Ola Ke Ase

16 de octubre de 2017

Revoluciones / multimedia / Octubre de 2017

Antonio Ortuño

A las revoluciones del arte, la lengua y el pensamiento las entendemos, a veces, como obras exclusivas de las vanguardias. Digo a veces porque el concepto de “vanguardia” es relativamente una novedad, pese al siglo y cacho que lleva girando por el mundo. Y también porque, por otro lado, es posible sostener que no todas y ni siquiera la mayor parte de esas revoluciones han sido propulsadas por las vanguardias, o al menos por artistas y creadores que entendieran su trabajo y a sí mismos bajo tal parámetro. Pero lo indudable es que, desde hace ese siglo y cacho dichoso, llamamos vanguardias a muchas de las tendencias que proponen revoluciones en el arte y que algunas de esas revoluciones han triunfado y sus postulados, que se sobreentiende que resultaban abrasivos o temerarios al formularse, han pasado a formar parte del arcón de recursos del común de los artistas (y los mortales). Verbigracia, cualquier vampiro de una saga de cinco tomos actual es capaz de emplear el monólogo interior, técnica que aunque no viene solamente de Joyce, sí que saltó a los terrenos de lo habitual a partir de él (en este caso, es probable que a través de la lectura de Faulkner y autores posteriores y gracias a mecanismos como los talleres de escritura creativa). Recuerdo, y éste es ya otro ejemplo, a un profesor de dibujo que, blandiendo en la mano una Trapper Keeper (una carpeta de anillas, ilustrada y con guardas que se cerraban con velcro), nos hablaba del triunfo del surrealismo. El Trapper tenía trazado, en la portada, con una técnica de representación entre hiperrealista y cursi, lo siguiente: un helado, unos labios (en otra proporción, menor), un automóvil convertible, un ojo, serpentinas, líneas de colores chillantes y, dato importante, un zapato solitario. “Esto es digno de un Dalí trocado en decorador masivo”, decía el profesor. Y luego reconocía la posibilidad de que Dalí hubiera querido ser, justamente, eso. En cualquier caso, las prácticas que un día fueron rupturistas habían terminado en la portada de una carpeta de anillas de venta al por mayor y allí había, implícito, un comentario sobre quiénes éramos y hacia dónde íbamos como sociedad… Sobrarán teóricos o sentimentales que estimen que el triunfo de las vanguardias es su fracaso, puesto que el verdadero espíritu rompedor debe consistir en la capacidad de retar las convenciones y que los recursos artísticos que develen o empleen los vanguardistas no deben jamás ser fines, sino sólo instrumentos, ya que su conversión en recursos populares los debería descartar, automáticamente, como válidos para los audaces de cepa. Sin embargo, son pocos, si alguno, quienes consiguen reinventarse con la suficiente velocidad y profundidad como para cumplir con ese requerimiento (Breton no saltó de la poesía surrealista al existencialismo: la inteligencia humana tiene sus límites). Hay un reverso de esta circunstancia, por supuesto: el fracaso absoluto y el olvido. Pocas cosas tan inquietantes como un vanguardista que naufraga y cuyos recursos no pasan a formar parte de ese arcón común sino que permanecen, si acaso y en la memoria de unos pocos, como reliquias o cachivaches, y lo dejan reducido a una suerte de pieza de vitrina en el museo del quise y no pude. Claro: no faltará quien entienda a los vanguardistas frustrados como la reserva moral de la subversión y como iniciadores de convulsiones que quizá en un futuro hipotético puedan salir de entre el polvo y escupirse en la cara de la convención otra vez y con mejor fortuna pública. Pero en el fondo y aun en la superficie, ¿quién piensa en ellos? ¿Quién en el mundo de las letras reconoce, por ejemplo, a mi paisano, el jalisciense Alberto Magno Brambila Pelayo, fundador de la Ortografia Rasional Ispanoamerikana? (si quieren saber más de él, por cierto, Marius Serra publicó un amplio artículo en el número de julio pasado de la Revista de la Universidad de México). Al frente del Grupo Central de Ortógrafos Revolucionarios, Brambila propugnó romper con la Real Academia y edificar una nueva ortografía que se correspondiera con la pronunciación del castellano en América Latina. Su quincenario llamado Orto-Gráfiko (es hora que a un amigo argentino le da un ataque de risa neurótica cada vez que lo mencionamos) fue el órgano difusor de lo que se pretendía, al calor del espíritu de la post Revolución Mexicana, como una revuelta profunda e invencible. ¿Qué pasó? Nada. A la gente le dio risa don Alberto y el mundillo cultural lo miró como a un excéntrico de pueblo. Pese a haber alcanzado unos respetables 90 años, murió en el olvido. Su figura encontró aplausos inesperados, con todo. Cortázar llegó a articular el capítulo 69 de Rayuela como una suerte de homenaje a la Ortografia Rasional Ispanoamerikana y hasta citó a Orto-Gráfiko en él (en su calidad de argentino, es de suponer que también le habrán dado accesos de risa histérica al pensar en el nombrecito). Y poco más. Los optimistas dicen que el lenguaje adolescente de la mensajería instantánea, cuya cumbre ha sido expresada por fenómenos como la viralización de la frase “Ola Ke Ase” (la del meme de la llama con el gesto chueco), pareciera estar inspirado en la Ortografía Rasional, lo que no deja de ser un chiste, ya que es un hecho que el común de los mortales ignora la visión e ideario de don Alberto Magno. Vaya: para escribir un WhatsApp que diga “Ola Ke Ase” no hace falta compartir la ideología anticolonial y libertaria de Orto-Gráfiko. No se trata de otro caso de vanguardia triunfadora sino de una vulgar coincidencia. Es imposible saber si las formas más o menos brutales de la lengua de los mensajes instantáneos acabarán por comerse al idioma y hasta la literatura como los conocemos. De cualquier forma, si sucede, se deberá a un fenómeno incierto y más o menos caótico, que nada tiene que ver con los manifiestos y teorías de don Alberto. ¿Puede la vanguardia ganar sus batallas por default o chiripa, a contrapelo de su voluntad programática? ¿Puede una revolución existir sin vanguardia dirigente? A veces, me temo, es inevitable que suceda así.

Imagen de portada: Fotografía de la sala Mae West del Teatro-Museo Dalí.