La Pagoda de Plata

Miedo / panóptico / Septiembre de 2019

Verónica González Laporte

Se avecinaba una tormenta. Se apiñaron nubes negras sobre el cielo de Nom Pen, el viento rugió. Pero en lugar de agua, cayó una lluvia de tamarindos sobre una de las avenidas principales de la capital jemer, municiones aciduladas sobre mis hombros. Me refugié en un restaurante Fancy Lounge a la orilla del río Mekong. En el baño me lavé las manos, leí un cartel sobre el lavabo “Do not wash the baby here”. Which baby? Who’s baby? En la terraza pedí un coctel de ron con maracuyá y pimienta negra de Kampot, de nombre imposible. Me trajeron dos, happy hour. Una cuija transparente se acercaba peligrosamente al ventilador del bar, podía ver latir su corazón rojo a través de su piel. Un sorbo al brebaje amarillo. Unas horas antes, una joven china visitaba la Pagoda de Plata, en el palacio real, como yo. Sólo que, con treinta y nueve grados a la sombra, yo sudaba como un cerdito rosado de la suerte y ella… Piel de flor de harina, ojos imposibles de leer. Llevaba sandalias hasta los muslos, de doce correas incrustadas de cristales. Para entrar al templo uno debe quitarse los zapatos. Con calma, desabrochó la primera brida. La dejé en la faena para admirar el piso: es de plata pura. En la época colonial, los franceses mandaron cincelar flores de lis, su emblema real, en la esquina de cada uno de los recuadros. Un numeroso grupo de turistas, también chinos, entra ruidoso. Algunas señoras de la tercera edad levantan el tapete protector para pisotear con dicha infantil las preciadas baldosas. Brincotean. Los guardias se precipitan para regañarlas. Por la ventana, en medio del patio, veo la estatua de bronce de uno de los reyes de Camboya, a caballo; se dice que originalmente era una efigie de Napoleón III, pero le cortaron la cabeza para sustituirla. La joven no ha terminado de descalzarse. Tuve tiempo de contemplar las vitrinas con copas de oro y cajas esmaltadas con incrustaciones de zafiros, sepultadas bajo una capa de polvo, nadie las ha limpiado desde que Pol Pot se largó al campo a gestar su guerrilla. Me volví a asomar, esta vez por la puerta. Ella estaba por desatar la última correa, al fin. Un monje de túnica azafrán, sentado en el escalón del quicio, la miraba desconcertado. Juro que hacía su mejor intento por poner los ojos en la estatua de Buda de tamaño real, joya central de la pagoda, noventa kilos de oro sólido y ojos incrustados con diamantes de treinta quilates. Pero no podía. El mismo viento que echó abajo los tamarindos levantaba sin pudor la falda de la china impasible. Un suplicio final infligido al monje. Otro sorbo a mi bebida de maracuyá. Murales de deidades hinduistas y budistas esculpidas en los templos de Angkor desfilan para siempre en mi memoria. Cámaras sagradas que alguna vez estuvieron forradas de oro, de piso a techo; de las antiguas incrustaciones de gemas sólo quedan múltiples agujeros en las paredes. Deidades de aspecto bondadoso, con rostro de ave, de elefante o de mono. En los bajorrelieves, descomunales relatos del origen del mundo, de guerras, de la vida cotidiana. Budas sentados, Budas recostados en el Nirvana, Budas sin brazos, Budas diminutos o gigantes, de piedra, de madera, de bronce, de esmeralda. De los mil que antes hubo tan sólo en el templo principal, Angkor Wat, quedan algunos venerados hasta ahora por monjes que los visitan, los protegen con sombrillas de seda y los visten con túnicas bordadas. Albercas destinadas a los elefantes reales. Pilares con textos grabados en sánscrito, la escritura sagrada, registran las donaciones: quién entregó al templo qué cantidad de esclavos, animales, costales de arroz y quintales de oro. Algunas esculturas fueron empezadas en el siglo XI y terminadas en el siglo XVI… Es como si hoy un artista acabara de pintar un cuadro que alguien empezó en la Nueva España tras la caída de Tenochtitlán. Las apsarás, ninfas celestes, bailan en los dinteles devorados por las raíces y el musgo. Senos redondos, bocas carnosas, tocados elaborados, paños atados a las caderas, ningún detalle escapó a los escultores. Encajes de piedra de mil años, ceñidos por intrincadas raíces. Los árboles se han empeñado en recuperar el espacio que era suyo, para borrar la huella de los hombres. Crecen por todos lados, a partir de las semillas desechadas por los pájaros de un lado a otro de la selva. De día son del color del sol, de noche son de plata, llevan dentro su propia luz. Por su tendencia a crecer donde les da la gana, son la maldición de arqueólogos y restauradores… Los franceses los llamaban “árboles queseros” porque con su corteza confeccionaban las cajitas para el camembert de Bretaña o de Normandía.

Dentro de Angkor Wat. Fotografía de Marina Población. BY-NC-ND

Por los caminos de Angkor Wat se pasean los turistas en los lomos de los elefantes, en sillas de madera tropical iguales a las que alguna vez transportaron a los miembros de la corte del rey Jayavarman VII. Arañas del tamaño de la palma de mi mano se refugian entre las grietas. Monos relajados, unos trescientos en el sitio arqueológico, se dejan fotografiar. A cambio, los visitantes les dan mango o guanábana, Doritos o Coca-Cola light, sin discriminar. Pobres monos, consumidores de nuestras mismas porquerías. En cambio, este coctel de maracuyá es bueno. Viaje de Siem Riep a Nom Pen. La carretera es lisa y recta como un listón de trenza, sin embargo, son cinco horas de adrenalina pura. Todo mundo maneja en medio, por si se ofrece dar vuelta. Se rebasa por la derecha o por la izquierda, lo mismo da. Las motos van en sentido contrario, a veces también los camiones repartidores. La carretera de dos carriles se convierte en una de cuatro con acotamientos incluidos. Las vacas se atraviesan al menor descuido y uno de cada tres perros muere aplastado. Me abstengo de mirar la raya amarilla, cuando la hay, para no sufrir de más, igual que el monje de la Pagoda de Plata. Las casas tradicionales, de madera roja y techos picudos, están construidas sobre pilares. A nivel del suelo, las hamacas y los corrales para las gallinas, los huertos y la estufa de carbón. En la planta alta, un cuarto único para dormir. Es temporada de sequía. Los arrozales son un vasto páramo yermo. Las palmeras están de capa caída. “Nunca había hecho tanto calor”, se queja la gente. En Nom Pen hasta los monos, que a falta de piedras milenarias y de árboles queseros se cuelgan de los cables eléctricos, parecían agobiados. Algunos culpan a los chinos porque han devastado los bosques tropicales para llevarse las maderas preciosas con el permiso de un primer ministro, ex­jemer rojo “arrepentido”, que lleva cuarenta años en el poder. Hun Sen, antiguo seguidor de Pol Pot (abreviación de “Politique Potentielle”), guerrillero que en 1975 arrebató el poder al dictador Lon Nol, obliga a la prensa escrita a agregar a su nombre los adjetivos glorioso, supremo y poderoso. Ahí nomás. El rey se me figura una marioneta de teatro de sombras, como las de piel trabajada que venden los artesanos al pie de las pirámides. Cuando muera el primer ministro, llegará la democracia. Se lo dije yo, eterna optimista, a una vendedora con la que charlé un buen rato una mañana, sentadas ambas en la banqueta. Se lo dije como si le hablara de la lluvia que algún día habrá de volver a los arrozales, mientras sus dos hijos sorteaban las tuk-tuk, motos con pequeños remolques para transportar a tres o cuatro personas. Ella susurró en buen inglés: “No hay nada que hacer, la sucesión está asegurada, gracias a sus hijos y con el apoyo incondicional de Pekín. No tenemos futuro. Somos un país mordisqueado”. Ella nació después del genocidio, no fue testigo de los horrores de las huestes de Pol Pot que causaron la muerte de dos millones de personas. Bastaba con tener el pelo largo, poseer un bolígrafo o llevar lentes para ser considerado intelectual y ser eliminado, de preferencia a culatazos para no malgastar municiones. La demencia asesina se prolongó cuatro años, no son muchos comparados con la historia de los templos de Camboya, pero lo suficiente para dejar heridas que no han sanado. Dejó también miles de cojos y mancos. En los arrozales fueron plantadas no las semillas de un pueblo nuevo como los guerrilleros pretendían, sino incontables minas antipersonales. Perversión suprema, fueron confeccionadas para lisiar, la idea era desmembrar a los campesinos para impedirles trabajar y así matarlos de hambre, poco a poco. En los sitios turísticos, conjuntos de músicos mutilados esperan una propina. Las cuerdas de los instrumentos tradicionales se incrustan en sus muñones. Frente a mí bogan los barcos en el río Mekong. Algunos transportan carbón o cemento, otros, adornados con foquitos de todos colores son para pasear. La tarde se ha puesto malva. En un crucero estridente, cinco monjes budistas viajan con la mirada puesta en sus respectivas pantallas Samsung. Suben fotos al Facebook, se toman selfies. La música de la embarcación de madera en nada se parece a la que solían bailar las apsarás, grabadas para la eternidad en la piedra de Angkor Wat. Está a medio camino entre una imitación barata de Santana y una balada de Bollywood. En el malecón, varias señoras sentadas frente a una mesita de plástico y un juego de cartas esperan clientes para leerles la buena ventura. Hay vendedores de fruta fresca, de frituras, de flores, de globos y bebidas. Profesores de zumba imparten clases improvisadas. Algunas ancianas, sentadas en flor de loto, ofrecen sus servicios: pesarse en su báscula rudimentaria. Otras, a la orilla de la banqueta, bordan túnicas que habrán de llevarse en ceremonias, ofrecen pedicure o masaje de hombros por unos cuantos rieles. En una calle aledaña, aprendices de peluqueros cortan el pelo a los transeúntes, en un banquito, frente a un espejo colgado a un tronco de árbol. La brisa se lleva los mechones de pelo. Varios niños hacen carreras con sus hermanitos de pocos meses en la espalda, vestidos sólo con un short y descalzos. “Do not wash the baby…” Mis vecinos de mesa, barbones de bermudas, estilo Indiana Jones con sobrepeso, son franceses. Parecen llevar aquí más de una vida. Me pregunto qué hallaré cuando deje este puesto de observación privilegiado. Anoche me perdí para volver al hotel. Caminaba de prisa por una suerte de Tepito tropicalizado, cuando una rata gorda caracoleó a mis pies. Una criatura delicada, de piernas interminables y pelo brilloso me miró con desprecio, era trans. En el Helicopter Bar “all our girls are prettys, free pool”. Confirmo, son muy bonitas con sus caras infantiles y sus ojos de animal asustado, sus minifaldas blancas, playeras ajustadas y ninguna ropa interior. Luces y neones palpitaban para señalar el Moon­rise, al lado del Waikiki, al lado del Hilton, al lado del Joy y enfrente del Samsara. Septuagenarios europeos, rodeados de jovencitas escuálidas, bebían en las mesas de los bares. Por un turista se contaban cuatro o cinco niñas, algunas con coletas y uniforme escolar, otras con medias de red y pestañas postizas… Ellas se contoneaban para ganar al cliente. Ellos se creían el rey de la selva…, pellizcaban a una, manoseaban a otra, como si fueran melones en el mercado. El Hair, bandera arcoíris en la entrada, proponía meseros fisicoculturistas de corbatas de moñito y tangas de satín. Mientras, en la acera, algunas ancianas hurgaban en la basura, sacaban de las bolsas negras zapatos rotos y sándwiches mordidos. Varios choferes de tuk-tuk dormían en un catre instalado frente a los bares o en una hamaca colgada entre dos postes de luz. Al lado de ellos, en lo que alguna vez quiso ser banqueta, una joven con vestido de lentejuelas amamantaba a su hija. Me ofrecieron una tarántula asada, decliné la oferta. En una esquina, el chofer de un general galardonado limpiaba el parabrisas de un Rolls-Royce dorado nuevecito. Dorado como el uniforme de él. Un gato flaco me siguió maullando. Una mujer cacheteaba a su marido entre dos comercios y lo insultaba sin que nadie se inmutara. Él sólo agachaba la cabeza. ¿Habrá hecho un intento por entrar al Helicopter Bar? Más adelante, trabajadores levantaban el asfalto de la calle con palas: dos laboraban, los otros seis los miraban. Montañas de basura se acumulaban bajo los flamboyanes en flor, y yo pensaba en la mujer que unas horas antes me había cerrado el paso en la tienda donde se me había ocurrido preguntar el precio de una pulsera: “no se puede ir, queremos su dinero”. Por ahora, no tengo intención de dejar el Fancy Lounge a la orilla del Mekong. En mis dos vasos, los hielos del coctel de maracuyá se han derretido del todo. Con los codos sobre el barandal de la terraza, busco el rostro del amante chino de Marguerite Duras. Cierro los ojos y recuerdo los ruidos que ella, la desterrada, escuchaba a través de las persianas de madera, mientras hacía el amor con aquel hombre, en aquella tierra de antaño llamada Indochina, a la orilla de este río que sigue fluyendo.

Está muy atenta al exterior de las cosas, a la luz, al estrépito de la ciudad en el que la habitación está inmersa. Él tiembla […]. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la dulzura del sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida. Él gime, llora. Está inmerso en un amor abominable.

Brillan algunas estrellas, los primeros barcos de pesca navegan hacia el sur. Huele a ranas asadas, a citronela caramelizada, a incienso, a jazmín agobiado por el calor del día. La cuija blanca se abrazó al cordón del ventilador del bar y ahora se columpia en un gozo franco. Como el mío.

Imagen de portada: Pagoda de Plata, Camboya. Fuente: Deal Travel Asia