dossier Redes MAY.2025

Eugenia Bone

Micelios, micología y metáforas

Traducción de Pablo Duarte

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Antes, cuando iba a alguna fiesta, me sucedía con frecuencia que, tras contarle a los comensales que trabajaba con hongos y mohos, buscaban de inmediato otra mesa. Eso ya no me ocurre. Acabo de publicar un libro sobre hongos alucinógenos (Have a Good Trip), y ahora yo soy la que busca otro lugar donde sentarse; de lo contrario, me asedian con incontables preguntas sobre los hongos del género Psilocybe, y sobre el reino fungi en general.

​ En la actualidad, los hongos forman parte de las nuevas tendencias de salud y bienestar y nuestro interés por ellos se ha incrementado. Los clubes dedicados a ellos, antes un ámbito para jubilados aficionados, uno que otro lunático y algún junior excéntrico, ahora están llenos de personas que se dedican de tiempo completo al cultivo, la manufactura de productos a base de hongos y la divulgación de sus bondades; además, abundan los guías, tanto para ir al bosque a hacerse de especímenes como para acceder mejor a los terrenos mentales de las variantes alucinógenas. Me inundan las alertas de internet sobre excursiones en busca de setas, curas, recetas, moda, arte, música y diseño (lo mismo artístico que kitsch), remedios ambientales, desarrollo e ingeniería de productos nuevos, así como sobre el impacto de los hongos en la agricultura. Ante esta sobreexposición, me he dado cuenta del uso estereotipado que se hace de la palabra “micelio”, la cual se refiere a la estructura alimentaria de ciertas especies de hongos, pero se ha convertido prácticamente en sinónimo y alabanza de los poderes curativos de la ayuda mutua.

​ Esta noción proviene de investigaciones llevadas a cabo en este siglo que retratan al bosque no sólo como un grupo de árboles, sino bajo la forma de una comunidad interconectada bajo la tierra por uno o más micelios fúngicos que mantienen el equilibrio y el bienestar del ecosistema.1 Esta nueva manera de entender los ecosistemas boscosos ha proliferado debido a películas como Avatar (2009) y Fantastic Fungi (2019), en la que gracias a la actriz Brie Larson los hongos tienen voz e intenciones; también han contribuido libros como La vida secreta de los árboles (Peter Wohlleben, 2015) y programas de televisión como Star Trek: Discovery (2017), que en su primera temporada desarrolló una línea narrativa sobre una red micelial, “una enorme red microscópica… que se extiende por todo el multiverso”. Sumado a esto, innumerables pódcasts, empresas y seminarios aplauden las maravillas de la “conexión micelial”, e incluso algunos promueven la idea de que existe un “micelio humano” que “traza una analogía entre las redes miceliales formadas por los hongos y la interconexión de los seres humanos”.2

Interiores del libro de artista Mycelium Book, 2023. Fotografía de Simon Regan.

​ La relación entre los árboles y ciertos tipos de hongos parece haber mutado más allá de las fronteras biológicas y se ha convertido en un símbolo de la bondad inherente a las relaciones interdependientes. Es una lástima que se trate de una interpretación muy limitada de la micología. Pero creo saber por qué llegamos a este punto. Entre más y más personas —por lo menos en Estados Unidos— viven en carne propia lo fracturado y aterrador que es nuestro mundo, las metáforas sobre la benevolencia innata del reino fungi nos dan una sensación de esperanza y entrañan la promesa de que lo mejor de nuestra naturaleza prevalecerá.

​ No es mi intención menospreciar este sentimiento —yo también preferiría que lo mejor de nosotros sea lo que triunfe—, pero creo que cuando el sentimiento reemplaza a la ciencia nos distrae de una comprensión más profunda de la complejidad de la naturaleza, incluso podría inhibir una verdadera cooperación ecológica. No soy la única en defender esta postura. En un artículo titulado “El sesgo de citación positiva y la sobreinterpretación de resultados provocan desinformación sobre las redes micorrícicas de los bosques”, los autores señalan que les emociona que el público “esté tan emocionado como nosotros acerca de los muchos roles que juegan los hongos en los bosques […], sin embargo, es importante que tanto el público como la comunidad científica entiendan la naturaleza real y el alcance de la evidencia que respalda los roles que juegan las redes micorrícicas comunes”.3

​ Así que, para quienes estén fascinados con la idea de las redes miceliales, aquí va un breve resumen de lo que sabemos acerca de estos sorprendentes organismos. De las muchas especies del reino fungi, algunas son unicelulares, como las levaduras, y otras son multicelulares, como los mohos y los champiñones. A la forma multicelular de un hongo se le llama micelio (existen también otras estructuras multicelulares, como los esclerocios o los rizomorfos, pero no hablaremos de ellas por ahora). Un micelio es una red de tubos microscópicos que buscan y consumen alimento. Posee la información genética del hongo, es capaz de regenerarse cuando se rasga, ya que no tiene parte delantera ni trasera, y puede fusionarse con otros micelios compatibles. Crece a partir de una espora, que es como una semilla ligera y minúscula que contiene sólo un poco de energía. Cuando viaja por el aire y cae sobre los nutrientes que necesita, apenas tiene la suficiente energía para germinar. Es importante que una espora aterrice sobre su comida para que pueda consumirla de inmediato (y ése es el motivo por el que un hongo lanza muchas, pero muchas esporas al entorno, lo que incrementa las posibilidades de que alguna de ellas termine en algo que le sea nutritivo).

Instalación parte de Micelial Listening Networks, 2024. En colaboración con Rodrigo Ríos Zunino.

​ Los hongos son demasiado pequeños para tener estómago, así que digieren su comida en el exterior de sus cuerpos. Supongamos que eres una espora y caes en tu platillo favorito —una fresa—, lo que sigue es que secretes tus jugos digestivos para descomponer la piel de la fruta y absorber nutrientes como agua, nitrógeno, fósforo y azúcares. Sólo entonces tendrás energía para crecer un poco más, una célula a la vez, en filamentos largos en forma de tubo llamados hifas. Conforme estos crecen, se ramifican y se vuelven a ramificar; cada uno de sus extremos es un punto de absorción que explora el ambiente en busca de alimento y, en ocasiones, también de parejas simbióticas. Esta masa de hilos hifales es un micelio. Los hay de diversas dimensiones y crecen en cualquier dirección en la que haya nutrientes, por eso es que el micelio de un hongo, como la tiña, sólo crece a nivel superficial (la Tinea corporis consume la queratina de la piel, no los tejidos; no crece donde no hay comida).

​ Dado que los hongos son organismos adaptativos, una manera de describir cómo viven es analizando lo que consumen. No crean el carbono que necesitan, por lo que deben conseguirlo a través de otras fuentes. Los hongos parasitarios —la mayoría de las plagas de las plantas— obtienen su carbono por medio de la depredación: matan, por ejemplo, al arbusto que los alimenta. Los saprófitos o saprobios lo extraen al comer cosas muertas o a punto de morir, por lo general plantas. Cuando rompes un tronco podrido, el material blanco y esponjoso que encuentras en su interior es el micelio del hongo saprobio que se encuentra ocupado consumiendo los nutrientes del árbol agonizante. Los organismos mutualistas, que incluyen a los endófitos y micorrícicos, obtienen su carbono mediante una especie de comercio químico con una planta viva. Son los hongos micorrícicos a los que se refiere la gente, lo sepa o no, cuando habla de la red de micelios. Me parece que es útil saber que un micelio es el talo —un cuerpo indiferenciado— de muchos de los hongos multicelulares, incluidos los parásitos. Esto quiere decir que la metáfora de la “red de micelio” tiene menos que ver con el micelio en sí y más con la forma en la que algunos de ellos obtienen su sustento.

​ Desde hace tiempo se sabe que la mayoría de las plantas —entre el 79 % y el 90 % de ellas— participan en relaciones mutualistas con hongos. Su vínculo tiene como base el trueque: parte del hongo se adhiere a los extremos de las raíces de la planta mientras que el resto explora en la tierra buscando alimento. Así, entrega al organismo vegetal los micronutrientes —el fósforo, por ejemplo— que éste no puede fabricar y en la forma en la que los necesita. La planta, por su parte, comparte con el hongo los azúcares que genera por medio de la fotosíntesis. Sin embargo, lo que elevó a la micorriza al ámbito de la metáfora fue el trabajo de la doctora Suzanne Simard, de la Universidad de Columbia Británica. La experta descubrió que los hongos se adhieren a las raíces de múltiples árboles en un ecosistema particular y, en esencia, crean un sistema de tuberías de nutrientes del que cada árbol puede beneficiarse y en este proceso definen una comunidad forestal específica. Como escribió en su libro En busca del Árbol Madre (2021), esta cooperación “desafía la teoría existente que dice que en la evolución y la ecología la cooperación es menos importante que la competencia”.

Microscopía del micelio, 2023. En colaboración con el Centre for Print Research, University of West England.

​ Simard y sus colegas probaron esto con un experimento de campo sencillo y bien hecho: “marcaron” los azúcares arbóreos con isótopos radioactivos que luego monitorearon mientras éstos viajaban por las hifas fúngicas hasta las puntas de las raíces de otros árboles. Su artículo se publicó en la revista Nature en 1997, fue destacado en la portada y opacó el descubrimiento del genoma de la mosca de la fruta (algo mucho más importante de lo que parece). A los editores se les ocurrió el título “The Wood Wide Web” (“La gran red de madera”), que, convertido en concepto, se usa ahora para referirse a algo más que una red de árboles y sus simbiontes micológicos en un ecosistema específico; se ha convertido en “el evangelio de la nueva silvicultura” como lo describió Richard Powers en su novela, publicada en 2018, The Overstory (el personaje de Patricia Westerford está basado en la doctora Simard) y en una metáfora de la cooperación como medio para alcanzar el éxito y la felicidad.

​ El trabajo de Suzanne sugiere que por medio de estas redes micológicas los árboles comparten recursos: los maduros (que ella llama “árboles nodales” en sus investigaciones y “árboles madre” cuando hace divulgación) asisten a los brotes tiernos, favorecen a sus parientes y distribuyen recursos incluso después de morir. Las plantas más débiles aprovecharán esta red, como un comensal hambriento en un bufet. Los individuos jóvenes que luchan para crecer en la sombra de una fronda pueden apoyarse en la red micológica de los árboles más grandes y maduros para reforzar su nutrición. Esta red beneficia no sólo a los árboles robustos y a los retoños de la misma especie, sino también a otros de distintas especies y en diferentes etapas de desarrollo. Así que un hongo realiza múltiples tareas, con sus hifas adheridas a las raíces de muchos árboles de un mismo bosque, y provee distintas cargas nutritivas a diferentes árboles de manera simultánea. “En un bosque hallamos 47 árboles unidos por dos especies de hongos compuestos de doce individuos”, dice Simard. (Cuando escribe “individuos”, se refiere a dos entidades genéticas distintas.) “¡Vaya que en este caso si son dos grados de separación!”

​ Simard no era la única científica que indagaba en este nuevo y radical conocimiento de las plantas y sus conexiones micorrícicas. En un estudio de 2013, científicos de la Universidad de Aberdeen descubrieron que las plantas de frijoles vinculadas por hongos micorrícicos pueden transmitir “advertencias” de un ataque inminente a través de las hifas fúngicas que comparten.

​ La naturaleza mutualista de la relación entre plantas y hongos anima el entusiasmo por la red de micelios, pero éste no es el retrato completo. Los hongos pueden proveer servicios ambientales a las plantas de un ecosistema, pero también pueden negarlos. Todo depende de qué les convenga. Por ejemplo, un artículo publicado a finales de enero del presente año en PNAS (Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America) titulado “La evolución de la señalización y el monitoreo en las redes de plantas y hongos” sugiere que los micorrícicos probablemente no les ayudan a las plantas por generosidad, sino que, cuando un hongo que vincula a dos plantas detecta un ataque de pulgones y le advierte a las otras matas de la red, lo hace porque evolutivamente es benéfico tener múltiples socios simbióticos.

Convergence, 2013. Cultivo de hongos filamentosos en colaboración con el Laboratorio de Microbiología del Centro Médico San Joaquín, Chile, y con la Galería Temporal.

​ En última instancia, el mutualismo se basa en el interés propio pero compartido. En los ecosistemas forestales, las redes de hongos pueden determinar qué plantas necesitan más sus nutrientes y cuáles tienen más carbono que ofrecer. No se asocian con cualquiera; a veces prefieren hacerlo con árboles situados a cierta distancia porque la recompensa de carbono es mayor. “El hongo es básicamente un microbio jugando al economista”, explica en un artículo en el New York Times Tom Shimizu, biofísico del instituto de física AMOLF, de Ámsterdam. Los flujos de carbono en las hifas fúngicas, según la bióloga evolutiva Toby Kiers, directora ejecutiva de la Sociedad para la Protección de las Redes Subterráneas, están bajo el control de los hongos. Pero se desconoce la manera en la que mueven los nutrientes y cómo toman decisiones estos organismos sin cognición. El difunto micólogo Tom Volk solía describir la simbiosis planta-hongo como una toma de rehenes en la que el hongo retiene los nutrientes hasta que el vegetal le entrega el azúcar. Esto difiere bastante de la amistosa interpretación que Suzanne Simard hace de la misma relación.

​ Me parece que la metáfora de la “red de micelio” se basa en dos ideas escogidas a conveniencia. La primera es que el micelio es por naturaleza un organismo magnánimo. No lo es. Es el talo de hongos pluricelulares, algunos de los cuales son parasitarios, otros saprófitos y otros micorrizas. Micelio se ha convertido en el término que designa a un hongo micorrícico y su papel en un ecosistema forestal. La segunda idea es que los hongos micorrícicos desempeñan un papel altruista en el medio ambiente. Se puede considerar que ese papel es benéfico, pero no hay evidencias para caracterizar a la especie como generosa. De hecho, puede haber más pruebas de que “obran” basándose en el interés propio.

​ Caracterizar a los micelios como abastecedores dadivosos de los ecosistemas forestales es una forma del antropomorfismo por medio del cual atribuimos características humanas a otras especies. Pero el antropomorfismo es sólo una herramienta de comunicación científica. Se utiliza para ayudar a las personas que no entienden la ciencia a conectarse con ella. Y ciertamente no hay mucha gente que sepa tanto de micología. Durante la mayor parte de la historia académica, los hongos se estudiaban (si es que esto ocurría) en los departamentos universitarios de botánica. Tradicionalmente, los botánicos los agrupaban con las plantas cuando, en realidad, constituyen una enorme y única categoría taxonómica que condensa una amplia gama de estilos de vida y morfologías. Pero a menos que estudie biología a nivel de posgrado, un alumno recibe muy poca información acerca del reino fungi. Cuando volví a mi antigua universidad, Columbia, en Nueva York, para estudiar la licenciatura en biología durante un año, sólo tuve una clase sobre hongos. Una.

​ Cuando alguien que carece de conocimientos básicos de micología se entera por primera vez de la existencia de los hongos —su ubicuidad, su diversidad, sus funciones cruciales en ecologías tan diversas como la atmósfera y la piel y, en algunos casos, las características de sus compuestos bioactivos—, estos pueden parecer absolutamente milagrosos. Cuando empecé a interesarme por ellos, me deslumbró descubrir todo un reino de vida del que no sabía nada. Fue como descubrir que los fantasmas son reales. Pero esa vulnerabilidad intelectual ha permitido, en mi opinión, que la gente crea caracterizaciones hipotéticas, incluso ficticias, del papel de los hongos en la naturaleza y, en particular, la noción de que el micelio es desinteresado, compasivo y generoso, todas ellas cualidades que necesitamos cada vez más en nuestro mundo. Pero, de hecho, desde el punto de vista fúngico, la vida es tanto oportunismo como colaboración.

​ Nos encantan las historias que nos hacen sentir bien y nos ayudan a relacionarnos con los otros. Pero no confundamos literatura con micología porque, por muy inspiradora que sea la metáfora, no resuelve los problemas del mundo real, como la degradación de los bosques y el suelo, la liberación de carbono en la atmósfera y los cultivos deficientes en minerales.

​ Para estos problemas, sin embargo, la micología sí tiene alternativas.

Todas las imágenes son cortesía de Rodrigo Arteaga Abarca.

  1. La idea de reciprocidad mutua en la naturaleza tiene todo tipo de procedencias, incluida la “Hipótesis Gaia” del futurista James Lovelock, que describía la Tierra como una “serie de ecosistemas en interacción que componen un único y enorme ecosistema en la superficie terrestre”. En parte, esta hipótesis impulsó el pensamiento New Age de la generación Baby Boomer, que a su vez ha engendrado gran parte del revuelo sobre la “red micelial”. James Lovelock, Gaia: A New Look at Life on Earth, Oxford University Press, Oxford, 1979. 

  2. The Octopus Movement, disponible aquí

  3. Justine Karst et al., “Positive Citation Bias and Overinterpreted Results Lead to Misinformation on Common Mycorrhizal Networks in Forests”, Nature, 13 de febrero de 2023.