El paraíso perdido: Paseo por los centros comerciales

M68 / panóptico / Octubre de 2018

Julieta García González

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En el corazón urbano de la Ciudad de México se encuentra el Estadio Azul. La colonia que rodea al edificio, y a la Plaza de toros Monumental de México, lleva como nombre Ciudad de los Deportes porque a inicio de la década de los cuarenta, un empresario yucateco llamado Neguib Simón Jalife compró más de un millón y medio de metros cuadrados para llevar a cabo una fantasía deportiva. Habría, donde antes estuvieron una ladrillera y el rancho de San Carlos, desde albercas hasta boliches y arenas para box, restaurantes y jardines. En 1946 se estrenaron tanto el estadio como la plaza de toros (el coso más grande del mundo, a la fecha). Jalife encajaba en un momento en que los empresarios y los políticos tenían enormes aspiraciones y pensaban realizarlas a través de obras públicas que dejaran a la posteridad saber de su grandeza. Con los años, la zona se transformó a la par que la visión de lo que se atesora en una ciudad y en un país: ahora, el Estadio Azul se convertirá en un centro comercial.

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Los espacios donde se congregan las personas reflejan la idea que de sí mismas tienen las sociedades. Suelen ser los lugares en los que se vierten las creencias y las obsesiones colectivas, las filias y las fobias. Occidente construyó, durante siglos, plazas en torno a templos e iglesias. En las plazas se ejecutaban los castigos ejemplares: la pica, la guillotina, el cadalso y el flagelo estaban ahí. Pero también eran el lugar para las alegrías y celebraciones: a ellas entraban triunfales los ejércitos para ser admirados y aplaudidos por todos. Las fiestas más notables de los pueblos se celebraron siempre en las plazas públicas, al amparo de un templo, un edificio gubernamental y sitios para disipar las penas y llenar el estómago. Cuando nacieron los centros comerciales como los conocemos hoy en día, la idea del mundo se había transformado. Fue en 1956, con la inauguración del Southdale Center en Edina, Minnesota, que nació el centro comercial del que se desprendería el resto. Era la posguerra y sucedía en Estados Unidos; es decir, era el futuro con techos y paredes. No había en el horizonte cambio climático, defaunación o migraciones masivas. Las desgracias eran el pasado, lo que venía era el bienestar. Las ciudades norteamericanas se proponían como modelos a seguir, con sus anchos caminos para autos y ciudades satelitales llamadas “suburbios” para vivir sin los rigores urbanos. Ese entorno fue propicio para que el arquitecto Víctor Gruen —un refugiado judío, austriaco, nacido en 1903— pusiera en práctica una idea que le rondaba la cabeza. En vista de que estas ciudades y sus satélites no tenían zonas de reunión como las de Viena, su ciudad natal, decidió apropiado “dar el espacio necesario y la oportunidad de participación en la sociedad comunitaria moderna que tuvieron el ágora griega, el mercado medieval y las plazas públicas del pasado”. Gruen, que se definía a sí mismo como socialista, hizo un diseño con fuentes, áreas verdes y algo semejante a una plaza que bien podía servir para congregar a las personas. Muy pronto, el centro comercial comenzó una vida propia, alejada de la idea socialista de su creador y del ideal de la plaza pública.

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Jorge Lizan, director de Lizan Retail Advisors, una firma de consultoría para centros comerciales, escribió en 2010: “Los centros comerciales seguirán incrementando la importancia social que tienen como equipamiento urbano de las ciudades mexicanas que carecen tanto de espacios públicos y de esparcimiento. Será cada vez más común ver entretenimiento y eventos en los centros comerciales de nuestro país”. Concluye su nota augurándole al menos “otros 45 años como una industria boyante y exitosa” a ese conglomerado de opciones para el consumo. Según Scott Beauchamp en el ensayo “Shopping for the Sublime”, publicado en el American Affairs Journal (verano del 2018), los centros comerciales de Gruen “murieron casi tan rápido como nacieron”: “En 1990, diecinueve malls abrieron en Estados Unidos. En 2007, por primera vez desde mediados del siglo pasado, ningún mall regional se construyó”. Beauchamp lo atribuye en parte a los costos de manutención de un centro comercial y a la diversificación de tiendas de autoservicio como Walmart y Costco. Estas tiendas son más baratas de manejar, mantener y resurtir que los centros comerciales tradicionales, y los compradores encuentran ahí desde atún enlatado hasta joyas.

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Nuestro primer centro comercial fue Plaza Universidad. Inaugurado en 1969, era la cristalización del sueño de modernidad al que México no le hacía el feo desde que Porfirio Díaz gobernó estas tierras. En las décadas previas, cientos de monumentos históricos que databan de la época colonial fueron arrasados. De los años treinta a los sesenta desaparecieron del mapa manzanas enteras en Guadalajara, Monterrey, Tijuana, Veracruz y la Ciudad de México: se fueron atrios de iglesias, parques añosos, casas solariegas, jardines botánicos, sitios que hoy se considerarían patrimonio intocable. En su lugar crecieron avenidas, edificios “modernos” y establecimientos de servicios particulares. Aunque Gruen ya había puesto en práctica su fantasía, el arquitecto a cargo de Plaza Universidad buscó una salida distinta a la del austriaco. Se trataba de Juan Sordo Madaleno. En su diseño había una auténtica “plaza” en medio de la construcción: un espacio abierto, escalonado, en el que se colocaron fuentes y plantas. El entonces regente capitalino Alfonso Corona del Rosal declaró, sin ningún género de duda: “Este centro constituirá el descongestionamiento de las actividades comerciales en el primer cuadro de la ciudad. Estos centros desplazan el comercio a diversos rumbos y la descentralización de actividades es buena en todas las partes del mundo”. Muy pronto se planeó una segunda plaza que tendría cabida en el suburbio llamado Satélite en un ejercicio de realismo (Plaza Satélite se inauguraría en 1971). El entonces Distrito Federal crecía como un monstruo y, a pasos más moderados, crecía la clase media. Era la combinación perfecta para garantizar el éxito de los centros comerciales.

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El “Efecto Gruen” es esa sensación que posee a los visitantes de una plaza comercial de grandes dimensiones: no se sabe bien si es de día o de noche, si se está andando en círculos o cuántas horas han pasado desde el arribo. Hay una disociación con la realidad que dura mientras las personas se entregan al consumo y que se debe a una serie de factores planeados por el vienés con mucho detalle y perfeccionados con el paso del tiempo. Para empezar, son lugares cerrados, con clima controlado; hay música de fondo o ruido blanco; la iluminación artificial se mantiene estable, sin que la afecten los cambios externos; hay lugares para comer e instalaciones sanitarias. Se bastan a sí mismos, pues. A partir del ideal de Gruen, los centros comerciales abrigaron dos importantes espacios que dan cuenta de los valores que protegían: un enorme estacionamiento y un sitio para el solaz. El primero surgió porque en Estados Unidos eran parte de las afueras de la gran ciudad. El segundo es un lugar de entretenimiento que llena un vacío. Cuando Gruen creó los malls, las televisiones transmitían apenas un par de programas al día, así que eran necesarios pianistas que emulaban a Liberace, bailarines, actores, magos y payasos. Entre 1946 y 1947, Diego Rivera pintó Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. El mural reflejaba la oferta multitudinaria de la Alameda: el globero y La Catrina, oficiales y ricos, niños y ancianos, caramelos y un caballo se dan cita en el mismo lugar para gozar del tiempo libre. Es la representación colorida de una realidad porque las plazas públicas son así, espacios para actividades al aire libre, a veces espontáneas, a veces tradicionales. La trayectoria del sol en la bóveda celeste determina el paso del tiempo y la experiencia se relaciona con las personas, el ruido, el polvo y los elementos.

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Nadia Osornio, intervención a Plaza de Morelos

Según la Organización Mundial de la Salud, las personas deben tener a su disposición entre 9 y 16 metros cuadrados de áreas verdes para estar saludables y desarrollarse bien. La Ciudad de México ofrece en promedio 5.3 metros por habitante. Hay un patrón semejante en otras ciudades del país: se talan árboles para elevar edificios, se eliminan camellones para dar paso a estacionamientos, se tienden avenidas sobre los lechos de los ríos. La apuesta no es por barrios caminables y arbolados, en los que convivan cantinas con boutiques, tlapalerías con parques, estanques con oficinas. Al contrario: se entuban hasta los arroyos, se desgajan los cerros, se muele la herencia arquitectónica, se pueblan los bosques… Nada hay más favorable que esto para el desarrollo de esa felicidad vaporosa y cara que ofrecen los centros comerciales. Los nombres de las nuevas plazas evidencian lo que sucede: se bautizan como “parque”, “terraza”, “paseo”, “patio” y hasta “oasis”, aludiendo a su carácter de sustitutos del espacio público. Sin auténticos parques, paseos y oasis, las personas acuden en tropel a estos centros que se multiplican como los panes y los peces. Según Rafael Cabrera en una nota para Aristegui Noticias: “Durante los últimos 12 años se han construido un total de 108 nuevas plazas a lo largo de toda la capital”. El Estadio Azul no será el único recinto deportivo en desaparecer para dar cabida a una plaza comercial ni el último espacio con carácter más o menos público en caer, pero sí será un emblema de lo que pudo haber sido. Y cuando deseemos un espacio común, un área abierta que nos devuelva humanidad, podremos pensar en cómo han cambiado nuestras aspiraciones colectivas: estarán ahí las tiendas de cadena como recordatorio.

Imagen de portada: Nadia Osornio, intervención a Plaza de Armas.