya lo lamentaba José Emilio Pacheco: la humanidad siente un profundo desdén por la fantasía. En cambio, tiene un gusto insaciable por lo servil:

Matamos al centauro y al unicornio. Sepultamos al fénix en sus cenizas. Conservamos la vaca, el perro, el conejo: Tiene indudable riesgo el inconformismo.

Aun cuando de dientes para afuera se afirme que amamos a los quetzales, los pumas o los tapires, mientras no se sujeten a nuestros designios —o al menos a los designios de los más poderosos— seguirán amenazados. Ninguno de ellos gusta lo suficiente como para que sus bosques sean respetados, pues ocupan un espacio que muchos preferirían ver cubierto por algo mucho más simple y uniforme: monocultivos de soya, palma africana, leguminosas que se vendan en dólares; pastizales para el ganado que rumia sin rebeldía y establos de cerdos que engordan para nuestro deleite. Ya no se usa DDT, pero sí glifosato y otros tóxicos similares, que tienen nuevas víctimas. La mariposa monarca, que lo había resistido todo, está amenazada por la agricultura industrial. En su larguísima migración, que toma tres generaciones y a veces lleva a estos insectos desde Canadá hasta las Islas Canarias, el primer relevo paraba a reproducirse en los grandes campos del centro de Estados Unidos. La segunda generación nacía de los huevos que esas primeras viajeras ponían en el algodoncillo, una planta que lo aguanta casi todo y que había sobrevivido a cien años de agroquímicos y agricultura industrial. Entonces llegó el glifosato, diseñado explícitamente para acabar con ella. Lo único que sobrevive a ese veneno son las plantas modificadas genéticamente para resistirlo. Hoy, las mariposas monarcas que logran llegar más allá del río Bravo son muy pocas. Hace dos años fui a buscarlas al santuario de la comunidad de Corral de Piedra, en la frontera entre Michoacán y el Estado de México. Esperaba deslumbrarme con las ramas de oyamel que las mariposas tornaban antorchas, doblándolas con su peso y encendiéndolas con sus alas de colores ígneos. Apenas pude verlas. Quedaban algunos enjambres allá, lejos en lo alto. Si antes envolvían a los visitantes con su aleteo tranquilo que pintaba el cielo de naranja, ahora apenas echaban un poco de sombra. El guía que me acompañaba se disculpó, apenado. “Hacemos lo que podemos”, dijo. “Ya no tiramos árboles y al contrario: donde habíamos cortado madera ahora sembramos oyameles, pero esto pasa mucho más lejos que nuestro ejido. El problema ya no son nuestros bosques, que se recuperaron. El problema es que los pesticidas las matan en el camino”.

Las causas del suicidio

Al hablar de la primavera silenciosa, Carson evoca las palabras de Paul Shepard, pionero del ambientalismo, para hacerse una pregunta que cada día es más pertinente:

¿Por qué deberíamos tolerar una dieta de venenos débiles, vivir en un ambiente insípido, un círculo de conocidos que no son del todo nuestros enemigos, el ruido de motores que por poco nos vuelve locos? ¿Quién querría vivir en un mundo que está a un paso de ser fatal?

A veces la avaricia y la soberbia del poder pueden más que las ganas de llevar una vida luminosa. Para mostrarse verdaderamente imperiales, los romanos cazaron casi hasta la extinción al león del Atlas. Julio César llegó a tener 600 ejemplares y todos los imperios que siguieron al suyo se ensañaron con ese magnífico felino. Los últimos fueron los ingleses, que además de apresarlo para exhibirlo en su isla, introdujeron el rifle de repetición en el Magreb, al norte del Sahara: los cazadores locales terminaron la tarea de acabar con el más bello de los leones y con todas sus presas. Hoy no quedan más que fotografías en sepia y esculturas en mármol. En otras ocasiones, el miedo y la superstición han sido el motor de ese “trágico impulso humano”, como lo llamaba José Emilio Pacheco, de “destruir lo mismo al semejante que al distinto”. Es lo que les ha pasado a los murciélagos, entre otros animales amenazados. Como recoge una canción infantil muy reciente, estos mamíferos voladores tienen mala fama “y fueron Drácula y Batman los que armaron este enredo”; a veces la rabia contra ellos está justificada, aunque la ignorancia la multiplica hasta salirse de toda proporción. Así ocurría en las montañas del centro de Guerrero hasta hace apenas unos años. Los campesinos de la zona sabían que los murciélagos chupaban la sangre de las vacas y las contagiaban de una enfermedad mortal, así que hacían todo lo posible por erradicarlos, echando humo en sus cuevas para no darles cuartel. Lo que no sabían era que la especie dañina es sólo una de las muchas que hay en la región; las demás no sólo son inofensivas, sino necesarias. Como aprendieron esos mismos campesinos de la mano de Catarina Illsley —extraordinaria bióloga y promotora del desarrollo rural—, si hubieran tenido éxito en su campaña contra los murciélagos se habrían quedado sin agave para vender el mezcal del que viven: los murciélagos polinizan sus flores al alimentarse del néctar —como abejas gigantes—, y son clave para poder reproducirlo. El suicidio —eso es atentar contra el planeta: un suicidio en cámara lenta— nunca pasa porque sí. Ocurre porque la soberbia nos hace sentir inmortales, que perdamos el miedo y, con él, el instinto de supervivencia. Ocurre también porque, a veces, el miedo a lo vivo puede más que el miedo a la muerte. Lo bueno es que, a diferencia de las extinciones, tanto la soberbia como el miedo tienen remedio, y ese remedio está en nuestras manos.

La curiosidad como remedio

Ese impulso arrasador que nos deja sin pájaros carpinteros, sin mangabeyes, sin leones, sin murciélagos ni mariposas, como ya nos dejó sin dodos, sin rinocerontes negros y sin cuagas, tiene cura. El remedio pasa, al menos en parte, por aprender a maravillarnos ante lo que nos rodea. Para lograrlo hace falta educar la sensibilidad, tanto el corazón como la cabeza. Para poder disfrutar la danza del unicornio —¿quién hubiera pensado que, para existir, se refugió en el Ártico y se hizo narval?—, para deleitarse con el canto de las aves y la mirada de los monos, hay que reforzar nuestra capacidad de asombro mediante la curiosidad y el aprendizaje. Hay que entender, por ejemplo, que en los patrones que adornan el lomo de cada rana va inscrita la historia del mundo. ¿Cuántas generaciones de anfibios a los que salió una mancha como a nosotros nos sale un lunar, cuántas casualidades que pusieron al sapo del lunar a salvo de la serpiente y en el camino de la hembra, cuántos millones de huevecillos escondidos en la bromelia más alta de la selva, cuántos brincos asustados de charco en charco hay detrás de ese patrón? En su lomo, este anfibio lleva las marcas de millones de años de vidas y muertes. En la piel, cada batracio lleva la marca de las incontables generaciones que lo precedieron en esas mismas aguas, desde mucho tiempo antes de que nuestra especie llegara a existir. Saberlo y sentirlo son la única manera de entusiasmarnos por su defensa. Hay que entender, también, que lo que vemos son apenas unos cuantos hilos de una amplia red que sostiene nuestro mundo. Hace apenas unos años lo explicó el ecologista británico George Monbiot: los lobos cambian el curso de los ríos. Cuando regresaron estos depredadores al parque de Yellowstone, en Estados Unidos, alejaron a los venados de la orilla de los arroyos y, con ello, permitieron que volviera la vegetación. Detonaron entonces una reacción en cadena por la cual volvieron las moras a nacer en los cauces, y con ellas llegaron las aves. Los ríos recuperaron sus remansos y en ellos reaparecieron los peces, y tras los peces, los osos. Cauce abajo, gracias a los lobos, en lugar de las grandes avenidas de agua que todo lo inundaban en época de lluvias, los pueblos recuperaron sus riachuelos, y con ellos la pesca. Al final, los lobos devolvieron al hombre un mundo que se había perdido. Entender eso y saber aunque sea un poco de una especie, apenas lo suficiente para asombrarse, es abrir la puerta para una nueva relación con la biosfera. Por eso es tan importante la labor del maestro Gregorio que Manuel Rivas retrató en el cuento “La lengua de las mariposas”. Don Gregorio, como los buenos maestros de biología, no enseñaba a memorizar listas, enseñaba a admirar el mundo, a sentir curiosidad por él —“¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las mariposas”—. Con inteligencia y sensibilidad podemos inventar una forma nueva de estar en el mundo, una que no implique el suicidio con glifosato, que no nos condene a ocupar un planeta apenas habitable. Si aprendemos a asombrarnos con la lengua de las mariposas, podremos salvarnos del silencio que nos acecha.

Imagen de portada: Aloys Zötl, Rhinoceros sinus, 1861.