Trepanación de la ceniza

La noche / dossier / Junio de 2021

Emiliano Monge

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El aburrimiento precipita los finales, nos dice tras un breve silencio. Para esto, en realidad, nos ha invitado, para contarnos su último año. No la habíamos visto desde que las llamas arrasaran su departamento. Cuando el tedio se apodera de las cosas, lo único que queda es marcharse, terminar con tu pareja o buscarte una aventura, como hice yo, nos dice buscando el cenicero entre los platos sucios, las copas, las botellas. No sé si habrá sido accidente o si le prendió fuego adrede, nunca lo sabré, nos dice encendiendo un cigarro, recogiéndose el pelo y clavando la mirada en mí, que soy el único que, según ella, según Teresa, aún habla con Felipe, es decir, con su expareja, el hombre que presuntamente prendió fuego a sus cosas y a su hogar. La excusa de él, la explicación de Felipe, es minúscula: se quedó dormido con un par de velas, porque esa tarde se había fundido un fusible. Ni siquiera yo, que debería estar de su parte, me lo creo. Pero esto, que no le creo a Felipe, que estoy convencido de que incendió adrede la vida de Teresa, no pienso decirlo en voz alta, menos ahora que no sé qué ha sido de él. Uno puede traicionar a las personas, pero no a sus fantasmas. La tarde previa a la noche del incendio, Teresa le confesó a Felipe que tenía una aventura, que llevaba varios meses, de hecho, acostándose con alguien más y que no pensaba dejar a ese alguien más, que ese alguien más no necesitaba metérsela por el culo para tener una erección y que ese alguien más se interesaba por lo que ella hacía, por su trabajo en la montaña de Morelos, a donde, por cierto, ella volvería esa misma noche, acompañada de ese alguien más a quien sus padres bautizaron como Mario.

Ilustración de Irene Mendoza Ilustración de Irene Mendoza

Nunca lo sabré porque, en el fondo, me parece, no quiero saberlo, nos dice haciendo una pausa para darle una calada a su cigarro. Que es lo mismo, no querer saberlo, que saberlo sin querer reconocerlo, nos dice luego, retomando el hilo y clavando su cigarro en la muesca despostillada del cenicero. Lo que si sé, es que el incendio convirtió el tedio en coraje, nos dice sonriéndose a sí misma. Y, como la rabia quema igual que el fuego, me propuse destruirlo, hacer mierda a Felipe. La aventura con Mario, entonces, se convirtió en relación, pero más como agresión que como anhelo, nos dice. La última vez que vi a Felipe —pienso mientras Teresa nos dice cómo fue que ella y Mario se convirtieron, para sorpresa suya y también de él, en pareja; mientras nos dice, pues, cómo fue que aquella rabia suya se convirtió en el coraje de los dos y cómo ese coraje decantó luego en el elixir de su amor— fue en la casa de sus padres. Me recibió bajo el viejo limonero del jardín, un árbol maltrecho y seco, rodeado por un mar de colillas y cenizas, flaco como animal mal alimentado, triste como una planta desenraizada, silencioso como un ser roto y obsesionado consigo mismo, como un culpable. Todo lo sólido, al final, puede recuperarse, nos dice Teresa tras un nuevo silencio, que la alcanza a ella y a mi mente. Eso fue lo que Mario me hizo comprender, que lo que no se recupera es lo que se desvanece y aun así se queda aquí, dentro de uno. Este departamento, por ejemplo, está mejor que antes, me gusta más, nunca lo había sentido así de mío, nos dice mudando el gesto y dedicándose otra sonrisa peregrina. En cambio, lo que no puedo soportar, es que no esté Remigio. No, no que no esté, lo que no aguanto es no saber si se asfixió, si se quemó, si lo ahogaron los bomberos o si escapó y el susto lo llevó tan lejos que no supo regresar, nos dice. Remigio era el gato de Teresa y Felipe, un gato atigrado, viejo y cariñoso. La mascota que adoptaron apenas irse a vivir juntos. Estoy seguro de que él, Remigio, murió en el incendio; estoy seguro, de hecho, de que eso fue lo que Felipe quiso, que su mascota se quemara, no lo que Mario, si he entendido bien lo que Teresa está diciendo, habría querido: que no se supiera nada más de ese gato, que la duda quedara para siempre, convirtiéndose, poquito a poco, en vacío, un vacío cada vez más frío, un vacío en torno al cual no crecen los sentimientos. El objetivo de Felipe, entonces, quedó trunco. No hubo restos, el carbón no pudo expresarse. Teresa y Mario, por su parte, se hicieron pronto de otro gato, un gato cuya historia, de hecho, es la que Teresa ha empezado a contarnos. La noche que volví a la montaña de Morelos, tras resolver lo del seguro y dejarle claro a Felipe que habíamos terminado, Mario estaba conmigo, nos dice. Me pidió que no viajara sola, me propuso acompañarme y regresar al día siguiente, pues el trabajo le impide pasar más de dos días lejos de su laboratorio, nos dice. Por eso, de hecho, no pudo estar en esta cena, porque uno de sus animales, creo que un mono capuchino, aunque no estoy segura, se puso mal hoy en la tarde, nos dice. Se le infectó la vía de una pierna o el agujero del cráneo, no sé qué pero algo se le infectó al animalito y por eso tuvo que quedarse, por si era necesario sacrificarlo, nos dice. Mario, la pareja de Teresa, a quien apenas he visto un par de veces, es neurólogo y neurocirujano. Trabaja con animales, los trepana, les coloca nódulos que se conectan a una o varias máquinas y estudia el deseo y la pérdida, si es que he entendido bien lo que hace, porque también es posible que no lo haya entendido y que él haga otra cosa. Pero, de que trepana cabezas, las trepana, estoy seguro. Tan seguro como de que Felipe, la última vez que lo vi, me dijo que la ceniza tiene voz, que si uno escribe con un carbón, no es la voz de uno la que habrá de leer quien mire el texto. Aquella noche, en Morelos, en la montaña, nos despertaron, de madrugada, los maullidos, los chillidos, en realidad, de un gatito, nos dice. Yo fui la primera en levantarme, por supuesto, la primera en cruzar la casa y salir al exterior, donde la luna llena lo encendía todo de un azul plomizo, nos dice haciendo una nueva pausa, encendiendo otro cigarro y maldiciendo que se acabaran las cervezas. Puedo ir por más al Oxxo, propongo, pero la mirada de mi pareja y la de Teresa me dejan quieto. Poco después me alcanzó Mario, nos dice. Estábamos descalzos y aunque es zona de alacranes y serpientes decidimos seguir aquellos maullidos, nos dice vaciando los restos de varias botellas en su vaso, para tener aunque sea un trago. En serio puedo ir por cervezas, asevero, pero de nuevo choco con la mirada de mis acompañantes. Al baño sí tengo que ir, suelto levantándome antes de que puedan detenerme. Estoy oyendo, así que sigan, asevero desde el baño, cuya puerta dejo abierta. Teresa, entonces, continúa: lo encontramos como a cien metros de la casa, bajo un mezquite, entre un montón de piedras, nos dice. Tendría un mes, igual un mes y medio y estaba aterrado, no dejó de aullar aunque lo alcé y lo apreté contra mi pecho, nos dice cuando jalo la cadena y me vuelvo hacia el lavabo. En la casa le dimos de beber y comer, nos dice mientras me limpio las manos. Luego lo acostamos con nosotros, entre nosotros, en realidad, nos dice mientras me seco y observo, sobre la repisa de cristal que emerge del espejo, varios trozos de carbón. Es una extraña colección, una serie de figuras, en realidad, carbonizadas. Al día siguiente, tras discutir qué debíamos hacer y antes de que él se regresara a la cuidad, a su laboratorio, en realidad, Mario y yo decidimos quedarnos aquel gato, al que bautizamos como Felipe, por razones evidentes, nos dice, pero yo ya sólo escucho a medias. De golpe he comprendido que las figuras carbonizadas fueron huesos.

Esqueleto de un felino asustado. Wellcome Collection Esqueleto de un felino asustado. Wellcome Collection

Entonces no podíamos saber que crecería como lo hizo, que crecería y crecería y crecería, que sería lo que es ahora, nos dice cuando salgo del baño. Tras la puerta de enfrente a la que acabo de cerrar, escucho un ruido arrinconado, un sonido que es un rasguido, un sólido lamento que se me mete en las entrañas, que baila adentro de mi cuerpo. Miren, nos dice subiendo las piernas a la mesa y descubriendo sus tobillos, todas estas marcas me las dejó ese animal, que por la noche se convierte en una bestia, en una fuerza salvaje, nos dice sonriendo, esperando que también nosotros riamos. Quieran o no, voy por cervezas, suelto buscando mis llaves en la mesa y evitando sus miradas. No me importa irme solo, dejar ahí a mi novia; el miedo, a fin de cuentas, también precipita los finales. El terror se apodera de las cosas y lo único que queda es marcharse, me digo buscando mi chamarra. Está en el cuarto, puse sus cosas en nuestro cuarto, sobre la cama, me dice Teresa, quien luego sigue, como si nada, riendo casi a carcajadas: por el día es un gato normal, un bicho cariñoso, incluso, pero nada más se pone el sol, se transforma en una bestia. Así que antes de que anochezca lo encerramos o debemos encerrarnos Mario y yo, porque si no, nos ataca, nos dice. Mi chamarra está encima, sobre las cosas de mi novia. La levanto y me la pongo, mirando, a través de la ventana, el camino de piedras que comunica, como una lengua ancestral, los edificios de la unidad habitacional en donde estamos. Quiero estar ahí, quiero salir de una vez y estar ahí, me digo dándome la vuelta y mirando al pasillo, donde otra vez escucho el ruido, el rasguido ése que ahora me parece más el eco de algo que se arrastra que el de algo que araña. Mario dice que sería peor llamar a alguien, que los supuestamente expertos lo único que harán será sacrificarlo, nos dice cuando vuelvo a la sala y me despido, sin ver a nadie y sin poder sacar de mi cabeza la última idea que me asalta: es algo que alguien o algo más arrastra, es como si alguien o algo estuviera dejando una marca. Cree que si al final no conseguimos adaptarnos, él lo tratará mejor en su laboratorio, nos dice. La gente cree que sufren, que los animales trepanados sufren todo el rato, pero les damos una vida que no tendrían en las calles, los alimentamos, los dejamos libres casi todo el día, los estudiamos nada más de tanto en tanto y sobre todo cuando duermen, nos dice que dice Mario, cuando dejo el departamento. En la escalera apresuro mi huida; tanto, por lo menos, como en mi pecho se apresuran mis latidos. Terminar con tu pareja o buscarte una aventura, me digo mientras salto, de tres en tres, los escalones, sin saber por qué me digo eso ni por qué me he asustado. Sobre el camino de piedras, vuelve la calma a mi cuerpo y me detengo; me detiene, en realidad, un presentimiento, no, la certeza de estar siendo observado. Cuando levanto la mirada, tras la ventana del cuarto que me obligó a salir corriendo, descubro a Felipe, en cuyo cráneo brilla un destello metálico. Está rasgando, con un trozo de carbón, el vidrio. Renunciando a leer lo que escribe, apresuro mis pasos nuevamente y escapo. De cualquier modo, no es su voz la que habría de leer, si me quedara, si viera el texto.

Imagen de portada: Mary Bishop, Cuatro manos gigantes persiguen a una persona (detalle), 1969. Wellcome Collection