¿Quién le teme a Virginia Woolf?

Feminismos / dossier / Noviembre de 2019

Laura Freixas

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Madrid, 1991. Era otoño y yo acababa de llegar a la ciudad; la estaba descubriendo. “La novela en Europa”, decía un folleto que vi en alguna parte. Anunciaba un congreso que iba a celebrarse en una de las principales instituciones culturales madrileñas al año siguiente.
Madrid, 1992. Mi primer año en Madrid y el año en el que ésta sería capital cultural europea. La coincidencia parecía un buen presagio: llegaba a un lugar que apreciaba la cultura, que acogía a novelistas. Lo que yo quería ser: estaba escribiendo mi primera novela. En Madrid nos instalaríamos; Madrid sería, tras una etapa de viajes y mudanzas (mi marido y yo nos habíamos conocido en Southampton y habíamos vivido en Barcelona y en París), la ciudad en la que iba a hacer por fin lo que siempre había querido, a convertirme en lo que siempre soñé ser: escritora. Terminaría mi novela, la enviaría a editores, me la publicarían, le pediría a algún autor conocido que me la presentara… Y algún día —seguía soñando, como la lechera— yo sería una de esos novelistas que escriben, publican, viajan, que hablan de lo divino y lo humano con otros creadores y pensadores, ante auditorios… Sería como ellos. Como esos veinte novelistas de toda Europa que iban a congregarse en Madrid. Abrí el folleto. Leí la lista de participantes (mis futuros colegas…, ¿por qué no?: soñar es gratis). Uno, dos, tres…, conté veinte. Algunos nombres me sonaban, otros no, y éstos los anotaba mentalmente, hambrienta como siempre de descubrir obras, mundos, voces que se me habían escapado hasta entonces. De distintas generaciones, distintas lenguas, distintos países. Los nombres, las procedencias aguzaban mi curiosidad: ¿qué contaría un escritor noruego?, ¿y uno griego?, ¿y ese otro, albanés? Pero, pero… Había algo raro y al principio no supe bien qué. ¿Cómo? ¿Podía ser que…? Volví a leer los nombres, uno por uno. No me lo podía creer, pero así era. De los veinte nombres, veinte eran masculinos. ¿Qué? ¿Veinte de veinte? Habían encontrado hasta escritores noruegos o albaneses ¿y no habían sido capaces de encontrar, en toda Europa, a una sola escritora? ¿Eso era normal? Miré a mi alrededor; empecé, por primera vez, a contar mujeres y hombres en ciclos de conferencias, en las listas de “Últimos títulos publicados” que salían en los libros que leía, entre los directores de las películas en cartelera… Y comprobé con asombro que era normal, sí, si por normal entendemos habitual: poquísimas mujeres en el mejor de los casos, y muchas veces, ninguna. Lo más asombroso era que nadie decía nada. Y yo, ¿qué podía hacer? A lo sumo, escribir alguna carta: a los organizadores, a algún periódico… ¿Una carta, dices? ¡Ja! ¿Una carta de protesta? Chica, empiezas con buen pie. A esos organizadores que sueñas con que te inviten algún día, a esos editores a los que vas a pedir que te publiquen, a esos escritores a los que pedirás que te presenten, ¿así te diriges a ellos? ¿Criticándolos? ¿Con qué argumentos, si no los tienes, si nunca habías pensado en este tema? ¿La primera vez que oirán tu nombre será ésta? Una que no saben quién es, pero que les mete el dedo en el ojo. ¿Qué van a pensar de ti? Que eres una resentida, claro. Una mediocre, que sólo haciendo valer su sexo puede aspirar a trepar a algún sitio. Una usurpadora que amenaza con disputarles su bien ganado puesto, ¡a ellos, que han trabajado tanto, a los que nadie ha regalado nada! De común acuerdo, sin necesidad siquiera de decírselo entre ellos, como si fueran un solo hombre, te pondrán en la lista negra, y tu sueño terminará antes de haber empezado. Me callé, claro. Y estuve años callada. La razón era simple, contundente: tenía miedo.

Marcha contra la violencia machista en Madrid, 2015. Fotografía de Adolfo Luján. BY NC-ND


Madrid, 2011. Despacho del director de una de las principales instituciones culturales de la ciudad. Dos mujeres, dos hombres. Ellos son el director y su adjunto. Nosotras, presidentas de sendas asociaciones por la igualdad en el mundo de la cultura. Porque en el curso de estos veinte años hemos descubierto que éramos muchas las que, cada una en su casa y creyéndose única, hervíamos de furia, de preocupación, de desconcierto, ante un mundo cultural donde las mujeres teníamos un papel tan escaso y poco lucido, y no entendíamos por qué… Yo he ido aventurándome: en 1996 hice la antología Madres e hijas, de relatos de autoras españolas, y le puse un prólogo militante; en 2000 publiqué el ensayo Literatura y mujeres. He ido conociendo a otras mujeres del mundo de la cultura y descubriendo que les preocupaba lo mismo que a mí. Hemos debatido, conversado, hemos pensado juntas, nos hemos dicho unas a otras: ¿por qué no hacemos algo?, y finalmente lo hemos hecho: asociarnos. Así han surgido CIMA, la asociación de cineastas; AMIT, la de científicas; MAV, la de artistas plásticas; Mujeres en la Música, y Clásicas y Modernas, que abarca la cultura en general, de la que soy presidenta. Una de las cosas que hacemos es contar. No como yo al principio: en casa, con los dedos, cogiendo un ciclo de conferencias aquí y un catálogo editorial allá, sino de forma sistemática, tomando programaciones enteras, años enteros, muchas instituciones, para ver si aquellos casos que nos parecían escandalosos (veinte hombres, cero mujeres) eran excepcionales o representativos. Hemos descubierto que son, ay, lo segundo: rara es la institución que tiene entre sus miembros —como la Real Academia— o sus directivos, o los creadores y pensadores a los que invita, o el palmarés de los premios que concede, más de un 15 por ciento de mujeres. Entonces nos dedicamos a hacer unos gráficos muy monos, de colores, que adjuntamos a unas amabilísimas cartas, dirigidas al presidente, director o lo que sea, de tal o cual institución, en las que señalamos esta desproporción. Estamos seguras, aclaramos enseguida, de que tal desigualdad no es fruto de ninguna mala intención por su parte, y convencidísimas de que tan pronto como reparen en ella, se apresurarán a corregirla. Ofrecemos para ello nuestra desinteresada colaboración (mencionamos, así como de paso, que tenemos cientos de asociadas: productoras de cine, escultoras, galeristas, poetas, dramaturgas…, la flor y nata de la cultura española), y terminamos sugiriendo, siempre en términos de la mayor afabilidad y cortesía, reunirnos con ellos para hablarlo. El director y su adjunto nos reciben con grandes muestras de cordialidad. Saben que su obligación es poner alfombra roja a los, en este caso las, representantes de ese público, esa ciudadanía, sociedad civil o como se le quiera llamar, para la que supuestamente trabajan. Afirman con mucho énfasis su interés por la carta que les hemos enviado, su sorpresa por los datos que les hemos proporcionado sobre su propia programación. Aseguran que nunca habían reparado en la escasez de mujeres (y lo peor es que, por experiencia, nos lo creemos). Nos ruegan que tomemos asiento, nos dicen humildemente: “Os escuchamos”. Pero mientras en efecto nos escuchan, yo los miro a hurtadillas, y ¿qué veo? Los veo cabizbajos. Cariacontecidos. Y me parece adivinar, desfilándoles por la frente, uno de esos letreros electrónicos de letras rojas que se deslizan en tiras por una pantalla, en la calle o en las estaciones; y lo que leo en ellos, en mayúsculas, son dos frases, repetidas en silencio una y otra vez: QUE SE CALLEN. QUE SE VAYAN. QUE SE CALLEN. QUE SE VAYAN. QUE SE CALLEN… Y entonces, con profundo asombro, comprendo algo que jamás hasta ahora sospeché: tienen miedo.
Madrid, 2019. Al escribir este ensayo me he acordado de muchas cosas. Me he acordado de lo que dice Brenda Silver en su interesantísimo ensayo Virginia Woolf as Icon: la imagen, el nombre de Virginia Woolf están por todas partes, y la emoción que más se asocia a ese nombre es el miedo. Who’s Afraid of Virginia Woolf?, canturrea el protagonista de la obra de Edward Albee (Richard Burton, en la película), con la melodía de Who’s Afraid of the Big Bad Wolf?, ¿quién teme al lobo feroz? Y parece que la respuesta es: mucha gente.

Luisa Rivera, Unidas y despiertas, 2019. Cortesía de la artista

Me he acordado de frases: “Los hombres tienen miedo a que las mujeres se rían de ellos. Las mujeres tienen miedo a que los hombres las maten” (Margaret Atwood). “Hacerse hombre es aprender a no tener miedo, hacerse mujer, aprender a tenerlo” (Elvira Lindo). Me he acordado de cómo aumenta el número de jóvenes españolas (son ahora 62 por ciento), y también, aunque menos, de jóvenes españoles (37 por ciento) que se declaran feministas, según las encuestas (en 2017 eran 46 y 24 por ciento, respectivamente), pero también de cómo aumentan las violaciones en grupo, lo que en España, a raíz de un caso célebre, llamamos “las manadas”. (¿O será sólo que se denuncian más? Yo, siguiendo a Rita Segato, creo que no: que a medida que avanza la igualdad, hay más hombres que sienten la necesidad de reafirmar su poder sobre las mujeres.) Me he acordado de tal o cual líder político español que ha salido a declarar ante la televisión y la prensa que él es feminista (nada que ver, no seáis malpensadas, con el hecho de que poco antes gigantescas manifestaciones feministas llenaran las calles, ni de que poco después hubiera elecciones). Y lo ha declarado situándose él solo en primer plano, mientras en segundo plano un grupo de mujeres de su partido lo escucha y le aplaude obsequiosamente. Uno de ellos llegó incluso a asegurar, en un arrebato de ardor por la causa, que “los hombres tienen que liderar el feminismo”. He recordado a esos mismos líderes políticos, u otros, y a escritores, académicos, directores de cosas varias, empresarios…, murmurando, cabizbajos y cariacontecidos, que ellos son feministas, ¡claro!, más feministas que nadie, y desde siempre (nunca lo manifestaron, debemos entender, porque no lo veían necesario, de puro obvio), ¡pero que las mujeres se están pasando!, ¡que ya no reclaman cosas justas, ésas que ellos siempre apoyaron (¿y por qué será que nunca se les oyó decir nada, cuando no estaban conseguidas?), sino que ahora exageran, desbarran, hacen el ridículo, piden la luna! He recordado a hombres protestando, airados, de que pretendan darles lecciones de feminismo las feministas (¿recibir lecciones?, ¿ellos?, ¿de mujeres?), mientras nos imparten ex cathedra una lección magistral de cuál es, según ellos, el verdadero feminismo. El que consiste, por ejemplo, en poder prostituirse o embarazarse y parir para regalar el bebé a una pareja estéril. Me he acordado de la pregunta que me hacen estos días muchas de las y los periodistas que me entrevistan sobre mi último libro, A mí no me iba a pasar, una autobiografía en la que cuento mi matrimonio: “Si pudieras volver atrás, ¿qué cambiarías?”, y mi respuesta: “Habría hablado con mi marido mucho antes, poniendo los conflictos sobre la mesa”. ¿Por qué no lo hice? Por miedo. He recordado las muchas cartas y algunas visitas de Clásicas y Modernas y otras asociaciones a los, a veces las, responsables de instituciones o empresas culturales. Cómo se notaba, en sus gestos sombríos, que nos recibían a regañadientes. Cómo nos oponían siempre los mismos argumentos: “sólo tomamos en cuenta la calidad”, “no aplicamos cuotas”, “recibimos muy pocas propuestas de mujeres”, y la sonriente facilidad con que los desmontábamos (“¿calidad a juicio de quién?, el arte no es una ciencia exacta”, “si no aplican cuotas, ¿cómo es que en todas partes los hombres representan 85 por ciento? Empiecen por no aplicar la cuota masculina”, “claro que muy pocas mujeres les hacen propuestas: basta ver su programación para entender que sería perder el tiempo”), porque a ellos se les acababan de ocurrir, mientras que nosotras sabíamos que iban a argumentar lo mismo que argumentan todos. Me he acordado, sobre todo, de mi sorpresa aquel día de 2011, cuando en mi primera visita al director de una institución cultural para señalarle la infrarrepresentación de mujeres en sus programas, descubrí lo que menos me esperaba: que ellos también tenían miedo. ¿A qué, me preguntaba yo con asombro, protegidos como están por autoridades y genealogías masculinas, por libros de texto de los que se desprende que su sexo ha sido siempre el que manda e inventa, por buenos sueldos, por esposas en casa haciendo la cena y acostando a los niños, por secretarias, suegras y abuelas ocupándose de todo para que ellos puedan ocuparse sólo de inventar y mandar? Temen, fui comprendiendo, que todo se cuestione. Que esa visita de dos desconocidas demasiado sonrientes (sonríen y sonríen, pero no se callan ni se van) sea el principio del fin. “El feminismo es hoy el más resuelto enemigo de la literatura”, ha escrito Vargas Llosa. Temen que lo que tenían garantizado ahora haya que defenderlo, justificarlo, disputárselo con competidoras imprevistas. Pero hoy, veintiocho años después de “La novela en Europa”, de aquel primer atisbo de injusticia y de miedo a denunciarla, y ocho años después de la primera sospecha de que ellos, los hombres poderosos, también tienen miedo, soy optimista. Hoy la conciencia de que existe en la cultura (y en todas partes) una desigualdad injusta se ha extendido. Hoy no señalan a quienes la denuncian (o sí las señalan, pero ellas han dejado de temer las consecuencias del señalamiento). Hoy las artistas, pensadoras y gestoras culturales nos sentimos fuertes, arropadas por nuestras asociaciones, alegres, seguras de que el futuro es nuestro. Y hoy muchos responsables de instituciones culturales nos acogen con los brazos abiertos, sabiendo que aportamos nuevas ideas, savia nueva, nuevos públicos. Quedan, es verdad, baluartes de hombres atrincherados en sus privilegios.

Imagen de portada: Fotograma de Mike Nichols, ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, 1966