Las dinastías en la lucha libre mexicana

Identidad / panóptico / Septiembre de 2017

Patricia Celis Banegas

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Aún no sé quién siente más curiosidad en estos encuentros, si los luchadores o yo. Ellos comprenden que no vengo desde lo más lejano de América del Sur por pasatiempo, sino con una verdadera pasión, con una inquietud, movida por la complejidad de estas narrativas. Existen prejuicios académicos contra el estudio de algunos temas de la cultura popular mexicana como la lucha libre: todo el mundo sabe quién es Santo y que la lucha libre es un espectáculo, para qué más. Éste fue el primer escollo, la pregunta que muchos colegas me hacían era justamente “¿para qué?” En principio no tenía una respuesta clara. Lo que sí sé es que, a partir del día en que pisé la Arena México, me envolvió la magia de un ritual performativo de una energía que aún me emociona, y que me llevó a analizar la lucha libre desde sus carga simbólica, ficcional y alquímica. Ser mujer, argentina, me transformó en un animal exótico en este campo. Yo seguí adelante guiada por mi pasión hacia aquello que buscaba conocer, entender, interpretar. Desde la primera entrevista, todas las barreras se esfumaron. Trabajar desde la participación interpretante en mundos anidados en otros mundos fue un desafío que rindió frutos. Durante más de ocho años he entrevistado a decenas de luchadores, he aprendido de sus triunfos y sus heridas, me han emocionado las historias de los que han ganado máscaras y también las de aquellos que las han perdido y, con ellas, una parte de sí mismos. Como antropóloga no creo en la existencia de informantes sino de prójimos que tienen historias, experiencias, emociones y sueños que compartir; creo en un aprendizaje fractal, inacabado y mutuo. Cuando le pregunté al nieto de una de las dinastías más famosas en la Ciudad de México, qué sentía al ser parte de una dinastía, él sólo suspiró y me miró a los ojos… Entendí que no todo lo que brilla es oro en esta profesión, y pensándolo mejor, en ninguna profesión donde la familia es un modelo a seguir. En julio de este año participé en la boda de Rey Bucanero y su esposa, unos entrañables amigos que el estudio de la lucha libre me regaló. Rey Bucanero es un luchador experimentado que pertenece a una gran dinastía en la lucha libre. La boda fue oficiada por Fray Tormenta, un sacerdote inmortalizado en varios filmes gracias a su valentía y su perseverancia, ya que mientras organizaba un orfanato pudo ser sacerdote y luchador profesional a la vez. Su historia es conocida y hoy es una leyenda viva. En la boda estuvieron involucrados todos los miembros de la dinastía del flamante esposo, algunos como padrinos y otros como organizadores, la dinastía mostraba lo mejor de sí: todos para uno. La lucha libre existe en México desde hace más de 80 años. Al principio se organizaban encuentros callejeros en los que de forma itinerante participaban luchadores profesionales contra luchadores locales. Con el tiempo se formaron asociaciones y consejos destinados exclusivamente a la lucha libre. Desde ese momento los espacios donde se desarrollaban las peleas dejaron de ser eventos callejeros para convertirse en espectáculos en arenas que en muchas ocasiones estaban hechas para tal fin. En la década de 1950 comenzaron a surgir figuras populares que modificaron definitivamente la escena. Un cambio drástico impuesto por los mismos luchadores fue la utilización de máscaras para las contiendas; esta modificación fue adoptada vertiginosamente por la mayoría de los luchadores, que en diez años poblaron de personajes imaginarios la lucha libre. En sólo dos décadas las máscaras fueron adoptadas por la mayoría de los luchadores. En la actualidad, la lucha libre es parte ine­ludible en la referencia a las culturas populares mexicanas, atravesadas por los procesos de mundialización que se televisan en todo el territorio mexicano. Hoy muchos de los luchadores siguen usando máscaras portadoras de historias que con frecuencia trascienden al mismo personaje. En la lucha libre existen personajes que traspasaron épocas y barreras sociales como Santo, Blue Demon, Rayo de Jalisco, Huracán Ramírez, Mil Máscaras, Perro Aguayo y Tinieblas; hoy son entendidos como auténticos performers. Muchos de ellos fueron pioneros en la construcción de un personaje dentro y fuera de las arenas generaron una imagen particular de sí, de su estética, e incluso crearon llaves cuyo nombre está asociado a su autor. Hoy están activos los nietos de las primeras generaciones de luchadores, que no sólo conservan el apellido o el personaje, sino que vienen a transformar lo generado por sus antecesores. En tiempos de selfies, redes sociales e instantaneidad líquida, estos herederos posmodernos transforman estas dinastías en fenómenos mediados por la tecnología. Cada región mexicana posee sus propias dinastías, desde Monterrey (la Dinastía Garza, por citar una de ellas) pasando por la Ciudad de México (Los Alvarado, que incluye a todos los Brazos, junto a Psyco Clown, Máximo Sxy y la Máscara), hasta San Luis Potosí (Las Máscaras: Mil Máscaras, Dos Máscaras, Psicodélico y sus hijos), por mencionar algunas latitudes. Al comienzo las dinastías compartían el nombre y hasta un concepto, por ejemplo, la dinastía de Ray Mendoza que dio origen a los Villanos (I, II, III, IV y V) mantuvo la tradición de la familia a través de una imagen común, funcionaron como un todo con diferentes aristas. Otras dinastías han mantenido un parentesco desdibujado en sus personajes; si bien los nombres forman asociaciones de familia, cada uno ha hecho su carrera de forma autónoma en diferentes empresas y escenarios, como es el caso de Pirata Morgan, Verdugo, Hombre Bala, Rey Bucanero, Morgan Jr. e India Sioux, que forman parte de una familia pero mantienen sus propios personajes con independencia del resto.
Como luchador de linaje se nace con una historia que respalda el futuro, y en el caso de luchadores tan populares con Santo, Blue Demon o Dr. Wagner, el nombre también se hereda, con el peso simbólico que implica ser el hijo de una leyenda. Muchas veces los luchadores cambian de nombre y de máscara hasta encontrar aquellos con los que sienten que pueden convivir y recrearse; no heredan el nombre si no lo desean o si sienten que no pueden soportarlo en el sentido literal de la palabra. Otro ejemplo paradigmático en las dinastías mexicanas es el caso de la familia Moreno, formada por el patriarca Alfonso Moreno y su esposa (no luchadora), que a través de sus hijas continuaron la estirpe. Tomaron la herencia de su padre para transformar el lugar de las mujeres en el pancracio. El empoderamiento fue heredado del padre, la lucha posterior de cada una de estas mujeres fue un combate librado cuerpo a cuerpo y día a día en sus vidas dedicadas a este deporte. Entre sus logros está sostener la Arena Azteca Budokan por más de 54 años. Las dinastías son parte del micromundo de la lucha libre, donde muchos luchadores forman familias en el seno de las arenas y crían a su hijos dentro de este universo, donde los lances y las llaves son aprendidas casi al mismo momento que se aprende a caminar. Una frase muy popular en el dominio de la lucha libre es “sacar la casta”, en el sentido mágico y lamarckiano del término. La paradoja está presente: pertenecer a un grupo de origen como forma de definirnos o diferenciarnos de este al punto de resignificarlo. Este dilema universal, que antropólogos como George Balandier nos vienen insistiendo desde el siglo pasado está en el seno de las lógicas humanas y por ende también forma parte de la práctica de lucha libre en México. Las familias de luchadores generan acuerdos, alianzas, pugnas por intereses encontrados, desviaciones y encuentros. Y como en todas las familias podemos distinguir a quienes respetan las tradiciones, toman los logros de sus antecesores como propios, sin mérito alguno, y otros que avanzan en sentidos diferentes a los de sus orígenes y buscan la diferenciación, la variedad dentro de lo instituido. La pregunta binaria por la continuidad y la diferencia nos interpela; como diría Carlos Monsiváis, un luchador no envejece mientras su público se reconozca en él. Podemos decir hoy en día que las dinastías tampoco envejecerán mientras sus entramados sigan siendo parte de la comedia humana que a más de un psicoanalista le gustaría analizar en el diván.