Lo pequeño
No fui bautizado y, a pesar de no reconocer a ningún santo sin mi guía de iconografía de Akal, esperaba a que abrieran las puertas en el frío de las siete de la mañana. ¿Qué hacía ante las gárgolas de la Catedral de Colonia? “Hazme caso y ve”, me dijo mi madre.
Si desde el camión parecía un rascacielos que sobresalía en el horizonte de una ciudad sin edificios, al estar a sus pies imponía como una brutalidad de piedra. No había más que tonalidades oscuras que se elevaban hasta terminar en dos picos dirigidos al cielo. Prodigaba un sentimiento burdo y corporal de totalidad.
Mis estudios en letras me habían dado la perspectiva suficiente para poder valorar lo católico por su importancia cultural. Dos cosas habían llamado mi atención de la Catedral: en primer lugar, era una atracción gótica y, por ende, medieval; por otro lado, desde el siglo XII albergaba los restos de los Reyes Magos. Si la cabeza de San Juan Bautista o la mano de San Esteban nada le decían a mi incultura religiosa, los Reyes Magos eran mi infancia y mi navidad.
Fue gracias a la cantidad de personas que recibía la Catedral, después del saqueo que hiciera en Milán Federico I en el siglo XII, que se trasladaron los restos de los Reyes y así, en el siglo XIII, se puso la primera piedra del edificio que hoy conocemos, ya que se necesitaba un lugar más amplio para que todos los fieles pudieran visitarlos. Al momento del término del edificio, a finales del siglo XIX, sería uno de los recintos religiosos más altos del mundo. Yo, al igual que el peregrino medieval, acudía al llamado de los Reyes Magos.
Al llegar, lo único que observaba era algo grande: seiscientos años de construcción se reducían a una magnitud fea y enorme. Un gigante oscuro dormido. En comparación con otras catedrales de Europa, ésta era negra. El tiempo, la guerra, la atmósfera la fueron apagando paulatinamente hasta terminar en la iridiscencia de oscuridades que tenía ante mí. La Catedral había decidido devenir noche.
Avancé y se movió. Paulatinamente, fue desgajándose. Y, a partir de sus velocidades, la brutalidad fue descubriendo sus elementos. Era, por así decirlo, una movilidad estática de lejanías y cercanías que se iba definiendo. Lo que en un primer momento se resumía en una torre negra fue mostrando sus distintas capas. La sombra de piedra ocultaba el pináculo que se apoyaba en sus múltiples arbotantes agujereados por flores que se distribuían en columnas como telarañas estructurales. Y el recorrido mostraba, a su vez, las distintas torres que no se podrían soportar sin sus propios pináculos que, después de viajes sucesivos, terminaban en contrafuertes protegidos por gárgolas dragonescas o antropomórficas.
Un movimiento más y el panorama cambiaba: la ventana que a lo lejos parecía una estructura vertical y alargada, se revelaba como un amasijo de ventanas: una central, la exterior, con su propia tracería, y al interior de ella otras dos, con sus propios elementos y profundidades. Esta estructura de contrafuertes, arbotantes y ventanas se multiplicaba a lo largo del costado occidental de la catedral.
El sol se esparcía en las agujas y torres. Las sombras definían lo más alto de la Catedral. Aunque ya había clareado, el frío no disminuía. En la plaza se mezclaba el ruido del viento con el alemán gritado por los niños de excursión escolar.
Detalle de la fachada oeste de la catedral y farola. Colonia (Renania del Norte-Westfalia, Alemania)
Más cerca, en los pórticos de la catedral, se formaban las expresiones impávidas de reyes y obispos. Los globos oculares de piedra, sin pupila ni detalles. Los reyes, coronados por ornamentos florales, protegidos por sus espadas enfundadas; los segundos, coronados por mitras, cargando libros o báculos. Encima de ellos, en arcos superpuestos, habitaban personajes de menor importancia encerrados en casitas; en el centro, la escena de un mártir y una mujer cargando a un niño. Un poco más arriba, las arquivoltas terminaban en gabletes afilados que se convertían en arquerías y luego en rosetones. Y más arriba, las ventanas que se alargaban hasta terminar en otro pico. Así, cuatro veces, hasta terminar en cielo.
La construcción tardó tanto que inclusive arquitectos del siglo XIX como Richard Voigtel imprimieron figuras en las torres. Respetando el estilo melancólico e imponente de las esculturas, allí estaba el arquitecto, con su compás en la mano. Sin embargo, aunque la Catedral se empezó a construir desde el siglo XIII, el arzobispado apenas se había erigido cinco siglos antes, en pleno renacimiento carolingio: mientras Alcuino de York sintetizaba y estandarizaba la minúscula, y, a lo largo de Europa, Carlomagno unificaba el Sacro Imperio Romano Germánico, en Colonia, Hildelbold, amigo del emperador y archicapellán del Imperio, se convertía en su primer arzobispo.
Impresionado por la altura, pero vencido por el frío y mi fragilidad tropical, cuando por fin abrieron la Catedral, fui de los primeros en resguardarme en ella. El canónigo me dejó pasar mientras con señas me pedía que me quitara el gorro y en un inglés escueto me indicaba que la entrada no tenía costo. ¿Cómo se podría cobrar por ingresar a un lugar al que se va a rezar? Entré al mismo tiempo que unas viejitas que se persignaron en la entrada. Al pasar el umbral, el viento se convirtió en eco tranquilo de pasos.
Todo permanecía bajo una cálida sombra y, al estar apenas amaneciendo, las ventanas que desde el exterior se entendían como un fondo negro, en el interior se prendieron tenuemente. Había muchas. Cada una estaba dedicada a un personaje. Todos se encontraban ataviados con capas de colores y con diversos tocados: “Germanor, Carlus Magnus, Imperator”, con los ojos ligeramente teñidos de verde, el rostro un poco ruborizado, su barba, todavía café y abundante, cayendo sobre su pecho; vestido por una túnica dorada y roja y una camisa blanca con bordados beige. Con una mano sostenía una espada cian; con la otra, mostraba un orbe de oro. Más intenso era el azul de la ropa de la virgen colocada en un nivel superior; más dorado aún el halo que la coronaba. “Germanor. Sanct. Bonifacius, apostolus”, “S. Gregorius”; “S. Agustinus”; casullas púrpuras, mitras esmeralda, fondos de rosas de color turquesa; la asunción con pastores en amarillo, rosa y lila.
Nueve siglos antes de convertirse en catedral, en el año 313 d. C., se le consagró como lugar de culto: un reducido espacio, con su atrio y su baptisterio, producto de la libertad dictada por el Edicto de Milán. En los vitrales, Maternus, su primer obispo, cargaba su pequeña iglesia en brazos.
Recorrí todos los vitrales y terminé en la nave central, la parte más alta del interior. Ahí estaba el relicario de los Reyes, cubierto de oro y plata. Era hermoso, ciertamente, pero palidecía ante el espectáculo de los rayos del sol que dejaban pasar los rosetones y ventanas de la fachada principal y que no sólo iluminaban sus propios vitrales, sino que se definían a sí mismos a tal grado que se podían ver los trazos que subían hasta los muros superiores. El techo se iluminaba con difuminaciones rojizas y azuladas.
Sentí calma. Pero si ésta se puede definir como algo íntimo, interno, pequeño en el pecho, la que experimenté en ese momento era distinta. La amplitud, la luz tiraban de mí. Una grandeza silenciosa y cálida en el todo. Una calma violenta y ganas de llorar. ¿Así se sentiría Dios?
Quería poder ver más lejos, los puntos más alejados, los vitrales más pequeños que mi incapacidad visual me impedía enfocar. E imaginé al artesano que, a pesar de saber que nadie podría valorar su trabajo con ese nivel de detalle, se había esforzado en plasmarlo, como si quisiera crear ahí un anhelo que nos recordara nuestras limitaciones.
En mi arrobamiento empecé a imaginarme como un peregrino medieval, aquella persona a la que estuvo dirigida la Catedral. La intuí como lugar de alfabetización religiosa. Tal vez aquí no se comprendiera la historia del cristianismo, pero sí la contradicción divina. Lo violento, oscuro, devorador del exterior; su luz interna. Dios que, en su todo, se siente aquí.
Pero la Catedral se concluyó a mediados de la época contemporánea: ni los vitrales ni las imágenes de piedra, que fueron reconstruidos después de los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial, fueron construidos en la Edad Media; ni los diseños de las fachadas y la planeación habían sido previstos en el momento en que se puso la primera piedra. Ningunos ojos medievales vieron esto, pues la Catedral fue una creación de los siglos.
Y al mismo tiempo, los arquitectos, escultores y vitralistas quisieron conservar su esencia gótica: Voigtel se representó a partir de la escultura gótica y se colocó a sí mismo al lado de reyes y santos; los vitrales exaltaban a Carlomagno y a San Agustín; la Catedral se había concebido para conservar ese dejo de medievalismo un tanto ficticio para todos ellos. Por lo cual también era importante verla con ojos de otra época: era un logro de la edad moderna que pedía imaginarse a partir de una época anterior.
Entonces, una sensación inesperada interrumpió tanto mi contemplación como mi reflexión. Fue una punzada justo debajo de las costillas y un escalofrío repentino. El cambio de horario, la dieta en aviones, autobuses y estaciones de tren se hizo presente. Anuncio innegable de colitis, ¿sería Dios, recordándome mi mortalidad?
Por más que hubiera querido seguir en lo alto, salí de la Catedral sin voltear atrás.