Catorce cuadernos de una actriz encerrada

Especial: Diario de la pandemia / suplemento / Junio de 2020

Renata Moreno

Hace 53 días que estamos en aislamiento social obligatorio. Mil doscientas setenta y dos horas pasan dentro de estas paredes. Poco veo el sol. Alrededor de las once y media de la mañana un haz de luz me visita en diagonal y sin tapaboca, se va rápido, como un espectador impaciente. La tarde queda en sombra. Ir de mi casa al ensayo, del ensayo a la escena, de la escena a la obra, de la obra a las opiniones, del debate a la lectura y los libros, así eran mis días antes. Digo antes, y señalo ese segmento como un freno a la línea temporal suave e inocente que avanzaba, momento cercano al que precede este escrito. En estos 53 días, acomodé los pocos rincones del monoambiente, dibujé, tomé mate como oxígeno, moví la tierra de las plantas, limpié esquinas a las que nunca llegué con la escoba y encontré una caja que ahora tengo enfrente. Abro esta caja que compré en la ciudad de La Plata, en un bazar chino por doscientos cincuenta pesos. Me pareció barata. Una caja negra de plástico que pusieron en una bolsa blanca de plástico. Algo común de los bazares. En la combi de vuelta, me senté en un asiento doble y la puse en el asiento de al lado para que me acompañara. Me bajé en el obelisco y caminé con la bolsa agarrada de las manijas, como una nena que llevaba de paseo. Subí al subte, la senté sobre mis piernas hasta la estación terminal. Con las yemas de los dedos acaricié todo el viaje la tapa de la caja cubierta por la bolsa, la bolsa tenía sonido y la tapa textura, una caricia con estribillo. Qué horrible decir estación terminal, cuántas cosas terminan desprevenidamente, en una tajada violenta, y nacen con un grito. Llegué a casa, acomodé la biblioteca y adentro de la caja puse algunos cuadernos. Después de varios meses de ese momento, vuelvo abrir la caja. Hay catorce cuadernos con apuntes de clases de teatro. Quiero describir cada uno, pero qué sentido tendría contar si son cuadernos artesanales o comprados en negocios de avenida, si me gustan las hojas lisas más que las rayadas, la soltura de escribir fuera de una línea prefabricada. Mejor digo lo que encuentro, un papel de bananita dolca estirado con la uña de mi dedo medio, regalo de miércoles veintiuna horas, dulce que raspa la garganta, y el guión de una escena, ellxs embajadores de un país inexistente, yo una espía rusa llamada Cúrcuma. No me interesa transmitir cuánto nos divertimos en esas escenas, ni la risa a punto de estallar en los ojos de mis compañerxs, combustible para caminar y caer al piso en una coreografía rota y amorfa. No me interesa. Prefiero contar que veo esos cuadernos y me pierdo en un laberinto y se entienda esta pesadilla entre frases poéticas que no dicen nada. Quisiera poner esta sensación, de angustia podría llamar, sobre las ranuras de un exprimidor y hacer un jugo de palabras color naranja o verde. Se podría contemplar el líquido como una obra de arte; la gente diría: ¡qué bello discurso!, ¡qué emoción literaria!, ¡un jugo exquisito! Me gustaría que esa emoción cayera de un robusto nogal, la descubriera frente a mis pies y con uno de ellos, podría romper su caparazón, el exocarpio llamado en botánica, la cáscara simplemente, para que se abra. Vería mi emoción partida en dos sobre el suelo. La definiría: incertidumbre; fruto seco, caído, cosechado. La botánica exclamará: ¡ha caído una emoción del nogal! ¿De qué serviría transcribir un ejercicio hecho en una clase simple? Un evento teatral como cualquier otro de las grandes ciudades, donde la gente se agolpa y tiene un deseo, como reptiles gigantes que lanzan fuego por la boca. O decirles, siento el eco que hacen los tacos de los zapatos sobre el escenario, arriba de la chapa, la madera, la tierra o el cemento. Hacer hincapié en el ensayo de una obra teatral, de autorxs argentinxs, eslovenxs, dramaturgias colectivas, lo que sea, y definirme como una sonámbula que comparte silencios. Todo tan intangible, impreciso, un camino de ripio sin señales. La ruta del ensayo. El peligro. La copa de cristal al borde de la mesa a punto de caer. Alguien con reflejo despierto la atrapa en el aire. Y alguien se corta y chupamos como cachorrxs la sangre. Los ensayos. Somos una misma definición genética provisoria y dispersa, nos movemos en ronda por las calles tanteando una salida, y terminamos reconociéndonos en una esquina cualquiera. Entonces los cientos de enunciados tajantes que se auto defienden en esas hojas blancas anilladas. ¿Qué importan? Si hay catorce cuadernos guardados en una caja de plástico. No quiero emparentar esta caja con una estación terminal. Aviso, aquí los catorce cuadernos podrían morir para siempre. Voy a romper las hojas como papel higiénico, prender hornallas, quemar bloques de papel, mancharlas con barro, pero estaría vivo dentro de ese humo poblado que es la subjetividad y me persigue como nube. Sobrevive latente el mundo, con sus debates, estadísticas y muertes. Una tormenta que nace cada noche. Si cuento que antes la noche era otra cosa, nadie me lo creería. De qué sirve la caja de plástico si no es para abrirla ahora en esta tormenta. Porque a decir verdad, lo que me afecta no es la caja ni los cuadernos ni lo escrito, es lo que está en el aire y desvela, lo que me hace balbucear cosas que no tengo ni idea, dar fórmulas precisas, inventar poesía. Salta sobre mí y de pronto tengo palabras para nombrar. Susurro mientras me chorrea saliva entre los dientes y me deformo en algo que no tiene juicio ni dios. Es el teatro dibujado en minúscula, incómodo, adulto torpe jugando a las escondidas. El teatro deambula por la madrugada y golpea la ventana de mi casa interpelándome ¿qué va a pasar mañana? ¿Es el teatro realmente quien pregunta, o es mi cabeza fragmentada? Le diría: vos seguís tu curso, como el hilo de agua que corre al lado de los cordones de las veredas después de que lavan un auto. Esa corriente donde se juntan hojas, cigarrillos, chicles y monedas. Antes de cerrar la caja, leo lo que está escrito en uno de los cuadernos, —todo es falso momentáneamente—.

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Imagen de portada: Casa llena. Fotografía de Beatrice Murch, 2009. CC