Tenemos que hablar de migración

Emergencia climática / panóptico / Febrero de 2020

Eileen Truax

Hablar de los migrantes es lo de hoy. Los puso en la mesa el presidente de Estados Unidos, con su muro, sus insultos y su plataforma política construida desde la xenofobia. Llegaron a la agenda del presidente López Obrador cuando aceptó incluir a México en el gran embudo para diluir el flujo de personas desde Centroamérica hacia la frontera norte. Los migrantes han estado presentes en los discursos radicales recientes de Jair Bolsonaro en Brasil; de Vox, el nuevo partido de ultraderecha en España, y en los análisis sobre la situación en Venezuela y sus vecinos. Los migrantes, por mucho tiempo ignorados, se han convertido en la moneda de cambio favorita —y efectiva— en las transacciones del mercado político. La contradicción en esta coyuntura es que, aunque ahora hablamos más de los migrantes, en realidad no estamos hablando de migración. Hablamos de las caravanas, personas que eligen viajar en grupo y que además lo hacen por las carreteras más transitadas, porque les han dicho que ésa es la manera menos peligrosa de atravesar México. Hablamos de estos migrantes que vienen de paso y por tanto no se preocupan por cuidar nuestras calles; que ensucian, hacen ruido, orinan, duermen al aire libre. A veces, decimos, se drogan o roban. Hablar de los migrantes, entonces, no es garantía de que los veamos como personas, en su individualidad. Paradójicamente, mientras tratamos de describir a las personas migrantes, las seguimos estereotipando, las cosificamos; ellas saben que eso ocurrirá y lo asumen como un costo. Dejan atrás su casa, su familia, sus afectos, su red. Dejan su ombligo, su tierra, su identidad, y dejan de ser Wilson, Rubén, Karin, María Elena, Fernando, para convertirse en “los migrantes”, esa masa anónima a la que se rechaza y se teme. La razón por la que ocurre esto es que, en la mayoría de los casos, seguimos utilizando una narrativa que hace que “migración” sea igual a “problema” y con frecuencia a “ilegalidad”. Ésta no es una característica exclusiva de la migración que atraviesa nuestro país y tampoco es nueva. La narrativa de la migración contemporánea tiene su origen en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. A partir de ese momento se generó un discurso orientado al reforzamiento de las medidas de control del movimiento de personas que despierta miedo en los ciudadanos y justifica este nuevo enfoque al hablar de migraciones. Internacionalmente, la migración se aborda desde la óptica de la seguridad estatal, el discurso nacionalista y proteccionista,1 y en el interior de los países, desde la política de partido. El enfoque de protección de los derechos humanos de las comunidades vulnerables pasó a preocuparle a algunos pocos, siempre a contracorriente.

Migrantes en el Albergue Hermanos en el Camino. Fotografía de Víctor Manuel Espinosa, 2012.

En este contexto el léxico para hablar de migración suele conformarse de palabras beligerantes, agresivas, que polarizan. Hablamos de migración usando conceptos como oleada, avalancha, invasión, crisis, conflicto, peligro, terrorismo, ilegal, pero sobre todo, solemos pensarla como si se tratara de un problema. Fuera del análisis y del discurso ha quedado el hecho de que la migración no sólo no es el problema, sino una consecuencia de algo más profundo y, en muchos casos, la única forma que encuentran los individuos para sobrevivir. Ante los conflictos generados en el interior de las naciones por la falta de seguridad económica, por la dificultad para acceder a servicios educativos o de salud, por la inseguridad, por la corrupción a todas las escalas, por la impunidad, por la nula respuesta de las autoridades responsables; repito, ante estos problemas, la migración, la salida forzada de las personas, es con frecuencia la única alternativa para mejorar su vida y a veces, llanamente, para salvarla. La migración forzada no es responsabilidad de quienes migran, sino de los Estados que han sido incapaces de cumplir con su función fundamental: la protección de sus ciudadanos. Existe, desde luego, otro tipo de discurso que busca contraponerse a este último, pero no es mucho mejor: la narrativa asistencialista. El migrante se considera un sujeto pasivo que necesita ayuda y cuya supervivencia se enmarca en el terreno de la caridad. Las personas migrantes son descritas como víctimas que requieren ayuda, que despiertan compasión y, en ocasiones, franca lástima. Abundan las campañas de recaudación de fondos para apoyar a las organizaciones que trabajan con migrantes por medio de un discurso que pretende sensibilizar a las audiencias a partir de la pena, el paternalismo y la condescendencia. El mundo se divide en dos: las personas que necesitan ser salvadas y las personas buenas que, desde un lugar de superioridad moral, las pueden salvar. La narrativa que criminaliza al migrante, la que lo infantiliza o lo trata como víctima, construye una relación jerárquica dividida en dos categorías: “ellos” y “nosotros”. En ambos discursos nos separa una brecha insalvable: “ellos” no tienen nada en común con “nosotros”. El migrante es el Otro, el que viene pero no pertenece, el que tiene derechos pero sólo los que “nosotros” le garantizamos. En los discursos políticos y en las conversaciones a pie de calle, es común escuchar argumentos que sostienen y refuerzan esta idea: “Vienen a destruir nuestra cultura”, “son demasiados”, “nos roban los trabajos”, “no podemos atenderlos, la prioridad somos nosotros”. Se les culpa de ocupar nuestro espacio, empeorar nuestros barrios e incluso de aumentar la violencia machista o los índices de delincuencia. ¿Cómo cambiamos, entonces, la narrativa de la migración, para construir un escenario que nos incluya a todos? Un caso que suele ponerse como ejemplo en México es el del exilio español. Las personas que llegaron durante el inicio de la dictadura franquista fueron recibidas con respeto y dignidad, como iguales. Estas comunidades se integraron a nuestra sociedad y en poco tiempo fuimos borrando las diferencias culturales para apreciarlos en su individualidad: el hombre que puso una tienda en el centro de la ciudad, donde empezamos a hacer nuestra compra; el académico que se incorporó a nuestra universidad; los niños que fueron a la escuela con nuestros padres o abuelos. Pero eso ocurrió hace más de setenta años. Hoy México recibe la factura por una década de falta de protección a los derechos de quienes vienen de otro país y por su incapacidad de crear una política regional solidaria con sus vecinos de Centroamérica. De ser el país de brazos abiertos del que nos enorgullecíamos cuando viajábamos al exterior, pasamos a ser uno en el que los cadáveres de 72 personas de Honduras, Guatemala o El Salvador pueden aparecer dentro de una fosa en el norte del país sin que al Estado se le mueva una pestaña. Lejos están los días en los que México era el hermano mayor, el que conciliaba, el que sentaba el modelo a seguir.

Madre e hijas en el Albergue Hermanos en el Camino. Fotografía de Víctor Manuel Espinosa, 2012.

Desde la academia, desde los medios de comunicación, desde la sociedad civil, necesitamos abrir nuevos debates sobre la movilidad, la diversidad cultural y los procesos que han seguido otras naciones para integrar esa diversidad. Necesitamos también revisar nuestro concepto de ciudadanía, para que no esté subordinado exclusivamente a la existencia de un documento. Hacer esto implica, entre otras cosas, dejar de considerar la migración un hecho inevitable y revisar sus causas y la responsabilidad de los gobiernos. Es posible desarrollar una narrativa alterna que no se centre sólo en la reacción —cuando un presidente envía un tuit, cuando un grupo de personas llega a la frontera sur, cuando un video se viraliza en redes sociales—, sino en las propuestas novedosas y el análisis de perspectivas a mediano y largo plazo; generar una narrativa propia y penalizar social y políticamente la que criminaliza. La migración no es solamente el momento de tránsito de los migrantes —sobre un tren, en la cajuela de un autobús o a pie por el desierto—, sino un fenómeno que tiene un ciclo mucho más amplio, que nos abarca a todos y que tiene un eco colectivo; no necesariamente bajo la consigna “Todos somos migrantes”, sino en el sentido de que todos podemos reconocer en nosotros mismos lo que nos llevaría a iniciar un proceso de movilidad forzada: proteger a los seres queridos, construir oportunidades para nuestros hijos, defender la libertad de opinión, reivindicar de la identidad religiosa, política o de género. Hoy hay 258 millones de personas en el mundo viviendo en un país diferente a aquél en el que nacieron —casi la mitad son mujeres—, buscando conectar su propia historia con la de su sociedad de arribo. Esta columna abre un espacio para entablar esta conversación, este cambio de narrativa. Hablar de la migración cuando hay emergencias, pero también cuando no las hay. Hablar de los migrantes no sólo en la coyuntura de una caravana o de una muerte, sino en su humanidad completa, porque las personas migrantes también ríen, se enamoran en el camino, tienen sexo, cocinan rico, cuentan historias, se enorgullecen de cosas, se avergüenzan de otras, bromean, lloran, aman, les entra el “jamaicón”. Estas cualidades no sólo las vuelven individuos, sino que las suman a “nosotros”. Y ése es un buen punto de partida.

Imagen de portada: Migrante en Ixtepec, Oaxaca. Fotografía de Víctor Manuel Espinosa, 2012.

  1. El equipo de investigación de Fundación porCausa, con sede en Madrid, España, ha descrito este enfoque particular, el discurso nacionalista para hablar de migración, como “franquicia antimigratoria”. Más información en porcausa.org.