Las tímidas penumbras de Madrid
Leer pdfLlegué a Madrid el 28 de abril de 2025 con la esperanza de que unas cuantas entrevistas dieran forma a la novela que, meses atrás, había comenzado a escribir. Cumplía 41 años y me pareció un buen augurio empezarlos trabajando. Le propuse a mi compañera de viaje que tomáramos uno de los primeros trenes desde Barcelona —el de las 6:30 a. m.— para desayunar en algún café escondido de Lavapiés. Si no había demasiada gente en la fila del Museo del Prado, incluso podríamos visitar a Las meninas. Ese plan, que hoy me parece ingenuamente pretencioso, nos salvaría de quedar varados como treinta mil personas en el sistema ferroviario de toda España. Nuestra segunda opción fue viajar en el desafortunado tren de las once.
Constelación tiene el cabello negro, la piel clara y los ojos ligeramente rasgados, como muchas personas de los Andes peruanos, donde nació hace 34 años. Llegó a Barcelona como estudiante de Pedagogía para enriquecer una trayectoria en la que confluyen la economía y la educación. Esa tarde iba a reunirse con otros egresados de la Universidad de Lima —su alma mater en Perú— convocados para estrechar lazos profesionales. Aquella cita representaba la posibilidad de conocer gente que le ayudara, luego de un año y medio de tropezarse con negativas, a encontrar trabajo en España.
Habíamos reservado habitaciones en un hostal de una sola estrella que, pese a su humildad, acumulaba elogiosas reseñas en internet. “Yo le hubiera puesto Hotel Cuatro Estrellas para despistar”, dije. Constelación se rio de mi chiste y me sentí halagado. Una joven colombiana que atendía la recepción dijo que faltaban dos horas para entregarnos los cuartos, pero que por diez euros podía hacerlo de manera anticipada. “Diez euros por cada habitación y en efectivo”, dijo, mirándonos a los dos. Como era mi cumpleaños decidí darme el lujo, no sin antes negociar: “Diez euros por las dos habitaciones”. Cuando aceptó, me di cuenta de que no tenía ni un billete en la cartera. Constelación, solidaria, entregó el dinero con la misma indiferencia con que se entrega un volante. “Gracias”, le dije. “Feliz cumpleaños”, me respondió. Eran los últimos euros en efectivo que le quedaban.
Mientras caminábamos a nuestros cuartos escuché cómo una pareja de catalanes, de alrededor de sesenta años, se quejaba de haberse quedado sin agua más temprano. “Fueron once minutos”, dijo el hombre, que parecía haberlos contado con un cronómetro en la regadera. La recepcionista, en vez de disculparse, dijo desconocer la causa, pero que, para ella y sus compañeros, habían sido once minutos mágicos que aprovecharon para pausar las labores de limpieza y ponerse al día. Su sentido de la oportunidad y su franqueza exenta de cualquier cinismo me parecieron una enseñanza de vida. Luego de un largo y calórico desayuno cambiamos nuestros planes por otros más modestos: en vez de visitar el Museo del Prado, iríamos a una de mis librerías favoritas, la Antonio Machado.
Tomas satelitales nocturnas durante los cortes de energía en España y Portugal, 29 de abril de 2025 a las 3:12, 3:36, 4:30 y 4:54 (CEST). Los verdes representan ausencia de luz, mientras que los blancos, emisiones de luz activas. Imágenes de NOAA/NASA (VIIRS/DNB) con Black Marble, dominio público.
Caminamos por las calles de Chueca esquivando desperdicios. El día anterior, 27 de abril, había concluido una larga huelga organizada por los trabajadores de la recogida de basura, pero los contenedores seguían desbordándose en las aceras, junto a otras bolsas que, a su vez, rebosaban con las sobras del progreso y la civilización. Un escenario idóneo para recibir al preapocalipsis.
En la librería las luces estaban apagadas. Uno de sus empleados nos dijo que podíamos pasar a ver, pero no comprar, libros. Era lo que pensábamos hacer de todas formas y fue exactamente lo que hicimos, sólo que en las tímidas penumbras del mediodía. La luz, escuchamos, se había ido en todo el barrio. Al salir recuerdo haber visto, al pie de un edificio, a dos mujeres besándose con una energía incontenible: habían arrojado sus cascos de motocicleta al piso para abrazarse con la envidiable libertad de quienes se abrazan —ahora lo pienso— en el fin del mundo. Tuve la sensación de que sabían algo que el resto ignoraba.
En Paseo de Recoletos nos sentamos en una mesa de un restaurante al aire libre. El semáforo que podíamos ver desde allí funcionaba con normalidad; asumimos que el suministro eléctrico, al menos en esa parte de Madrid, seguía activo. Se acercó el adusto mesero que arrojó las cartas sobre la mesa como si estuviera repartiendo naipes. Luego entablamos una simple conversación que, a la postre, desencadenaría polémicas insospechadas. Ocurrió así: pedimos un café, nos respondió que no había luz y, por lo tanto, cafetera. Le preguntamos si podíamos ordenar otra cosa y pagar con tarjeta de crédito. Dijo que sí, claro, joder. Nos pareció extraño, desde luego, pero, dado que es un enorme lugar común decir que la tecnología avanza a grandes pasos, ordenamos dos refrescos.
El apagón alumbraba las desigualdades que surcan el mundo, tiñéndolas de un sarcástico dorado primaveral. No tuvimos tiempo de detenernos a decir nada al respecto.
En la mesa de al lado, una señora de unos setenta años —aburrida de su esposo— nos hizo conversación intrigada por nuestros acentos. Eran de Santander. Mencionó que su marido tenía una hermana en México y él se volvió hacia nosotros para decir que no había visitado a su hermana en México nunca ni pensaba hacerlo. “Jamás.” Ella se disculpó: “No habla conmigo y no le gusta que hable con otras personas”. Como él ya nos había dado la espalda de nuevo, alcé los hombros de forma exagerada, como diciéndole a ella: yo tampoco lo entiendo y mucho menos qué hace usted con este sujeto. La señora nos aseguró que el apagón había afectado a la ciudad entera. El esposo cogió su celular y, acto seguido, lo soltó con rudeza sobre la mesa. “Putin”, murmuró, como culpando al dirigente ruso de que se hubiera interrumpido el servicio eléctrico, de encontrarse aburrido y de que su agradable esposa fuera más carismática que él.
El mesero nos llevó la cuenta y pedimos la terminal. Respondió, con aspavientos, que cómo se nos ocurría pagar con tarjeta si no había luz. Le recordamos que se lo habíamos consultado y lo negó impaciente. Que sí. Que no. Que cómo podía ser que dos cocacolas costaran diez euros. Constelación me miró como queriendo recriminarme el haber gastado su billete en la entrega anticipada de las habitaciones. La miré como diciéndole que, según yo, había sido mi regalo de cumpleaños. Fantaseé con pedirle a mi nueva amiga santanderina que nos prestara dinero sólo para incomodar al esposo. El gerente intervino para contener una discusión que ya incomodaba al resto de los comensales. Anotó mi número celular en la comanda, ya nos buscaría cuando regresara la luz.
Habíamos planeado comer con dos grandes amigos, Iván y Sara, en una taberna del Centro de Madrid. Iván y Sara se conocieron en México, de donde es él, hace más de diez años. Hace tres decidieron mudarse a Madrid, de donde es ella, y donde, poco a poco, han podido incorporarse a la industria audiovisual. Tengo otros amigos que cumplieron el mismo ciclo: conocieron a sus parejas españolas en México cuando estaban cerca de cumplir treinta años y cuando los cuarenta acechaban, se mudaron a España, donde debieron reiniciar sus vidas como si pulsaran el botón de reset.
Las calles comenzaron a llenarse de personas confundidas tratando de comprender cuál era la gravedad del asunto: conseguir dinero en efectivo o regresar a casa. Las banquetas eran insuficientes y caminábamos entre los autos detenidos en las avenidas; la mayoría de los semáforos había dejado de funcionar. Algunos conductores subían el volumen de las radios para que el resto pudiera escuchar las noticias, en las que locutores perplejos hacían malabares para ocultar su ignorancia sobre los hechos. Se percibía alguna tendencia al desorden, algo que podía parecerse a la tensión sin serlo todavía. Tuve el impulso de tomar la mano de Constelación para no perdernos. No lo hice. “¿Qué harías en el fin del mundo?”, me preguntó, y recordé, sin decir nada, a la pareja de motociclistas besándose al pie de un edificio y a la recepcionista colombiana: las monedas de sabiduría epicúrea que había recogido esa mañana en el camino.
Llegamos, por suerte y no por mi sentido de la orientación, a la taberna. Los dueños, a diferencia de otros restaurantes alrededor —que se mantenían a medio funcionamiento— habían decidido cerrarla. Meseros andaluces, con cervezas en las manos, se habían sentado en el piso para escuchar la radio e intercambiar impresiones con los vecinos. Les dije, por no dejar de hacerlo, que teníamos una reserva y se rieron. Envidié sus cervezas. Nos dijeron que el apagón había afectado a Portugal, España y Francia. “Por lo menos”, dijo uno que parecía ser el líder, levantando el dedo índice. Gasté batería de mi celular tratando de llamar a Iván. Luego los divisé, a él y a Sara, caminando desde la esquina. Corrí a abrazarlos como si los hubiera visto casualmente después de ingresar por las puertas del apocalipsis. Habían asumido que la taberna iba a estar cerrada y habían comprado empanadas de atún y latas de conservas para que comiéramos en su casa. “¿Cervezas?”, les pregunté. “Cervezas no”, me respondieron.
Lavapiés —con sus turistas y con sus migrantes a punto de ser desplazados— podía convertirse en Sodoma y Gomorra al llegar la noche; faltaban horas, por suerte. Los escenarios catastróficos se habían instaurado en nuestra conversación. Sara, orgullosa, dijo que el día anterior había encontrado trescientos euros en algún inconcebible lugar de su casa. Nos ayudarían a sobrevivir por unos días. “Podríamos comprar una radio de pilas”, dijo Iván, con un ímpetu dilapidario. En mi humilde opinión. Ingresamos en una de esas tiendas donde puede encontrarse un vasto y no siempre congruente universo de cosas. Era atendida por una joven de origen chino que dijo que nunca había vendido una radio de pilas, pero que debía tener alguna por ahí. La encontró en menos de veinte segundos, puedo asegurarlo, y costaba nada más y nada menos que diez euros. Insistió en regalarnos las baterías con una solidaridad vecinal que me conmovió. Cuando Iván llegó a Lavapiés, decidió que la mejor manera de incorporarse al barrio era saludando a los vecinos como si se encontrara en un pueblo mexicano; se llevó las baterías con el orgullo de quien recoge lo que ha cosechado con tesón. Era difícil, dijo, encontrar vecinos en un barrio asolado por la gentrificación y los pisos de alquiler turístico. Cada vez que abría la puerta de su departamento se encontraba con un genérico viajero que a veces podía sonreírle y otras dedicarle la más ruda indiferencia.
Sara sugirió que fuéramos a un restaurante donde vendían unos “exquisitos” emparedados de jamón ibérico. El gasto me pareció un despropósito en términos de sobrevivencia a largo plazo, pero ella sólo quería agasajarme en mi cumpleaños. Y era su dinero. Recordé a mi madre diciendo que siempre debes tener efectivo en la cartera. Constelación también recordó a su madre por el mismo motivo, y lo sé porque lo dijo en voz alta, lo que me hizo sentir que estábamos predestinados. Lástima que el mundo, empezando por Europa, y más puntualmente por España, estaba por terminarse. Los dueños del restaurante de emparedados de jamón ibérico habían sacado provecho del apagón y de los turistas: sus emparedados costaban diez euros en vez de seis. Sara desistió. Constelación y yo nos vimos cómplices por lo mucho que habríamos podido comprar con su billete ese día.
Uno de los pocos vecinos a la redonda abrió las ventanas de su piso y descolgó, desde los barrotes del barandal, una inmensa bocina para que la gente pudiera escuchar noticias desde la acera. Unas treinta personas, con vermuts y tapas frías en las manos, escuchaban cómo los locutores asumían cosas. Por ejemplo: “Debe haber muchos atorados en los ascensores”. El temor crecía en la medida en que se iban esparciendo rumores y carecíamos de información para negarlos o confirmarlos. Era la primera maniobra de Putin para invadir el resto de Europa. El “Perro” Sánchez había provocado el apagón para infundir temor en la población y justificar la compra de armas.
En casa nos esperaban los padres de Iván —Estela y Carlos, mexicanos también—, que habían llegado a Madrid semanas atrás. Cuando a Iván le concedieron la nacionalidad española por matrimonio, inició los trámites para que a sus padres les concedieran una figura legal conocida como “arraigo familiar”, pensada para aquellos que dependen de hijos ya nacionalizados. Iván espera que sus padres puedan obtener un permiso de residencia y, con él, acceder a la sanidad pública y a un documento de identidad. Carlos y Estela habían viajado a España con el fin de completar el proceso.
Encendimos la radio. Comenzamos a poner la mesa. Me pareció que Sara, Iván, Estela y Carlos estaban muy bien coordinados a pesar de lo difícil que puede resultar una larga cohabitación circunstancial como aquélla. Alguien rompió un vaso. Mejor dicho: alguien —Carlos— rompió una artesanía mexicana de vidrio soplado que Sara coleccionaba desde hacía años. Los rostros de Iván y Sara permanecieron impasibles. “El gobierno no sabe qué ha pasado y no descarta nada”, dijo la locutora del noticiero radial. Semejante sentencia nos abrumó. “No descarta nada” sonaba a “los estamos protegiendo de que sepan lo peor”. Iván dijo: “Compremos más latas de atún por si esto se prolonga”. “Es el problema de las cocinas eléctricas”, dijo Estela.
Bajamos a la tienda de Diallo: un amistoso senegalés que habla español con un acento nítido y apacible que no se parece a ninguno de los acentos del español que yo haya oído, y metimos en una bolsa veinticuatro euros de latas de atún y pan Bimbo. Unos turistas franceses se acercaron a la caja y pagaron cereal y un litro de leche entera con una moneda de un euro. Entonces Diallo, con su hermoso y singular acento, dijo que también podía hacernos un exagerado descuento. “Hoy no, tal vez otro día”, respondió Iván, con su acento mexicano que se niega, orgullosamente, a perder. Diallo dijo que en Senegal se iba la luz todo el tiempo y no era un problema para nadie.
En la comida, Carlos y Estela le contaron a Constelación su historia migrante. Viajaron a Kansas cuando tenían cerca de cuarenta años y vivieron sin papeles más de quince, hasta obtener la ciudadanía. Aun así, Carlos, enfermo del corazón, fue despedido de la empresa de jardinería, donde trabajó por años, y perdió el seguro para la vejez. Por eso Iván decidió que dependieran de él en una nueva migración, aunque eso implicara jurar lealtad al rey de España. Sara me había comprado un pastel de chocolate y me cantaron “Las mañanitas”.
En la sobremesa noté que Constelación —a pesar de sus deseos de ocultarlo— se hallaba inquieta. Lo que estaba pasando en Madrid era tan atípico que difícilmente se llevaría a cabo la reunión de exalumnos de la Universidad de Lima a la que tenía planeado asistir. Y el encuentro era importante porque Constelación guardaba esperanzas de granjearse un futuro por medio de él. Nada más. Por mi parte, di por hecho que las entrevistas para dar forma a mi novela se habían suspendido. “Vamos de todos modos —le dije—. Tal vez alguien llega.” No contábamos con señal de GPS, pero en la pared había un inmenso “Plano de Madrid en las novelas de don Benito Pérez Galdós” que bien podía servirnos. Conforme acercaba mis manos para descolgarlo, el chiste de usarlo de guía para caminar por las viejas calles de Madrid comenzó a tener sentido. Todo, junto a Constelación, podía tener algún sentido. “Vamos con ustedes”, dijo Sara, y nos despedimos de los padres de Iván.
Descubrimos que la gente se había volcado a las calles de distintas formas y por diferentes motivos. El universo de las personas en Madrid esa tarde se había dividido en dos grandes grupos: aquellas que se desparramaban en las paradas de autobuses, tratando de volver a casa, y aquellas —sin duda privilegiadas— que habían salido de sus casas, hoteles o pisos de alquiler turístico para ver qué demonios pasaba allá afuera. El apagón alumbraba las desigualdades que surcan el mundo, tiñéndolas de un sarcástico dorado primaveral. No tuvimos tiempo de detenernos a decir nada al respecto.
En una calle angosta vimos cómo tres músicos jóvenes salieron a su balcón para deleitar a los transeúntes con sus violines. Al terminar, la gente aplaudió entusiasta. Alguien les gritó: “Viva la vida”. Me pregunté por qué —dentro de todas las posibles— elegir esa deleznable melodía de Coldplay como himno de sobrevivencia. Los jóvenes, de todas maneras, interpretaron “Viva la vida” ante la algarabía de madrileños y turistas que los grabaron con sus celulares.
El parque de El Retiro, que habíamos pensado cruzar para cortar distancias, estaba fuera de servicio. Un cartel en la puerta anunciaba: “cerrado por apagón”. Iván nos hizo notar lo curiosa que resultaba la necesidad de los madrileños por especificar las cosas. La mitad de los negocios había decidido no abrir por la tarde y en todos ellos se indicaba la misma excusa en un cartel.
El restaurante donde debía llevarse a cabo la reunión de exalumnos de la Universidad de Lima estaba vacío, con las luces apagadas. Nos asomamos por el ventanal de cristal y vimos a un mesero retirando los platos de las mesas. Cuando nos vio, salió para hablar con nosotros. Era filipino: “Se suspendió: habíamos preparado la reunión todo el día”, dijo, con una desilusión palpable, como si necesitara hablar con alguien que lo ayudara a cargar con su tristeza.
Constelación me miró con media sonrisa y alzó los hombros. “Vámonos”, dijo. “Estoy seguro de que van a organizar la reunión otra vez”, dijo Iván, tratando de consolarla. Ella asintió, con media sonrisa otra vez: quedaban sólo dos meses para que su visa expirara, pero tenía que guardar alguna clase de esperanza. Conforme la luz del sol menguaba, el apagón iba alumbrando otras cosas, pero con más nitidez que ironía. Por ejemplo: la tristeza intrínseca de los migrantes. Por ejemplo: la impotencia ante los grandes imponderables. Por ejemplo —y a la distancia—: el recuerdo de un cumpleaños inolvidable.
Fuimos, de vuelta, a Lavapiés. Queríamos cerrar aquel extraño día con una copa de vino en alguna terraza cerca del hogar de nuestros anfitriones —mi casa es tu casa—. Faltaban minutos para el anochecer cuando volvió la luz. Fue como si alguien nos hubiera querido dar una lección sobre la dependencia. Nadie aplaudió. Nadie hizo grandes aspavientos. La gente se volvió a ver las lámparas encendidas y luego se internó en el resto de su vida. Nosotros hicimos lo mismo. El resto de nuestras vidas inició en un bar donde, por las mañanas, se venden jugos frescos. Revisamos los mensajes que se habían acumulado en nuestros teléfonos desde el mediodía y brindamos, no sabría decir si porque había vuelto la luz o por haber pasado juntos aquella peculiar jornada. Constelación, discretamente, se levantó a pagar la cuenta sin que lo notáramos. No tenía trabajo, pero tarde o temprano lo conseguiría. Y estábamos seguros de ello.
Imagen de portada: Cataluña, España, durante los cortes de energía, 28 de abril de 2025 a las 21:30 (CEST). Fotografía de Piotr Hojka. Wikimedia Commons, CC 4.0.