Un dogma desastroso

Trabajo / dossier / Octubre de 2021

Paul Lafargue

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Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos. Lessing


Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en los que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo, que lleva hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole. En lugar de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo. Hombres ciegos y de escasa inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y despreciables han querido rehabilitar lo que su Dios maldijo. Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a su Dios antes que a su juicio; no a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, sino a las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista. En esta sociedad, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica. Comparad los purasangres de los establos de los Rothschild, cuidados por sus lacayos de dos manos, con las bestias normandas que aran la tierra, acarrean el abono y transportan la cosecha a los graneros. Mirad al noble salvaje, a quien los misioneros del comercio y demás comerciantes de la religión todavía no han corrompido con sus doctrinas, la sífilis y el dogma del trabajo, y mirad entonces a nuestros miserables sirvientes de las máquinas.1 Si en nuestra civilizada Europa queremos rastrear la belleza nativa del hombre, es preciso ir a buscarla a las naciones donde los prejuicios económicos no han anulado el odio al trabajo. Por ejemplo, España, que por desgracia también va degenerando, puede aún vanagloriarse de poseer menos fábricas que nosotros prisiones y cuarteles; pero el artista disfruta al admirar al audaz andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como un tronco de acero; y nuestro corazón se estremece oyendo al mendigo, majestuosamente arropado en su capa agujereada, tratando de amigo a los duques de Osuna. Para el español, en quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes.2 Al igual que los griegos de la gran época que no tenían más que desprecio por el trabajo: sólo a los esclavos les estaba permitido trabajar. El hombre libre no conocía más que los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Fue aquél el tiempo de un Aristóteles, de un Fidias, de un Aristófanes. El tiempo en el que un puñado de valientes destruía en Maratón las hordas de Asia, que Alejandro pronto conquistaría. Los filósofos de la Antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo como degradación del hombre libre. Los poetas cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses: “Oh, Melibea, Dios hizo el ocio para nosotros”. Y Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza:

Contemplad cómo crecen los lirios de los campos; ellos no trabajan ni hilan, y sin embargo, yo os lo digo, Salomón, en toda su gloria, no estuvo más espléndidamente vestido.3

Jehová, el dios barbudo y de aspecto poco atractivo, dio a sus adoradores el ejemplo supremo de la pereza ideal: después de seis días de trabajo se entregó al reposo por toda la eternidad. Entonces, ¿cuáles son las razas para quienes el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses en Francia; los escoceses, esos auverneses de las Islas Británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomerianos, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses de Asia. En nuestra sociedad, ¿qué clases gustan del trabajo por el trabajo? Los campesinos propietarios, los pequeños burgueses, quienes, curvados los unos sobre sus tierras, sepultados los otros en sus negocios, se mueven como el topo en la galería subterránea, sin enderezarse nunca más para contemplar la naturaleza y disfrutar. Y, sin embargo, el proletariado también ha traicionado sus instintos e ignorado su misión histórica. Se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. ¿No era ésta la clase que, emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre? Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales son el fruto de su pasión por el trabajo.

Capítulo 1 de El derecho a la pereza, traducción de Meritxell Martínez, Virus editorial, Barcelona, 2016, pp. 12-19.

Imagen de portada: Herramienta, 1590-1596. Martillo con cabeza de hierro y mango de madera, 1590-1596. Rijksmuseum

  1. En síntesis, el autor desarrolla en una nota al pie la idea de que el impulso civilizatorio ha corrompido a la humanidad. En el caso de pueblos antiguos como los bárbaros, las causas son la influencia del Imperio romano y la imposición del cristianismo; en cuanto a los “pueblos salvajes” del Nuevo Mundo, el daño proviene del cristianismo y el capitalismo. [N. de la E.] 

  2. Hay un proverbio español que dice: “Descansar es salud”. 

  3. Evangelio según san Mateo, capítulo VI.