Una cuarentena verde

Especial: Diario de la pandemia / suplemento / Junio de 2020

Orlando Mazeyra Guillén

De arranque, debe reconocerlo: se trata de una rehabilitación involuntaria. Forzosa. La más imprevisible de su vida. Muchas veces hizo terapia de grupo (guarda un grato recuerdo de los adictos que tenían un local frente a la plaza Manco Cápac en La Victoria, pues lo ayudaron mucho cuando la soledad y el frío del invierno limeño lo pusieron, como tantas veces, al borde del abismo). En otras ocasiones decidió intentarlo solo. Fracasó. Ahora él —porque sí, marcar el calendario se ha convertido en un ritual matutino que invita a más de un cuarto de hora de silencio y reflexión— no cuenta los días que faltan para que acabe la cuarentena, sino los días que lleva sin beber. La última vez fue un sábado siete de marzo. Parece que fue ayer. Había marcado un gol —¡se alinearon los astros!— en la primera fecha del campeonato de ex alumnos del colegio La Salle y su equipo ganaba por la mínima diferencia. Todo asomaba casi a la perfección, como para colorear una tarde de ensueño. No obstante, en el entretiempo —los manes del equipo— decidieron hacer cambios absurdos. Tres todavía: defensa, volante y ataque. “La argolla”, se dijo atravesado por la impotencia más genuina: “en todos lados, ¡la putamadre!”. Les voltearon el partido y perdieron. Ahora nadie recordaría su gol. Contrariados, decidieron ir a La Ramadita para matar las penas. ¿Así era el fútbol? No, ni de a vainas. Así son las argollas que lo envenenan todo. Kruver, el delantero estrella del equipo, acababa de llegar de Italia. Había viajado durante las vacaciones con su novia, una madre soltera con la que trabaja en un colegio de alto rendimiento. “Lo bueno es que me jalé de Milán antes de que todo explotara”, informó él, sumamente aliviado. —¿Qué? ¿Hubo un atentado terrorista, Kruver?—preguntó Juan llenando el vaso. —No, cholo, me refiero al coronavirus. —Ah, esa mierda. Por suerte acá la situación todavía está tranquilona. —Aparentemente —musitó Kruver dejando entrever que todo se podía tornar sombrío—. Nos está soplando la nuca como Reyna a Maradona en el ochentaicinco. Y, para colmo, estornudó mientras sacudía los restos de espuma que quedaban en el vaso cervecero. No importaba. Había que chelear por ese reencuentro. Ni siquiera se les pasó por la cabeza que sería también la última tarde que jugaban al fútbol (y que, tras cuernos palos, el campeonato se cancelaría, en el mejor de los casos, hasta el próximo año por culpa de una pandemia que jamás olvidarán). Bebieron hasta las últimas consecuencias y de eso no vale arrepentirse. Su última resaca fue un verdadero tormento: esa jaqueca insoportable que hace pensar en destaparse el cráneo con lo que uno tenga a la mano. El malestar general, mareos y ganas de devolverlo todo. Hace más de dos meses que no pasa por ese tipo de malditas sensaciones. Eso lo motiva. Levantarse sobrio sabe bien (más que bien): lo ilusiona. Intenta aprovechar el día recordando al profesor de La sociedad de los poetas muertos: carpe diem. Si Robin Williams lo viera, estaría orgulloso de él. “También lo hago por ti, compañero”, piensa… otro adicto, pero con talento. Borronea un diario del coronavirus que seguramente terminará desechando. Ya no enciende el televisor. De vez en cuando la radio, pero no más de treinta minutos por día. Desconectarse de la realidad es un mandato casi espiritual. Abrir viejos libros, recordar una magnífica frase de Piglia que ahora resulta más portentosa: “El hombre que vive a pesar de la realidad es más grande que quien vive gracias a ella”. Ahora más que nunca, lúcido y saludable, puede concentrarse en su vida. Y andar detrás del momento de la sensación verdadera, como Peter Handke. Todavía le queda tanto por leer que seguramente la cuarentena se quede chica. Qué privilegio el suyo: una habitación, un cuaderno de notas y una montaña de libros. Ha tenido experiencias horribles, como los ataques de ansiedad producto de borracheras eternas. La vida del adicto es tan extrema que un confinamiento como el de estos tiempos puede resultar un jueguito infantil al lado de una crisis de abstinencia. ¿Las tiene? Sí, a veces, tiene que reconocerlo. Podría ir al supermercado más cercano y conseguir latas de cerveza o un par de botellas de vino barato. Sería muy fácil y, para él, estúpido. El confinamiento tiene que ser provechoso, algo así como el punto de partida para algo nuevo. Tal vez se atreva a contemplar el otro lado de las cosas. ¿No quedaban muchas cosas por escribir? Su hermana desde Estrasburgo le dice que aproveche estos días para sanar a su niño interior: “Vence a tus demonios”, lo anima a la distancia. —¿Tú ya los venciste? —le pregunta él, de mala gana. —Todavía no —reconoce ella—, pero lo estoy intentando. Cuesta mucho. Me he pasado la mitad de la vida ganando diplomas y primeros puestos para nada. Sí, el alcohol. Lo extraña, sobre todo cuando no puede conciliar el sueño. Lo necesita. ¿Cuál es su motivación? Terminar un nuevo relato, de esos que saben a gol olímpico. Saber que vive a pesar de la realidad y no gracias a ella. No precisar de medallas, diplomas ni reconocimientos. No tener nunca más que juntarse con gente triste, rota, destruida —como los del grupo de La Victoria o los peloteros fracasados— que volvió a cagarlas (porque de eso se trata: de no volver a cagarlas). Lo sabe muy bien: el alcohol, para él, era peor que el coronavirus. Y esta vez no estaba dispuesto a perder. No más. Hay calendario para rato: Carpe diem ad infinitum.


*


Jueves veintiséis de marzo. Papá no puede visitar a mi tía, su hermana mayor, que vive en una casa de reposo para ancianos. Sufre de Alzheimer. —¿Estará preguntando por nosotros? —le pregunta por teléfono a su sobrina, la única hija de mi tía. —No creo, tío —le responde ella—. No te olvides de su enfermedad. Quédate tranquilo en la casa nomás. Por su parte, mi madre baña a la mascota mientras el presidente Martín Vizcarra anuncia que la cuarentena sigue y ella, entre distraída y desconcertada, se olvida de cerrar el caño del lavabo del patio. Entonces mi padre monta en cólera y dice que está cansado de que desperdicien el agua. Mamá rompe en lágrimas y le ruega que deje de gritar: “No me maltrates tanto, estoy aburrida de tus gritos. Date cuenta de que nos podemos ir en cualquier instante, ni el coronavirus te hace cambiar un poquito”. —Yo soy el que tengo que pagar el agua —replica él a grito pelado y entonces me convenzo, una vez más, de que hay cosas que nunca cambiarán. Viernes veintisiete de marzo. Despierto. No sé en qué día estamos. Ya estoy harto del calendario. Pienso en mis manos obsesivamente. Voy a lavármelas antes de bajar a prepararme el desayuno. Cuando llego a la cocina me lavo las manos de nuevo porque creo que toqué el pasamanos de las gradas. Quiero sentirme a salvo. El enemigo invisible está por todos lados: en mis zapatos, mi ropa, mis lentes, los caños, el manubrio de las puertas, los individuales de la mesa, los cubiertos. Lo siento cerca, cascoteando el rancho, maquinando un ataque certero. ¡Maldito bicho! ¿Cuándo? ¿En dónde? ¿Cómo? Mi madre me cuenta que el papa Francisco dio un mensaje emotivo y que sólo la fe puede derrotar al coronavirus. Me pide que la ayude a colgar una imagen del sumo pontífice en su red social con el mensaje que dio desde el Vaticano. “¿Quieres leer lo que dijo el Papa?”, me pregunta. “No, gracias”, le respondo, “no me servirá de nada”. Sábado 28 de marzo. Mi hermana menor me envía una foto de su vientre hinchadísimo. Le hago algunas bromas por teléfono. Me dice que el bebé —es un varón— “está hecho un trompito”. —Se mueve a cada rato —me dice contenta—. Le gusta dar patadas. —Va a ser futbolista —le digo y espero poder verlo crecer, regalarle una camiseta de mi equipo de fútbol y llevarlo a la tribuna del estadio Monumental Arequipa de la Universidad Nacional de San Agustín. Sueño. Anhelo. Me despercudo de la realidad. Es el cumpleaños de Mario Vargas Llosa, otro dato que no hubiera pasado jamás por alto. Durante la cuarentena —a pesar de todo— sueño, leo y escribo. Y, si se me concediera tan sólo un deseo, quisiera pasar este fin de semana —al menos esta noche sabatina— en un lugar del mundo, porque ya estoy cansado de estas jornadas arequipeñas silenciosas y tranquilas (que no asoman ni siquiera en Semana Santa): “Tanto deseaban mujer y diversión nocturna estos ingratos que al fin el cielo (“el diablo, el maldito cachudo”, dice el padre García) acabó por darles gusto. Y así fue que apareció, bulliciosa y frívola, nocturna, la Casa Verde”. Sí, lo sé: soy un insensato, pues hay cosas que nunca cambiarán. Quisiera, esta noche y entregado a la imaginación, visitar aquel mítico prostíbulo piurano. Cerrar la puerta y, por supuesto, mandar al coronavirus a la mierda.

Arequipa, mayo de 2020.

Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980). Escritor de narrativa breve. Ha publicado cinco libros de relatos. El último de ellos Unicornios y cocodrilos apareció en medio de la pandemia. Enseña Literatura y dicta talleres de Escritura Creativa en la Universidad La Salle de Arequipa. Ha colaborado con El Malpensante de Bogotá, Buensalvaje de Lima y con la revista Hildebrandt en sus trece.

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Imagen de portada: Torneo sudamericano Sub-17. Fotografía de Leonel Ávila, 2019. CC