El deseo, las muertes

(A Work in Progress)

Especial: Diario de la pandemia / suplemento / Junio de 2020

Odette Casamayor-Cisneros

Bien lo sabía Gerhard Richter, todo es incierto. Permanecí frente a su Calavera casi una hora, poco antes de ser lanzada al confinamiento —cuando aún podían contarse las horas—. En el MET Breuer, una vez más la única negra entre hordas de blancos que fingen no expresar sorpresa o —¿espanto?— al desviar la mirada de un lienzo, disponerse a continuar el recorrido de la exposición y de repente descubrirme entre ellos. ¿Realmente entre ellos o contra ellos? Tan incierta como los rostros y paisajes de Richter. Pero no estoy estampada en las paredes. Me muevo. O me detengo frente al retrato de los icebergs de Groenlandia. Sonrío, escuchando ya no los comentarios de una pareja a mis espaldas, sino, en medio del silencio, el desgarramiento interno de los hielos, deshaciéndose y haciéndose y volviéndose a deshacer —agua que es sólo agua—.

Aun antes de Richter pensaba en la muerte. Tal vez a causa de la plaga, ya acechante. Tal vez a causa de M. Era feliz y la felicidad ha de vivirse bajo el recuerdo de la muerte. Cualquiera de ellas: la Grande o las pequeñas. ¿Cómo saber cuál es una o la otra? ¿Qué precisamente sucedía cuando M. dejaba un beso seco en mi cuello, dos, luego tres, siguiendo hacia abajo, un camino que iba encontrando mientras yo empezaba a morir, más y más rápido al espantar lenguazos sobre mis senos, sus dientes buscando desprender los pezones?

Nos gusta vivir olvidadizos de nuestro único destino: morir. Y ahora la muerte, en cada superficie que tocamos, en el aire, un escupitajo correctivo de la naturaleza a nuestro rostro, instalándose en los pulmones, doliendo, tumbando.

Este podría ser un diario pero no lo es. Ritmado no está ya por días que no se cuentan. ¿Qué importa qué hora es si cuanto hacemos es arrastrarnos de hora en hora, cada una acortando la espera? ¿Qué importa cuál día de la semana es, o cuántas semanas llevamos encerrados? Si he de contar algo, que sea la cantidad de horas, días, semanas, meses, años que me separan de la Muerte.

Las rutinas nos acercan a la ilusión de permanencia, dicen. Pretendo entonces leer y el cuerpo se me alza de la cama, llega hasta los anaqueles más altos de la biblioteca. En mis manos, Pensées, de Pascal, éditions Livre de Poche. Recorro tres párrafos antes de caer dormida. Nunca profundamente. Ya no me sucede.

No, esto no puede ser un diario porque sé que estoy perdiendo la memoria.

Drano, destupidor, bombeo. Invirtiendo el orden. Bombeo, destupidor, Drano. O, destupidor, Drano, bombeo. Otra vez, sin descanso. Y más afloran las partículas oscuras, incrustándose sobre la loza blanca de la bañera. Mierda que va por dentro.

¿Zoom o WhatsApp? Tecleo como quien pregunta: ¿tu casa o la mía?

El final será el mismo. Las palabras reptantes hasta que nos atacan los espasmos. Ahora que sólo contamos muertos y sobrevivientes, quisiera contar orgasmos. M. ha llegado a tres o cuatro. Él grita. Yo no. Gritos y gemidos son válvulas de escape. Cuando no pueden abrirse, toda la presión permanece contenida y en las vísceras toca encontrar la manera de salir de ese tsunami siempre insistiendo en volver. Es imposible escapar a la petite mort.

Nos acostamos por primera vez un par de semanas antes de caer la pandemia sobre Filadelfia. Yo regresé a un suburbio de Nueva Inglaterra. Desde la segunda planta de la casa familiar diviso el viento agitar pinares, azulejos persiguiéndose, un mapache que tal vez no lo sea, sino el gato del vecino, una mofeta. M. permaneció atisbando el Schuylkill desde una torre acristalada. El sol baña el salón en la tarde. En la última imagen que conservo de su apartamento no se escuchan los pájaros. Quizás trenes. Pocos.

Nos tanteamos ahora de pantalla a pantalla. Los dedos al unísono buscando escondrijos en nuestro propio cuerpo, convocando el día en que les sea dado recuperar la carne del otro. ¿Quién es el otro?

M. lleva un día sin aparecer. ¿Habrá muerto? Deseo fluir, pero la bañera sigue tupida. No entiendo su funcionamiento. Tampoco el de M., ni el de WhatsApp.

No sospechaban que algún día usarían un arma y se apresuran ahora en comprar revólver, fusil, municiones, previendo el futuro. Me pregunto si el verdadero apocalipsis no comenzará después, si esto no ha sido más que un entrenamiento. Fallido, posiblemente.

Durante otras pandemias —durante y no antes ni después— ¿les alcanzó el aliento a los filósofos para hablar tanto? Vaticinan que seremos menos alegres, que la solidaridad se está perdiendo con el confinamiento. ¿O era al revés? Nuestros filósofos son unos desfasados. “Se moquer de la philosophie c’est vraiment philosopher”, rezongaba burlón Pascal.

Desde hace más de un siglo han enterrado en una isla llamada Hart, muy cerca del Bronx, a los neoyorquinos desconocidos. Lo único diferente ahora es nuestro detenimiento forzoso, obligándonos a reparar en la muerte. Asistimos al entierro de los invisibles gracias a imágenes robadas por un dron y trasmitidas en YouTube. Al menos por una vez no marchan tan solos a confundirse con el polvo.

Cajas de basta madera en New York. En Guayaquil, sólo con mucha suerte pueden ser de cartón.

Pensé que hoy haría cosas fundamentales, incluso escribir.

Terminé viendo sin mirar comedias con enamorados que se besan en la calle, finalmente saliendo al jardín con un baobab en brazos.

Croyez-vous qu’il va pousser à New York, Madame?

Refulgían las carcajadas, desde cada poro de la bella aduanera en el aeropuerto Senghor. Se burlaba de mi escuálido baobab comprado a la orilla de la carretera; de mí, tan africana y poco africana a la vez; que hubiera podido ser ella pero soy la otra, menos radiante, menos esbelta, más insegura; aquella cuyos abuelos nacieron del otro lado del Atlántico. Hijos de esclavos. Cinco años después, saco aquel baobab al vendaval de Nueva Inglaterra. La alcaldesa del pueblo anuncia alerta meteorológica. Yo con un baobab senegalés, bajo el aguacero. Las gotas sobre mi frente, traduciendo el silencio de la tierra.

Esto decididamente no es un diario. Sólo un nubarrón de preguntas. Y no parará de llover.

Odette Casamayor-Cisneros es profesora de literatura y cultura latinoamericanas en la Universidad de Pensilvania. Ha publicado el libro de cuentos Una casa en los Catksills: y el volumen de ensayo, _Utopía, distopía e ingravidez: reconfiguraciones cosmológicas en la narrativa postsoviética cubana. Ha obtenido premios en París (“Juan Rulfo” de ensayo literario), Madrid (“Torremozas” de narrativa) y La Habana (“José Juan Arrom” de ensayo). Prepara un nuevo libro de ensayos titulado “On Being Blacks: Self-identification & Counter-Hegemonic Knowledge in Contemporary Afro-Cuban Arts”.

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Imagen de portada: Vanitas, Pieter Claesz, _ca._1630.