Amuleto

Fragmento de novela

M68 / dossier / Octubre de 2018

Roberto Bolaño

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Y así llegué al año 1968. O el año 1968 llegó a mí. Yo ahora podría decir que lo presentí. Yo ahora podría decir que tuve una corazonada feroz y que no me pilló desprevenida. Lo auguré, lo intuí, lo sospeché, lo remusgué desde el primer minuto de enero; lo presagié y lo barrunté desde que se rompió la primera piñata (y la última) del inocente enero enfiestado. Y por si eso no fuera poco podría decir que sentí su olor en los bares y en los parques en febrero o en marzo del 68, sentí su quietud preternatural en las librerías y en los puestos de comida ambulante, mientras me comía un taco de carnitas, de pie, en la calle San Ildefonso, contemplando la iglesia de Santa Catarina de Siena y el crepúsculo mexicano que se arremolinaba como un desvarío, antes de que el año 68 se convirtiera realmente en el año 68. Ay, me da risa recordarlo. ¡Me dan ganas de llorar! ¿Estoy llorando? Yo lo vi todo y al mismo tiempo yo no vi nada. ¿Se entiende lo que quiero decir? Yo soy la madre de todos los poetas y no permití (o el destino no permitió) que la pesadilla me desmontara. Las lágrimas ahora corren por mis mejillas estragadas. Yo estaba en la facultad aquel 18 de septiembre cuando el ejército violó la autonomía y entró en el campus a detener o a matar a todo el mundo. No. En la universidad no hubo muchos muertos. Fue en Tlatelolco. ¡Ese nombre que quede en nuestra memoria para siempre! Pero yo estaba en la facultad cuando el ejército y los granaderos entraron y arrearon con toda la gente. Cosa más increíble. Yo estaba en el baño, en los lavabos de una de las plantas de la facultad, la cuarta, creo, no puedo precisarlo. Y estaba sentada en el wáter, con las polleras arremangadas, como dice el poema o la canción, leyendo esas poesías tan delicadas de Pedro Garfias, que ya llevaba un año muerto, don Pedro tan melancólico, tan triste de España y del mundo en general, qué se iba a imaginar que yo lo iba a estar leyendo en el baño justo en el momento en que los granaderos conchudos entraban en la universidad. Yo creo, y permítaseme este inciso, que la vida está cargada de cosas enigmáticas, pequeños acontecimientos que sólo están esperando el contacto epidérmico, nuestra mirada, para desencadenarse en una serie de hechos causales que luego, vistos a través del prisma del tiempo, no pueden sino producirnos asombro o espanto. De hecho, gracias a Pedro Garfias, a los poemas de Pedro Garfias y a mi inveterado vicio de leer en el baño, yo fui la última en enterarse de que los granaderos habían entrado, de que el ejército había violado la autonomía universitaria, y de que mientras mis pupilas recorrían los versos de aquel español muerto en el exilio los soldados y los granaderos estaban deteniendo y cacheando y pegándole a todo el que encontraban delante sin que importara sexo o edad, condición civil o status adquirido (o regalado) en el intrincado mundo de las jerarquías universitarias. Digamos que yo sentí un ruido. ¡Un ruido en el alma! Y digamos que después el ruido fue creciendo y creciendo y que ya para entonces yo presté atención a lo que pasaba, oí que alguien tiraba de la cadena de un wáter vecino, sentí un portazo, pasos en el pasillo, y el clamor que subía de los jardines, de ese césped tan bien cuidado que enmarca la facultad como un mar verde a una isla siempre dispuesta a las confidencias y al amor. Y entonces la burbuja de la poesía de Pedro Garfias hizo blip y cerré el libro y me levanté, tiré de la cadena, abrí la puerta, hice un comentario en voz alta, dije che, qué pasa afuera, pero nadie me respondió, todas las usuarias del baño habían desaparecido, dije che, ¿no hay nadie?, sabiendo de antemano que nadie me iba a contestar, no sé si conocen la sensación, una sensación como de película de miedo, pero no de esas en donde las mujeres son sonsas sino de esas en donde las mujeres son inteligentes y valientes o en donde al menos hay una mujer inteligente y valiente que de repente se queda sola, que de repente entra en un edificio solitario o en una casa abandonada y pregunta (porque ella no sabe que el lugar en donde se ha metido está abandonado) si hay alguien, alza la voz y pregunta, aunque en realidad en el tono con que hace la pregunta ya va implícita la respuesta, pero ella pregunta, ¿por qué?, pues porque ella básicamente es una mujer educada y las mujeres educadas no podemos evitar serlo en cualquier circunstancia en que la vida nos ponga, ella se queda quieta o tal vez da algunos pasos y pregunta y nadie, evidentemente, le responde. Así que yo me sentí como esa mujer, aunque no sé si lo supe en el acto o lo sé ahora, y también di unos cuantos pasos como si caminara por una enorme extensión de hielo. Y luego me lavé las manos, me miré en el espejo, vi una figura alta y flaca, con algunas, demasiadas ya, arruguitas en la cara, la versión femenina del Quijote como me dijera en una ocasión Pedro Garfias, y después salí al pasillo, y ahí sí que me di cuenta enseguida de que pasaba algo, el pasillo estaba vacío, sumido en sus desvaídos colores crema, y la gritería que subía por las escaleras era de las que atontan y hacen historia.

Alcira en la casa de descanso de su amiga María Adela, Cuernavaca, 1956. Cortesía de la Familia Gabard Soust. Incluida en la exposición Alcira Soust Scaffo, MUAC

¿Qué hice entonces? Lo que cualquier persona, me asomé a una ventana y miré hacia abajo y vi soldados y luego me asomé a otra ventana y vi tanquetas y luego a otra, la que está al fondo del pasillo (recorrí el pasillo dando saltos de ultratumba), y vi furgonetas en donde los granaderos y algunos policías vestidos de civil estaban metiendo a los estudiantes y profesores presos, como en una escena de una película de la Segunda Guerra Mundial mezclada con una de María Félix y Pedro Armendáriz de la Revolución Mexicana, una película que se resolvía en una tela oscura pero con figuritas fosforescentes, como dicen que ven algunos locos o las personas que sufren repentinamente un ataque de miedo. Y luego vi a un grupo de secretarias, entre las que creí distinguir a más de una amiga (¡en realidad creí distinguirlas a todas!), que salían en fila india, arreglándose los vestidos, con las carteras en las manos o colgadas del hombro, y después vi a un grupo de profesores que también salía ordenadamente, al menos tan ordenadamente como la situación lo permitía, vi gente con libros en las manos, vi gente con carpetas y páginas mecanoscritas que se desparramaban por el suelo y ellos se agachaban y las recogían, y vi gente que era sacada a rastras o gente que salía de la facultad cubriéndose la nariz con un pañuelo blanco que la sangre ennegrecía rápidamente. Y entonces yo me dije: quédate aquí, Auxilio. No permitas, nena, que te lleven presa. Quédate aquí, Auxilio, no entres voluntariamente en esa película, nena, si te quieren meter que se tomen el trabajo de encontrarte. Y entonces volví al baño y mira qué curioso, no sólo volví al baño sino que volví al wáter, justo el mismo en donde estaba antes, y volví a sentarme en la taza del wáter, quiero decir: otra vez con la pollera arremangada y los calzones bajados, aunque sin ningún apremio fisiológico (dicen que precisamente en casos así se suelta el estómago, pero no fue ciertamente mi caso), y con el libro de Pedro Garfias abierto, y aunque no quería leer me puse a leer, lentamente al principio, palabra por palabra y verso por verso, aunque poco después la lectura fue acelerándose hasta que finalmente se hizo enloquecedora, los versos pasaban tan rápidos que apenas me era posible discernir algo de ellos, las palabras se pegaban unas con otras, no sé, una lectura en caída libre que, por otra parte, la poesía de Pedrito Garfias apenas pudo resistir (hay poetas y poemas que resisten cualquier lectura, otros, la mayoría, no), y en ésas estaba cuando de repente oí ruido en el pasillo, ¿ruido de botas?, ¿ruido de botas claveteadas?, pero che, me dije, ya es mucha coincidencia, ¿no te parece?, ¡ruido de botas claveteadas!, pero che, me dije, ahora sólo falta el frío y que una boina me caiga encima de la cabeza, y entonces escuché una voz que decía algo así como que todo estaba en orden, mi sargento, puede que dijera otra cosa, y cinco segundos después alguien, tal vez el mismo cabrón que había hablado, abrió la puerta del baño y entró.

· · ·

Y yo, pobre de mí, oí algo similar al rumor que produce el viento cuando baja y corre entre las flores de papel, oí un florear de aire y agua, y levanté (silenciosamente) los pies como una bailarina de Renoir, como si fuera a parir (y de alguna manera, en efecto, me disponía a alumbrar algo y a ser alumbrada), los calzones esposando mis tobillos flacos, enganchados a unos zapatos que entonces tenía, unos mocasines amarillos de lo más cómodo, y mientras esperaba a que el soldado revisara los wáters uno por uno y me disponía moral y físicamente, llegado el caso, a no abrir, a defender el último reducto de autonomía de la UNAM, yo, una pobre poetisa uruguaya, pero que amaba México como la que más, mientras esperaba, digo, se produjo un silencio especial, un silencio que ni los diccionarios musicales ni los diccionarios filosóficos registran, como si el tiempo se fracturara y corriera en varias direcciones a la vez, un tiempo puro, ni verbal ni compuesto de gestos o acciones, y entonces me vi a mí misma y vi al soldado que se miraba arrobado en el espejo, nuestras dos figuras empotradas en un rombo negro o sumergidas en un lago, y tuve un escalofrío, helas, porque supe que momentáneamente las leyes de la matemática me protegían, porque supe que las tiránicas leyes del cosmos, que se oponen a las leyes de la poesía, me protegían y que el soldado se miraría arrobado en el espejo y yo lo oiría y lo imaginaría, arrobada también, en la singularidad de mi wáter, y que ambas singularidades constituían a partir de ese segundo las dos caras de una moneda atroz como la muerte. Hablando en plata: el soldado y yo permanecimos quietos como estatuas en el baño de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, y eso fue todo, después oí sus pisadas que se marchaban, escuché que se cerraba la puerta y mis piernas levantadas, como si decidieran por sí mismas, volvieron a su antigua posición.

Carta de Alcira Soust Scaffo a Salomé Bolaño [no enviada], ca. febrero-marzo de 1978. Cortesía de la familia Gabard Soust. Incluida en la exposición Alcira Soust Scaffo, MUAC