Paseos por Roma

Mapas / suplemento / Julio de 2018

Stendhal

Traducción de: Verónica González Laporte

Monterosi (a 25 millas de Roma), 3 de agosto de 1827


Las personas con las que viajo a Roma dicen que San Petersburgo debe visitarse durante el mes de enero e Italia durante el verano. En cualquier lugar el invierno es como la vejez. Puede uno abundar en precauciones y recursos contra el mal, pero no deja de ser un mal, y quien haya visto el país de la voluptuosidad sólo en invierno se quedará para siempre con una idea de lo más imprecisa. De París, atravesando el país más feo del mundo, al que los cretinos llaman la “Bella Francia”, llegamos a Basilea y de Basilea al Paso Simplon. Cien veces deseamos que los habitantes de Suiza hablasen árabe. Su amor exclusivo por las monedas nuevas y por el servicio de Francia en donde pagan bien, nos echaba a perder su país. Qué decir del Lago Mayor, de las islas Borromeas, del Lago de Como, sino la lástima que nos dan quienes no se vuelven locos por ellos. Atravesamos rápidamente Milán, Parma, Bologna; en seis horas se pueden entrever las bellezas de estas ciudades. Ahí empezaron mis funciones de cicerone. Dos mañanas bastaron para Florencia, tres horas para el Lago de Trasimeno, donde tomamos una barca, y al fin henos aquí, a ocho leguas de Roma, veintidós días después de salir de París, aunque hubiéramos podido hacer el trayecto en doce o quince. La posta italiana nos sirvió muy bien, viajamos cómodamente en un carruaje ligero y una calesa, siete de nosotros y un sirviente. Dos sirvientes más vienen por la diligencia de Milán a Roma. La intención de las señoras con las que viajo es pasar un año en Roma; esa ciudad será como nuestro cuartel general. Desde ahí haremos excursiones a Nápoles y al resto de Italia, más allá de Florencia y de los Apeninos. Somos lo suficientemente numerosos como para formar una pequeña sociedad y pasar las veladas que, en los viajes, suelen ser los momentos más pesados. Por cierto, buscaremos ser invitados a los salones romanos. Esperamos encontrar en ellos las costumbres italianas que la imitación de París ha alterado un poco en Milán y hasta en Florencia. Deseamos conocer los hábitos sociales por medio de los cuales los habitantes de Roma y de Nápoles buscan la felicidad cotidiana. Sin duda, nuestra sociedad de París vale más, pero viajamos para ver cosas nuevas, no pueblos bárbaros como el curioso intrépido que se adentra en las montañas del Tíbet o que desembarca en las islas del Mar del Sur. Nosotros buscamos matices más delicados; queremos ver maneras de actuar más cercanas a nuestra civilización perfeccionada. Por ejemplo, un hombre bien educado, con cien mil francos de renta, ¿cómo vive en Roma o en Nápoles? Un joven matrimonio que sólo cuenta con el cuarto de esta suma, ¿cómo pasa sus tardes? Para cumplir dignamente con mis funciones de cicerone, indico las cosas interesantes, pero me he reservado ex profeso el derecho de no dar mi opinión. Sólo al final de nuestra estancia en Roma propondré a mis amigos observar con más seriedad algunos objetos de arte cuyo mérito es difícil de apreciar cuando uno ha pasado su vida entre las hermosas mansiones de la calle de Mathurins, rodeado de litografías coloreadas. Me atrevo, tembloroso, a proclamar la primera de mis blasfemias: los cuadros que se ven en París nos impiden admirar los frescos de Roma. Escribo aquí mis pequeñas observaciones, muy personales, y no las ideas de las amables personas con las que tengo la dicha de viajar. Seguiré sin embargo el orden que hemos adoptado, porque con un poco de orden, uno se ubica más pronto en la inmensa cantidad de curiosidades que encierra la Ciudad Eterna. Cada uno de nosotros anotó los siguientes encabezados en seis hojas de su cuaderno de viaje: 1. Las ruinas de la Antigüedad: el Coliseo, el Panteón, los Arcos del Triunfo, etcétera. 2. Las obras maestras de la pintura: los frescos de Rafael, de Miguel Ángel y de Aníbal Carracci (Roma tiene pocas obras de los otros dos grandes pintores, El Correggio y Tiziano). 3. Las grandes obras de la arquitectura moderna: San Pedro, el Palacio Farnesio, etcétera. 4. Las estatuas antiguas: el Apolo, el Laocoon, que vimos en París. 5. Las obras maestras de los dos escultores modernos: Miguel Ángel y Canova, el Moisés en San Pietro in Vincoli, y la tumba del papa Rezzonico en San Pedro. 6. El gobierno y las costumbres que se derivan. El soberano de este país goza del poder político más absoluto, y al mismo tiempo orienta a sus sujetos en el asunto más importante de sus vidas: su salvación. Este soberano no fue príncipe en su juventud. En los primeros cincuenta años de su vida, hizo la corte a personajes más poderosos que él. En general, llega a la cima de su organización cuando, en otros lugares, la gente la deja, es decir cuando tiene alrededor de los setenta años. Un cortesano del papa siempre tiene la esperanza de sustituir a su superior, circunstancia que no se observa en las otras cortes. Un cortesano en Roma no sólo intenta agradar al papa, como un chambelán alemán desea agradar a su príncipe, también procura obtener su bendición. Gracias a una indulgencia in articulo mortis, el soberano de Roma puede ofrecer la felicidad eterna a su chambelán; esto no es una nimiedad. Los romanos del siglo XIX no son unos descreídos como nosotros; pueden quizá tener dudas sobre la religión cuando son jóvenes, pero hallaríamos muy pocos deístas en Roma. Había muchos antes de Lutero, y hasta ateos. Desde ese gran hombre, los papas, habiéndose asustado, se encargaron cuidadosamente de la educación. La gente del campo está tan empapada de catolicismo que a sus ojos nada en la naturaleza ocurre sin un milagro. El granizo sólo cae para castigar a un vecino que olvidó de adornar con flores la cruz plantada en una esquina de su parcela. Una inundación es una advertencia de arriba, destinada a devolver al camino correcto a un país entero. ¿Muere una jovencita de fiebre en el mes de agosto? Es un castigo por sus coqueterías. El cura se encarga de decirlo a cada uno de sus parroquianos. Esta profunda superstición de la gente del campo permea a las clases sociales altas, a través de las nanas, las sirvientas y los criados de todo tipo. Un joven marchesino romano de dieciséis años es el más tímido de los hombres y sólo se atreve a hablar con los empleados de su casa; es mucho más imbécil que su vecino el zapatero o el vendedor de grabados. El pueblo de Roma, testigo de todos los ridículos de los cardenales y otros grandes señores de la corte del papa, tiene una piedad más ilustrada, todo tipo de gesto es pronto caricaturizado con un soneto satírico. El papa ejerce pues dos poderes muy distintos: como sacerdote puede otorgar la felicidad eterna al hombre que ha enviado al patíbulo en su papel de rey. El miedo que Lutero infligió a los papas del siglo XVI fue tan grande que, si los Estados de la Iglesia formasen una isla alejada de todo continente, veríamos al pueblo reducido a ese estado de avasallamiento moral con el que se recuerda al antiguo Egipto y Etruria, y que se puede observar hoy en día en Austria. Las guerras del siglo XVIII impidieron el embrutecimiento del campesino italiano. Gracias a una feliz casualidad, los papas que han reinado desde 1700 han sido hombres de mérito. Ningún Estado de Europa puede presentar una lista semejante para estos últimos ciento veintinueve años. Toda alabanza se queda corta ante las buenas intenciones, la moderación, la razón y hasta los talentos que ocuparon el trono durante ese tiempo. El papa tiene un solo ministro, il segretario di Stato, quien casi siempre goza de la autoridad de un primer ministro. En los ciento veintinueve años que acaban de pasar, un solo segretario di Stato fue francamente malo, el cardenal Coscia, bajo Benito XIII, y por ello pasó nueve años encarcelado en el castillo de Saint-Ange. Nunca hay que pedirle heroísmo a un gobierno. Roma teme ante todo el espíritu de examen que puede conducir al protestantismo; por ello el arte de pensar siempre ha sido desalentado, y hasta perseguido en caso de necesidad. Desde 1700, Roma ha producido varios buenos anticuarios; el último en fecha, Quirino Visconti, es conocido en toda Europa y merece su celebridad. En mi opinión, es un hombre único. Dos grandes poetas dio esta tierra: Metastasio, a quien no hacemos justicia en Francia, y, más actual, Vincenzo Monti (autor de la Bassvilliana), fallecido en Milán en octubre de 1828. Ambas obras retratan bien sus respectivos siglos. Ambos eran muy piadosos. La carrera de la ambición no está abierta a los laicos. Roma tiene príncipes, pero sus nombres no se hallan en el almanaque real del país (Le Notizie de Cracas); o bien, si se cuelan, es para ejercer alguna función de beneficencia gratuita y desprovista de poder, como las que le fueron arrebatadas al duque de Liancourt por el ministro Corbière. […] Hay dos maneras de ver Roma: se puede observar todo lo curioso que hay en un barrio, y luego pasar a otro. O bien correr cada mañana detrás del tipo de belleza que nos inspira al levantarnos. Éste es el camino que hemos elegido. Como verdaderos filósofos, cada día haremos lo que nos parezca más agradable, quam minimum credula postero.

Vista de Roma, Hartmann Schedel, 1493

15 de agosto de 1827


Mi anfitrión colocó flores frente a un pequeño busto de Napoleón que se encuentra en mi recámara. Mis amigos decidieron conservar sus alojamientos en la plaza de España, a un costado de la escalera que conduce a la Trinitá dei Monti. Supongamos a dos viajeros bien educados, recorriendo el mundo juntos; cada uno se complace en sacrificar sus pequeños proyectos cotidianos en favor del otro, y al final del viaje se dan cuenta de que se han estorbado constantemente. Somos varios, ¿y deseamos visitar una ciudad? Podemos acordar una hora por la mañana para salir juntos. No se espera a nadie, se asume que los ausentes tienen sus razones para pasar la mañana a solas. En el camino, quedamos en que quien coloque un alfiler en el cuello de su traje se vuelve invisible; no se le dirige la palabra. Además, cada uno de nosotros podrá, sin cometer una falta de cortesía, hacer sus compras solo en Italia, y aun volver a Francia; hemos escrito este reglamento y lo hemos firmado esta mañana en el Coliseo, en el tercer piso de pórticos, en el asiento de madera que un inglés colocó ahí. Por medio de este reglamento, esperamos apreciarnos a nuestro regreso de Italia tanto como cuando nos fuimos. Uno de mis compañeros tiene mucha sabiduría, bondad, indulgencia y dulce alegría; es el carácter alemán. Cuenta además con un juicio firme y profundo que no se deja deslumbrar por nada; pero algunas veces olvidará emplear este juicio superior durante un mes. En la vida diaria parece un niño. Lo llamamos Frédéric: tiene cuarenta y seis años. Paul aún no cumple treinta. Es un hombre bastante guapo, de mente muy ingeniosa, le gustan las ocurrencias, las oposiciones y el traqueteo rápido de la conversación. Creo que a sus ojos el primer libro del mundo es Memorias de Beaumarchais. Es imposible hallar a alguien más divertido y mejor. Las peores desgracias se le resbalarían sin hacerle fruncir el ceño. No piensa en el año que viene, tampoco en el que pasó hace cien años. Quiere conocer las Bellas Artes de las que tanto le han hablado. Pero supongo que las siente como Voltaire. No sé si volveré a nombrar a Paul y a Frédéric en mis próximas anotaciones. Se las presté por más de un mes. No sé si las leyeron completas, pero en todo caso sus retratos les parecieron acertados. Hay otros dos viajeros de carácter bastante serio y tres mujeres, una de ellas entiende la música de Mozart. Estoy seguro de que le va a gustar El Correggio. Rafael y Mozart tienen ese parecido: cada figura de Rafael, como cada melodía de Mozart, es a la vez dramática y agradable. Un personaje de Rafael tiene tanta gracia y belleza que se le mira con un placer intenso, y sin embargo sirve admirablemente al drama. Es la piedra angular de una bóveda, no se le puede sustraer sin atentar contra su solidez. Yo diría al viajero: al llegar a Roma, no se deje envenenar por ninguna opinión, no compre ningún libro; la hora de la información y de la ciencia sustituirá demasiado pronto la de las emociones; alójese en la via Gregoriana, o al menos en el tercer piso de alguna casa de la plaza de Venecia, al final del Corso; huya de la vista y aún más del contacto con los curiosos. Si, al recorrer los monumentos por las mañanas, tiene la audacia de provocarse una aburrición por falta de compañía, así sea usted el ser menos propenso a la pequeña vanidad de salón, usted terminará por sentir las artes.

26 de marzo de 1828


[…] En los países donde la policía es terrible, se puede jugar al enfermo, decir que uno viaja por su salud, y sentarse llegando al separo. El examen obligatorio dura algunas veces hasta tres o cuatro horas, y uno se ve obligado a responder a las preguntas más extrañas. “¿Qué viene usted a hacer en este país? —‌Vengo a ver los monumentos del arte y las bellezas de la naturaleza. —‌No hay nada interesante aquí, usted seguramente tiene otro motivo que me esconde. ¿Acaso ha estado en este país en la época de Napoleón?”. De repente, le miran a uno el traje con singular atención. “¿Cuáles son sus medios de subsistencia? Porque viajar cuesta. ¿Acaso fue recomendado ante algún banquero de aquí? ¿Cuál es su nombre? ¿Lo ha invitado a cenar? ¿Con quién? ¿Qué se dijo en la mesa?” Esta pregunta está diseñada para sacarlo a uno de sus casillas y hacerle olvidar la prudencia. Respondimos de manera muy fría: “Estoy un poco sordo y no entiendo lo que dice una persona si no la tengo enfrente.” “—‌¿Cuenta usted con cartas de recomendación?” Si se responde que sí: ‘Muéstrelas’; si se contesta que no, echarán un vistazo a su baúl de viaje. Al llegar a Domodossola, habíamos enviado nuestras cartas de recomendación por correo, con nuestro nombre y con la dirección en la ciudad en donde habríamos de necesitarlas. Uno de nuestros amigos viajó solo a su destino por la posta, haciéndose preceder por un correo. Él tiene condecoraciones y un título. ¿Fue por eso o bien fue una casualidad que ninguna oficina de la policía pidió verlo? Viajó tanto en Lombardía como en Francia. Por otra parte, vimos cómo fueron indignamente tratados unos ingleses bastante ricos y unos jóvenes representantes de ventas suizos, de dieciocho años. De todas sale uno librado al hacerse el enfermo, yendo a misa cada día y no enfadándose nunca; la actitud alegre desconcierta a los agentes de la policía, esos italianos renegados.

Imagen de portada: Giovanni Paolo Panini, Paisaje del Panteón y otros monumentos antiguos, 1737.