Richard Stallman y la propiedad informática

Propiedad / dossier / Enero de 2018

Jorge Comensal

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El 17 de julio de 2009 Amazon le decomisó a todos los usuarios de Kindle las novelas 1984 y Rebelión en la granja debido a un problema de copyright; de la noche a la mañana, las distopías de George Orwell desaparecieron de los libreros virtuales de los lectores; el hecho puso en evidencia cuán frágil es nuestra propiedad sobre los bienes electrónicos que supuestamente poseemos. Libros, fotografías, canciones, videos y mensajes personales forman parte de un patrimonio digital sobre el que las empresas de tecnología tienen un dominio inquietante. Resulta irónico que las novelas requisadas por Amazon retraten sociedades totalitarias donde un Gran Hermano nos observa a todas horas mediante una Policía del Pensamiento —el negocio de Facebook y Google es precisamente vigilarnos para vender nuestra identidad al mejor postor—.1 El mundo se parece cada día más al que imaginó Orwell y pocas personas han hecho tanto para llamar nuestra atención sobre ello como Richard M. Stallman (Nueva York, 1953). Stallman es un excéntrico admirable: un hombre sin teléfono celular ni cuenta de Facebook, con barba y vehemencia de profeta, tan propenso al juicio moral lapidario como a los chistoretes inofensivos. Estudió física en Harvard y después en el MIT, en cuyo Laboratorio de Inteligencia Artificial trabajó de 1971 a 1984. A comienzos de 1985 renunció al MIT y se consagró al desarrollo del sistema operativo GNU —que junto con el núcleo Linux es aprovechado por millones de usuarios— y al activismo a favor del software libre. El creador de la Free Software Foundation visitó México recientemente y el 3 de noviembre habló en la ciudad de Puebla sobre “El software libre y su comunidad”.2 Consideramos pertinente abordar aquí este tema por las reflexiones que suscita en torno a la relación entre propiedad y libertad: ser dueños de nuestra propia vida presupone tener control sobre las herramientas que utilizamos a diario, y el mensaje de Stallman es que la mayor parte de los programas que usamos en nuestros dispositivos electrónicos no está realmente bajo nuestro control. En un español muy claro, Stallman expuso sus ideas de una manera pausada y sistemática. Comenzó por definir el software libre como aquel “que respeta la libertad y la comunidad de los usuarios”, que no le da poder al desarrollador del programa sobre nuestra información personal y sobre el hardware del que cada quien es dueño. Cuando alguien compra un teléfono o una computadora, en apariencia se vuelve propietario de esa herramienta, pero si los programas que la máquina ejecuta contienen instrucciones destinadas a controlar a los usuarios, aquélla se convierte en un instrumento de poder sobre nosotros. A Stallman le gustan mucho los juegos de palabras,3 y con frecuencia repite que los usuarios del software privativo —el antónimo del software libre— en realidad son usados por empresas como Apple y Microsoft. El software privativo usurpa nuestro dominio sobre las computadoras que utilizamos para trabajar, estudiar, comunicarnos y distraernos, y de ese modo empobrece nuestra libertad.

¿Qué es la libertad? —pregunta Stallman al auditorio—. Es tener el control de tu propia vida. Tener el control de las actividades que haces en tu vida, pero si usas un programa para hacer la actividad, el control de la actividad requiere el control del programa que la realiza. Entonces, cuando los usuarios controlan el programa, este programa respeta la libertad y comunidad de los usuarios; entonces es libre. Concretamente, para que los usuarios tengan el control del programa tiene que llevar las cuatro libertades esenciales…

Estas cuatro libertades son las de ejecutar el programa como se desee, estudiar el código fuente y modificarlo, colaborar con otros usuarios para compartir y modificar los programas, y divulgar nuestras versiones de un programa. La mayoría de nosotros no sabe programar —yo, por ejemplo, con trabajo sé programar la alarma en mi teléfono—, y por ello es que nuestra libertad informática depende del control colectivo de los programas que utilizamos, de que sean propiedad de todos, de tal suerte que los que sí saben programar puedan ayudarnos a adaptar el software a nuestras necesidades. La tercera y cuarta de las libertades propuestas por Stallman se proponen defender el control público, colectivo, sobre el software que todos utilizamos.

Si los usuarios no tienen el control del programa, es el programa el que tiene el control de los usuarios, y el dueño del programa quien tiene el control del programa; entonces, a través del programa [el desarrollador informático] ejerce poder sobre los usuarios… Cualquier programa no libre, es decir, privativo, priva de la libertad a sus usuarios y los somete al poder del dueño del programa. Cada programa privativo genera un sistema de poder injusto.

Al comprar una licencia de uso de Windows, por ejemplo, no obtenemos la propiedad sobre ese paquete de software particular, su dueño sigue siendo Microsoft, pues nosotros no podemos hacer lo que queramos con él, mientras que Microsoft sí; tanto que, de acuerdo con Stallman, puede entrar a nuestras computadoras y enseñarle cómo hacerlo a la National Security Agency de EUA; a las funcionalidades como éstas, que restringen nuestra libertad informática, Stallman les llama “malévolas”:

Netflix tiene muchas [funcionalidades malévolas]: espía al usuario, tiene grilletes digitales, también impone un contrato antisocial, explícitamente antisocial: el contrato exige que el usuario no sólo no comparta copias, sino también que nunca preste su copia a otro ni regale su copia a otro. Es decir, ese contrato ataca directa y explícitamente la solidaridad social, el espíritu de cooperación, e impone a cada usuario no cooperar con los vecinos. Considero que ese contrato es satánico; si hubiera un Satán y quisiera acabar con el espíritu de ayudar a otra gente, ¿qué haría? Ofrecería una tentación a cada uno bajo la condición de prometerle no colaborar con los demás. Rehuso firmar tales contratos, digo “No, gracias” a la oferta si incluye un contrato así…

El mundo digital está plagado de servicios como Netflix y de programas gratuitos que Stallman califica como malware: “un programa concebido para maltratar a sus usuarios con su ejecución [vigilarlo y explotar sus datos por medio de funcionalidades malévolas]”. Google y Facebook nos proporcionan sus servicios sin costo porque nosotros trabajamos para ellos sin costo. Él es un ferviente opositor de estas empresas, y en su sitio web pueden encontrarse numerosas razones para evitar su uso. Gmail, por ejemplo, es descrito como un “sistema masivo de vigilancia”, pues utiliza cierta información incluida en nuestros correos para mostrarnos anuncios “personalizados” y rastrear nuestra conducta en la red. En sus conferencias y publicaciones, Stallman frecuentemente argumenta de forma simultánea en contra del software privativo y del malware, aunque es preciso no confundirlos.

La diferencia entre software libre y software privativo no consiste en qué hace el programa; cualquier programa puede ser distribuido como software libre o privativo, se trata únicamente de cómo se hace disponible a los usuarios. Entonces, filosóficamente, el software privativo y el malware son independientes, pero en la práctica lo privativo y el malware van juntos. No es por casualidad. Los dueños del software privativo, conscientes de su poder, sienten la tentación de imponer funcionalidades malevólas… Es muy inusual que un programa libre sea mal­ware porque nosotros los contribuyentes reconocemos que no tenemos el poder. Estamos a salvo de la corrupción porque reconocemos que los usuarios tienen el último control de un programa libre, porque si ponemos algo que no les guste pueden cambiarlo… la única defensa contra el malware es tener el control del código…

Richard Stallman Richard Stallman, Edward Snowden (postal) y Julian Assange. Foto: ©Richard Stallman

No obstante las referencias a lo “injusto”, “diabólico” y “malévolo”, Stallman admite que el incentivo detrás del software privativo y del malware no es la perversidad moral sino la búsqueda de utilidades; el principal “pecado” de las empresas tecnológicas, como de todas las demás, es la codicia. Sus injusticias son sumamente redituables, tanto que cuatro de los diez hombres más ricos del mundo han amasado su fortuna gracias a la informática. Al margen de los efectos deletéreos de la desigualdad extrema,4 cabe preguntarnos si la difusión del software libre es compatible con la lógica del “libre” mercado. Muchos hallarán improbable que alguien esté dispuesto a producir hardware y programar software sin el prospecto de una recompensa económica jugosa. La libertad de copiar y distribuir programas cuando uno lo desee atenta contra esa recompensa. Una vez que alguien ha escrito un programa, crear copias de él y distribuirlas no representa ningún esfuerzo —de ahí que exista una enorme industria clandestina de venta de copias no autorizadas—.5 En términos económicos, el costo marginal de producir una unidad más de estos programas es prácticamente nulo. Así, una vez cubierta la inversión necesaria para desarrollar un producto informático, la mayor parte del precio de las copias vendidas se convertirá en ganancias para el desarrollador, siempre y cuando no haya otro competidor que las venda a menor precio (o que las regale). El problema aquí es que, sin candados digitales, cualquiera puede copiar y revender o regalar un programa, porque no cuesta nada hacerlo. Esto arruina el negocio capitalista del software. Así, el software libre no es compatible a gran escala con economías basadas en el lucro mercantil privado. Por ello, la causa de Stallman necesita incluirse dentro de una lucha más amplia en pos de cambios profundos en nuestras instituciones políticas y económicas. Jeremy Rifkin ha planteado en el libro Zero Marginal Cost Society (2014) que el desafío de los costos marginales nulos puede conducir al eclipse del capitalismo y al surgimiento de una economía basada en la producción cooperativa de bienes comunes. Sin una organización social que nos permita vivir prósperamente fuera del mercado capitalista, el software libre seguirá siendo territorio exclusivo de aficionados a la informática y personas lo suficientemente audaces como para vivir desconectadas de Whatsapp, Facebook, Twitter, Google, etcétera. La lucha por la libertad, por el control sobre nuestra propia vida, requiere que nos organicemos colectivamente para reinventar la economía.

Imagen de portada: Meme de Richard Stallman.

  1. Véase “El arca negra del espacio digital” de Mir Rodríguez Lombardo, que en octubre de 2017 se publicó en esta revista en el número dedicado a las revoluciones. 

  2. Agradezco el generoso apoyo del colectivo Acción Directa Autogestiva para grabar la conferencia y compartirla con nosotros. 

  3. En el sitio web stallman.org puede encontrarse, entre artículos políticos, fotografías de viajes, caricaturas y críticas de empresas como Airbnb, Google, Skype, Twitter y Uber, una sección de chistes en inglés y español, tales como “Tengo tanto estrés que casi es cuatro”. 

  4. Para conocerlos, véase el artículo de Jorge Eduardo Navarrete, “Los diversos rostros de la desigualdad”, incluido en este número. 

  5. Stallman recomienda no usar el término “piratería” porque da a entender “que el acto de copiar es éticamente equivalente a atacar barcos en alta mar secuestrando y asesinando a pasajeros y tripulación”. Véase www.gnu.org/philosophy/words-to-avoid.html#Content