De toneladas de piedra a bits etéreos

Propiedad / dossier / Enero de 2018

Antonio Martínez Velázquez

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¿Qué es el dinero? Una piedra gigante que pesa, al menos, una tonelada. La isla de Yap se encuentra en el Mar de Filipinas, al norte de Papúa Nueva Guinea. Las casas están hechas de palma y piedras; entre ellas pueden observarse unos discos hechos de piedra caliza que, para el ojo occidental, podrían pasar por esculturas de estética abstracta. Se trata de la moneda local. En otra isla, a cientos de kilómetros, los pobladores de Yap encontraron un depósito de piedra caliza que comenzaron a transportar de vuelta en sus pequeñas embarcaciones de bambú. Nadie sabe con exactitud cuándo comenzaron a usar los discos gigantes como moneda, pero no pasó mucho tiempo hasta que la pequeña sociedad se enfrentó al dilema de encontrar “algo” que la comunidad —toda sin excepción— pudiera reconocer como un bien para “pagar” por cosas. El dinero es entonces un acuerdo. Las piedras gigantes son demasiado grandes para transportarlas en nuestra cartera como lo hacemos con los billetes. Basta con que la comunidad sepa que “esa piedra” es “de alguien” para que las transacciones se efectúen felizmente. Circula una historia inimaginable: una tormenta hizo que una barca que transportaba “una moneda” naufragara; aunque el disco se hundió en el mar, la gente sabe a quién pertenece y le vale para pagar en la isla. Suena ridículo, pero ¿qué tan diferente es esto de nuestra cuenta bancaria? No mucho, el dinero ahí es como la piedra en el fondo del mar: no lo vemos, pero todos reconocen que lo tenemos. El sistema financiero actual mueve cada día miles de millones de dólares alrededor del mundo, pero los registros bancarios globales son secretos. Los intermediarios más confiables son los bancos —que han demostrado ser todo menos confiables— y hay una sensación constante, generalizada y adictiva de riesgo y, por si fuera poco, la deuda (el verdadero dinero neoliberal) consume a instituciones e individuos de por sí precarizados. Internet significó un cambio de paradigma. Doc Searls y David Weinberger la definen así:

Internet es diferente. No es un cableado. No es un sistema. Y no es una fuente de programación. Internet es una forma para que todas las cosas que se dicen redes coexistan y trabajen de manera conjunta. Es trabajo entre-redes (inter-network, en inglés). Literalmente. Lo que hace que sea una inter-red es el hecho de que Internet es simplemente un protocolo: el Internet Protocol, para ser más exactos. Un protocolo es un acuerdo sobre cómo las cosas trabajan juntas. Este protocolo no especifica qué puede hacer la gente con la red, qué puede construir en sus bordes, qué puede decir, quién puede hablar. El protocolo simplemente dice: si usted quiere intercambiar bits con otros, así es como debe hacerlo. Si usted quiere poner una computadora o un teléfono celular o un refrigerador en la red, tiene que aceptar el acuerdo que es internet.

Esta arquitectura ha traído un cúmulo de discusiones sobre cómo controlar todo lo que funciona a través de la red: las redes sociales, el comercio electrónico, la libertad de expresión… Pero, al tratarse de una red-entre-pares,1 trae enormes beneficios: permite a cada persona controlar su extremo, un punto en una esfera hecha de puntos equivalentes. Los principios de la red son: nadie la posee, todos pueden usarla y cualquiera puede mejorarla. La última ola de desarrollo de la web, sin embargo, ha comenzado a modificar este espíritu: las grandes corporaciones le han quitado poder a los usuarios. El contrato social propuesto por los países llamados Facebook, Twitter o Google nos pide que otorguemos demasiado (privacidad, libertad de expresión, etcétera) a cambio de índices de información, ágoras virtuales y otros servicios. La idea del dinero también fue afectada por la arquitectura de la red. En el derecho romano clásico, el dinero es considerado un bien fungible; es decir, un bien que puede ser intercambiado por otro, aunque no sea equivalente. Un bien que tiene un poder liberatorio de género y cantidad que sirve para el consumo. Por ejemplo, una moneda no equivale a un sillón, pero la cantidad exacta de dinero puede tener el mismo valor y ser intercambiado por éste. El valor es determinado por un ente público, el Estado, y las transacciones administradas por entes e intermediarios privados, los bancos. El nuevo dinero virtual es distinto y se organiza en cadenas bloques o blockchain. El primer desarrollo en usar blockchain fue la criptomoneda Bitcoin. El 18 de agosto de 2008 se registró el dominio de bitcoin.org, el 9 de noviembre de ese año se subió el proyecto en la página de software libre sourceforge.net y el 3 de enero de 2009 nació el bloque génesis. Así, cada usuario de la red se convierte en una especie de notario público que “acuña” la “moneda” cada vez. Tal como las rocas en Yap, se trata de un acuerdo de confianza: toda la red puede ver las transacciones y validarlas.

Pierre Alechinsky Pierre Alechinsky, Composición, 1980

La primera transacción real de Bitcoin fue el 22 de mayo de 2010, cuando el programador Laszlo Hanyecs le pagó a una persona 10 mil bitcoins (en ese entonces unos cuarenta dólares) para comprar dos pizzas. Las pizzas costaron veinticinco dólares, de manera que el pizzero obtenía una “ganancia” de quince dólares al aceptar las monedas virtuales de Hanyecs. Hoy 10 mil bitcoins equivalen a poco más de 20 millones de dólares. Quizá también sean las pizzas más caras del mundo. Si cada uno controla su extremo de la red, cada persona podría tener la capacidad de ser Estado, banco y notario público a la vez. La tecnología blockchain aprovecha esta arquitectura: se trata de una base de datos distribuida que, en el caso de las criptomonedas, hace las veces de un libro de contabilidad en el que se va anotando cada una de las entradas y salidas de dinero. Este gran libro está formado por partes llamadas “bloques” que recogen información y se unen en un gran ensamble. Este libro de contabilidad no es propiedad de nadie. Existe una copia de las transacciones en cada equipo conectado a esta red, cada persona funge como notario público que firma y da validez a la operación. Cada operación es definitiva; es decir, no hay “deshacer”: una vez que estampamos la transacción en la base, no puede ser anulada. Las transferencias, entonces, se agrupan en bloques. Cada bloque tiene, además, un sello de tiempo, un número de verificación y la identificación del bloque anterior. De esta forma se genera una cadena de bloques que contiene toda la historia de transferencias de bitcoins. Todas las transacciones se almacenan públicamente y se validan entre los miembros del bloque; si esto no sucede, el bloque no puede continuar su adición de valor. En otras palabras, “el valor está en el ojo del espectador” y aquí todos los espectadores deben estar de acuerdo. Actualmente existen mil ochocientas crip­tomonedas,2 cada una con distinto volumen, valor y dinámica. Todas se basan en blockchain y poco a poco van poniendo nervioso al mercado financiero tradicional. Jamie Dimon, jefe de JP Morgan, ha declarado que bitcoin es un fraude y que únicamente le sirve a “traficantes de drogas, asesinos y norcoreanos”. Usualmente estas declaraciones anuncian fines de época en una era donde se suceden vertiginosamente. Un breve recuento: se dijo que la VHS mataría al cine, pero hoy en día la industria registra las ganancias y los niveles producción más altos de su historia; se dijo que Napster mataría a la industria musical y ahora Napster salió de línea (aunque su efecto revolucionó el mercado de música digital); se dijo que Kindle sustituiría definitivamente al libro y hoy los libros en papel no sólo gozan de buena salud comercial, sino que se han vuelto un objeto preciado. Internet ha creado la fantasía a gran escala de que el Estado y las instituciones son redundantes. A través de las apps podemos obtener bienes y servicios de “la vida real”, podemos organizarnos políticamente a través de hashtags y ejecutar operaciones financieras. Nuestro refrigerador o lavadora pueden estar conectados a la red para indicarnos su estado y lo que falta en la despensa. No obstante, en la calle no se percibe lo redundante sino la ausencia cada vez mayor del Estado y las instituciones: hay vagabundos despojados de todo derecho que recorren las calles desde Nueva York hasta Buenos Aires, plazas convertidas en centros comerciales, rentas que evaden impuestos a través de Airbnb, sueldos que no son sueldos en Uber y más. Vivimos en una brecha con amplificadores de desigualdad: los servicios virtuales multiplican el dinero de quien más tiene y se apoyan en el trabajo cuasiesclavo de choferes de Uber en las ciudades empobrecidas por la evasión de impuestos de Airbnb; del lado opuesto, el despojo de quienes menos tienen se amplifica con una doble exclusión: fuera de un Estado que se comporta como gerente de una empresa y fuera de los desarrollos que imaginan las “soluciones” para un mundo mejor. Quizás el último bastión de la autoridad pública sean los contratos. Civiles, comerciales, privados y públicos, el contrato en sí mismo representa uno de los basamentos del Estado moderno. La idea detrás de ellos es expresar públicamente la voluntad de las personas. El contrato también es un acuerdo y se espera que las partes lo cumplan de buena fe; de no suceder así, el Estado se ha dotado de tribunales para obligar el cumplimiento del deudor, acreedor o morador. Allí se ejerce la autoridad (no policiaca) que le queda a ese ente pesado y disfuncional que debería garantizar el buen vivir del ciudadano. La máquina virtual de Ethereum, una de las “monedas virtuales” más famosas hoy en día, emite “smart contracts” o contratos inteligentes. Un contrato inteligente es capaz de ejecutarse y hacerse cumplir por sí mismo, de manera autónoma y automática, sin intermediarios ni mediadores. Ethereum aparece como una moneda disruptiva en un ecosistema que de por sí está provocando grietas en la economía financiera. El lenguaje objetivo del Estado, o sea, la ley escrita o consuetudinaria, se expresa en un idioma conocido y aceptado por las partes, sujeto a interpretación. Los contratos inteligentes rompen con estas limitantes al estar formados por “scripts” (códigos informáticos) escritos con lenguajes de programación, siendo los términos del contrato puras sentencias y comandos en el código que lo forma. Cuotas universitarias, rentas y compras de propiedades serán voluntades expresadas en códigos ejecutados de manera expedita. Si dos personas acuerdan una transacción, se ponen los ethers a disposición del contrato y éste ejecuta las voluntades sin que pueda ser revisado o enmendado. El contrato es válido sin necesidad de ninguna autoridad, el código del contrato es visible para todos los conectados en la red y ahí reside su validez. Según la Real Academia Española, éter en su tercera acepción significa “Fluido sutil, invisible, imponderable y elástico que se suponía que llenaba todo el espacio y, por su movimiento vibratorio, transmitía la luz, el calor y otras formas de energía”. Éste es el efecto de Ethereum en el mundo digital: genera una autoridad invisible y fluida, llena cuanto espacio pueda a través de los participantes de la red y transmite confianza y seguridad de ejecución en sus contratos. Las criptomonedas parecen romper el sueño de una moneda única: cada día nace una nueva y los propósitos son distintos. Al democratizar la moneda se logra, de alguna forma, disociar la moneda y el mercado del mundo financiero. Eso no significa que las funciones de rutina del sistema monetario deban ser una fuente de beneficio privado. Mudar la responsabilidad monetaria del sistema hacia organismos públicos o semipúblicos es una reforma no reformista: atiende algunos de los abusos y la inestabilidad directamente visible del sistema monetario actual al tiempo que señala el camino hacia transformaciones más profundas. Las criptomonedas desnudan las fallas del sistema financiero que ha cooptado al mercado y al Estado. Quizá sea momento de repensar el mercado a partir de las posibilidades infinitas de las monedas y los contratos virtuales. Este ejercicio de imaginación debe tener como horizonte “lo público” puesto que no hay una verdadera democratización de las monedas mientras éstas se sigan privatizando. Una de las maneras de aprovechar esta tecnología blockchain públicamente sería establecer un sistema de pagos públicos, una especie de Western Union provisto por el Estado a través de un sistema de criptomoneda. El sistema crediticio podría mejorar y ser más transparente (para personas y empresas) si se hiciera a través de contratos inteligentes; los contratos de Infonavit, el sistema de pensiones y otros programas podrían correr la misma suerte en México. Desde luego que los sueños de modernidad digital no deben apartarnos de la realidad: más de la mitad de la población vive en la pobreza y su acceso a internet es precario, cuando no inexistente. Sin embargo, podría ser una buena manera de emanciparnos del sistema bancario; la idea de varias divisas digitales controladas por miles de millones de personas es brillante y aterradora, pues el océano digital no goza de la misma tranquilidad que las playas de una pequeña isla en el Pacífico sur. La responsabilidad de llevar el sistema financiero global en el bolsillo nos obliga a pensar en nuestra propia humanidad y su réplica digital, en lo que llamamos propiedad, trabajo y bien.

Imagen de portada: Bolsa de valores de Bitcoins. Foto de archivo.

  1. Tomado de Wikipedia: “Una red peer-to-peer, red de pares, red entre iguales o red entre pares (P2P, por sus siglas en inglés) es una red de ordenadores en la que todos o algunos aspectos funcionan sin clientes ni servidores fijos, sino una serie de nodos que se comportan como iguales entre sí. Es decir, actúan simultáneamente como clientes y servidores respecto a los demás nodos de la red. Las redes P2P permiten el intercambio directo de información, en cualquier formato, entre los ordenadores interconectados”. 

  2. Fuente: coinmarketcap.com