Letras brotantes: árboles en la liternatura
Leer pdfEl árbol es un organismo tan generoso que ofrece su sombra a quienes van a cortarlo. BUDA GAUTAMA
¿Cuánto tiempo se puede pasar contemplando un solo árbol? Toda persona que haya observado con sus propios ojos el gran Tule de Oaxaca (el ahuehuete de Santa María del Tule que se erige como el árbol con la mayor circunferencia registrada) o a Hyperion (la secuoya gigante de los Redwoods californianos que lidera la lista de los árboles más altos del mundo), o cualquier otra entidad botánica poseedora de un récord mundial, tendrá claro que la respuesta ronda en la magnitud de las horas. Las mismas que pasamos oteando estupefactos los ochenta y ocho metros con los que se yergue Pontiankak Putih Cantik (el gigantesco árbol mengaris, Koompassia excelsa, que tenemos enfrente) sobre el dosel forestal de Borneo y que le permiten ostentar el distinguido título de “árbol tropical más alto del planeta”.1
Ante organismos de tal índole uno comprende lo frágil de la condición humana. Resulta difícil no reducirse a una nimiedad biológica frente al titánico tronco del mengaris recubierto por epifitas que hacen de la entidad un rico ecosistema. ¿Cuántos años llevará vivo? ¿Cuántas especies distintas habitarán sobre su extraordinaria fisionomía? ¿Cómo lo habrán medido? ¿Qué tan profundo llegarán sus raíces? Mis sentimientos oscilan entre el azoro y el coraje. Coraje debido a que no hace mucho este coloso botánico era tan sólo uno entre millares y su sobresaliente anatomía, casi una norma en la arquitectura leñosa que salpicaba toda la isla de Borneo. Sin ir más lejos, Redmond O’Hanlon encontró tantos árboles descomunales a su paso hace apenas unas décadas que tuvo que abandonar su pretensión inicial de catalogarlos, como menciona en su magistral relato de expedición En el corazón de Borneo (1991). En la actualidad, en cambio, nos vemos forzados a peregrinar en su búsqueda y rendirles pleitesía como si se tratara de ruinas sacras. Vestigios de imperios gloriosos. Los últimos suspiros de un mundo ya perdido.
Extraigo los párrafos anteriores de Fieras familiares;2 corresponden al capítulo “Los huesos de Borneo”, en el que mi pareja y yo seguimos la pista del gran simio de pelaje rojo hasta el archipiélago indonesio con la esperanza de ver una de estas majestuosas criaturas en libertad. Los traigo a colación porque en la reserva que explorábamos, localizada en las montañas de Tawau —en la fracción malaya de la tercera isla más grande del mundo—, perduran once de los veinticinco árboles más altos en la actualidad (cada uno elevándose hacia los aires por encima de los ochenta metros de altura). Digo perduran puesto que los titanes leñosos cada vez son más escasos en este mundo capitalista que insiste en designar bosques, junglas y ríos como recursos naturales (o mercancías a ser explotadas). Sin ir más lejos, a lo largo de las últimas cuatro décadas, Borneo ha sufrido una debacle sin precedentes. Tan sólo entre 1980 y 1990, el hasta entonces ecosistema más biodiverso de la Tierra fue escenario de una de las explotaciones forestales más intensas jamás registradas. Se calcula que la madera exportada de las selvas de la isla durante esa década superó a la que sumaban Sudamérica y África. Por si este ecocidio no fuera suficiente, lo que quedó de selva virgen comenzó a padecer una amenaza incluso más severa: el monocultivo responsable del aceite de palma.
Melanie Smith, Green Lush (Subtropicana Jungle Mix I), 1999. Fotografía de Oswaldo Ruiz. Cortesía del MUAC (DiGAV-UNAM).
Imposible no consternarse ante el intercambio mercantil en juego: trocar el formidable reino del orangután y sus colosos botánicos por alimentos ultraprocesados y productos cosméticos.3 Una estupidez por donde se vea y que, como tantos otros tropiezos, se debe, en buena medida, a la ignorancia: al analfabetismo ecológico o “trastorno por déficit de naturaleza”, como le llamó Richard Louv en Last Child in the Woods (2005), y que comienza a ser ubicuo en la sociedad contemporánea. Una carencia de cultura que, como si fuese la nada de la La historia interminable de Michael Ende, va devorando un porcentaje cada día más significativo de nuestro imaginario colectivo, conduciendo, en el caso particular de la flora, a una franca ceguera botánica, pues, salvo por contadas excepciones, solemos intuir la cobertura vegetal como un mero decorado: plantas genéricas que sirven para embellecer estancias, camellones y parques urbanos o como telón de fondo de aquellos parajes rurales que visitamos durante las vacaciones. El punto es que sabemos realmente muy poco sobre los entes fotosintéticos: tanto en el caso de paisajes ecosistémicos como en el de especies individuales, hemos olvidado sus historias.
¿Cuántos tipos de árboles somos capaces de identificar? Si no con su nombre científico, al menos con el popular. ¿Cinco, diez, veinte, cincuenta si se es aficionado al senderismo? Ahora considérese que existen unas 73 mil especies arborescentes a nivel mundial (de las cuales 4 200 habitan en México). No se trata únicamente de conciencia taxonómica de lo que adolecemos, sino de nociones elementales de lo que son los árboles y las plantas en general. Esta brecha de entendimiento deviene en que no los apreciamos como se debe y en que estamos tan desconectados del origen milenario de esa mesa de caoba o de parota que presumimos como lo están las infancias de las salchichas y jamones que se zampan ignorando que provienen de la carne de mamíferos y aves sintientes condenados a una existencia cruel.
“El 90 % de la biomasa —es decir, el peso acumulado de todo lo que está vivo y de todo lo que estuvo vivo y que ahora está muerto— está compuesto por árboles.”
¿Cómo confrontar esta alienación y evitar seguir abonando al disparate del capitaloceno? Sencillo: atendiendo ese paisaje interior que llevamos dentro y que nos hace ser quienes somos. O si se prefiere: tornando más frondoso el marco de referencias a partir de las cuales damos sentido a lo que nos rodea. Y esto se consigue por medio de historias y experiencias estéticas, el mejor vehículo de acceso al conocimiento a nuestra disposición. Es decir, a través de prosa, poesía, ensayo, dramaturgia, filosofía, crónica, novela gráfica, libro infantil, pódcast, documental y películas que nos quiten del centro y que encaucen una reflexión de fondo sobre nuestra verdadera posición en el mundo y la relación que entablamos con el resto de los organismos que pueblan el inconmensurable árbol de la vida. Abrevando, pues, de las aguas de la liternatura y la narrativaleza, que más que un género es una corriente artística en la que confluyen no sólo las letras que abordan lo silvestre, las ciencias naturales y los alegatos ambientalistas, sino también las otras maneras que tienen las culturas ancestrales y sus exploraciones del lenguaje de ser y concebir el mundo, y por medio de las cuales buscan reencontrar a los humanos con el vasto entorno del que formamos parte y del cual dependemos.
Miler Lagos, El soporte del universo. De la serie Semillas Mágicas, 2008. Fotografía de Oswaldo Ruiz. Cortesía del MUAC (DiGAV-UNAM).
Ecoescritura, letras verdes, biopoesía, llamémosle como sea, lo importante es nombrar la constelación, para que así surja sinergia entre todas esas obras que, desde diversas trincheras y motivaciones, abren una brecha hacia nuevas maneras de percibir, narrar, habitar y fundirse con la naturaleza. Hacer ecos, para que esa manera más consciente y crítica de transitar por la biosfera emerja sólo del nicho de las etiquetas literarias y construya comunidad. “Liternatura defiende el poder de la palabra —ya sea escrita, cantada o dibujada— para cambiar la realidad”, en palabras del autor catalán Gabi Martínez, quien acuñó dicho término junto con el grupo de organizadores del primer festival de Nature Writing en español, Movistar Liternatura, que tuvo lugar en Barcelona en 2018.
En lo que respecta a los árboles, dudo que quien haya leído las palabras del gran Francis Hallé pueda quedar indiferente. El biólogo francés es reconocido como un descubridor de la arquitectura botánica y no sólo posee la ciencia, sino que ha sabido transmitir como pocos su pasión por estos prodigios naturales. Entender el reino vegetal, afirma el ecologista, requiere de una “revolución intelectual” y hoy, más que nunca, es una emergencia. En su conferencia, presentada en versión impresa como La vida de los árboles (2020), el navegante del dosel forestal declara: “son seres bellos, ingeniosos, de enorme envergadura e increíblemente capaces de ocupar el espacio, salir de cualquier situación difícil y resistirse a la voluntad de control del hombre. No molestan y viven más que cualquier otro ser vivo”. Y es que son literalmente tiempo hecho visible: “Los Pinus longaeva [pinos californianos], que tienen cinco mil años, germinaron mientras los faraones egipcios construían las pirámides”. Hallé asevera que el récord actual lo ostenta un acebo real de Tasmania que, se estima, ronda la impresionante edad de ¡43 mil años! Es decir, que ya hacía fotosíntesis cuando aún estaban vivos los neandertales, los denisovanos y algunos otros homínidos hermanos de los Homo sapiens. “Toda nuestra evolución biológica cabe en la vida de un árbol.”
En los libros de Hallé se aprende que los árboles se alimentan principalmente depurando la atmósfera y que les basta una cucharadita cafetera de minerales y aminoácidos esenciales que obtienen del sustrato y de las simbiosis micorrícicas que establecen bajo tierra con los hongos; también, que son seres de superficie: si se toma en cuenta todo su perímetro, desde las raíces hasta cada una de sus hojas por las dos caras, la superficie total de un árbol urbano promedio es de unas dos hectáreas (veinte mil metros cuadrados). Ahora que, si deconstruyéramos un árbol de buen tamaño y lo extendiéramos de forma que su superficie quedase como un solo plano, éste, afirma el autor, cubriría todo el principado de Mónaco (unas doscientas ocho hectáreas). “Basta con imaginarlo mojado: entonces pesa dos veces más, no porque el agua penetre en sus tejidos, sino únicamente debido a su vastísima superficie mojada.” Y tal estrategia evolutiva les ha servido para ser los organismos más notorios de los últimos cuatrocientos millones de años (que es cuando aparecieron sus primeros representantes): “El 90 % de la biomasa —es decir, el peso acumulado de todo lo que está vivo y de todo lo que estuvo vivo y que ahora está muerto— está compuesto por árboles. Los seres vivos de mayor tamaño son ellos y siempre lo han sido, también en eras geológicas anteriores”.
Sofía Táboas, Germen Voynich, 2005. Fotografía de Oswaldo Ruiz. Cortesía del MUAC (DiGAV-UNAM).
Ni qué decir de Stefano Mancuso, investigador y prolífico autor —Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal (2015), La nación de las plantas (2020), El increíble viaje de las plantas (2019)— que ha nutrido un verdadero cambio de paradigma en la concepción que tenemos sobre las capacidades de las plantas, que no sólo detectan y emiten sonidos, sino que poseen memoria, aprenden de su entorno, se comunican entre sí y, en algunos casos, pareciera que incluso cuentan con cierta detección visual. De la botánica y magnífica autora Robin Wall Kimmerer —Una trenza de hierba sagrada (2021), Reserva de musgo (2023)— obtenemos la sensibilidad ampliada y el aprecio por el tremendo legado de las naciones originarias, cuyos conocimientos entreteje la autora, que es miembro de la nación potawatomi, con los descubrimientos científicos que realiza y sus experiencias personales.
En coordenadas latinoamericanas hay que poner ojo a la plataforma digital Nube de Monte4, mediante la que Francisco Cubas está haciendo un esfuerzo loable por crear narrativas desde el sur global y traernos historias de las cuencas Grijalva y Usumacinta, liternatura local de altos vuelos en la que se incluyen diversas sagas fascinantes de polinización: “El romance de la ceiba y los murciélagos”, “El guayacán y su comunidad de abejas”, “La sorprendente polinización por rebote”, entre muchos textos más publicados desde las trincheras del sureste mexicano. Habría que destacar, por supuesto, los acercamientos arbóreos reveladores en la poesía: Nadia Escalante, Mónica Nepote, Maricela Guerrero, Balam Rodrigo y el resto de la tropa que va trazando la estela del canto del lenguaje bio-eco-verde-efervescente, así como el divertido Sumario de plantas oficiosas del colombiano Efrén Giraldo, merecedor del Premio de No Ficción Latinoamérica Independiente 2022.
Cerremos con una interrogante: ¿cuántas hojas tiene un árbol? De acuerdo con Hope Jahren, más o menos el mismo número que nuestros cabellos, como cuenta en su relato autobiográfico La memoria secreta de las hojas (2017), testimonio tanto del ardor científico y la vida de laboratorio como de los sótanos de la manía y la depresión que trastocaron sus pensamientos a lo largo de varios años. Y ya que los sauces llorones son de de mis árboles favoritos, terminemos con este pasaje de su libro:
Cuando un árbol crece, sus ramas bajas se vuelven inútiles, han quedado demasiado a la sombra de las nuevas que salen encima para poder ser de alguna utilidad. Un sauce carga estas ramas usadas de reservas, las hace más gruesas y fuertes, y luego deshidrata su base, de modo que terminan partiéndose en seco y cayendo al río. Arrastrados por el agua, uno de esos millones de brotes de la madera será desplazado hasta la orilla y se volverá a plantar a sí mismo, y en no mucho tiempo aquel mismo árbol está creciendo en otra parte. Lo que antes era una simple ramita ahora tiene que actuar como un tronco, sometido a condiciones que nunca hubiera considerado posibles. Todo sauce presenta en su follaje más de diez mil puntos de quiebre como los antes descritos; cada año pierde de esa manera el diez por ciento de sus ramas. A medida que pasan las décadas uno de esos sauces —tal vez dos— consigue echar raíces río abajo y desarrollarse como una réplica genéticamente idéntica.
Ojalá que de forma similar a esos esquejes autoduplicativos de los sauces, las nociones diseminadas por las letras brotantes —en las que también habría que incluir El mesías de las plantas (2018) de Carlos Magdalena, Álbum de plantas prohibidas (2022) de Maricarmen Tostado Gutiérrez y El otro nombre de los árboles (2018) de Jorge Gutiérrez Reyna— poco a poco vayan encontrando terreno fértil para echar raíces en las cabezas de sus lectores y que, con algo de suerte, su fructificación invada otras mentes y así, al cabo de unos años, se conviertan en un bosque mental comunitario capaz de darle un vuelco a nuestros tiempos y afianzar un futuro menos lóbrego. Si no lo conseguimos, sólo nos quedará emular al barón rampante imaginado por Italo Calvino y encaramarnos a la copa de los árboles que sobrevivan para ya nunca bajarnos y, de esa manera desesperada, resguardarlos —como lo hizo Julia Butterfly Hill en la década de los noventa en los Redwoods— de los embates de nuestros congéneres ciegos.
Imagen de portada: Sofía Táboas, Germen Voynich, 2005. Fotografía de Oswaldo Ruiz. Cortesía del MUAC (DiGAV-UNAM).
En 2019 el récord fue otorgado a otro gigante descubierto en el Valle de Danum, otro parque natural de Borneo; se trata de un meranti amarillo, Shorea faguetiana, bautizado con el nombre de Menara (torre) y supera los cien metros de altura, es decir, es más largo que un campo de futbol. ↩
Andrés Cota Hiriart, Fieras familiares, Libros del Asteroide, 2022, pp. 200-201. ↩
Aquí hay una lista de ellos: “Los productos cotidianos que usan el polémico aceite de palma (y cómo puedes minimizar su gran impacto ambiental)”, BBC, 27 de junio de 2018. ↩