La estafa cotidiana de los bancos

Emergencia climática / panóptico / Febrero de 2020

Diego Olavarría

Cualquiera que haya intentado retirar dinero en día de pago conoce la escena: son las dos de la tarde y una procesión de trabajadores espera su turno en el cajero automático. Los rostros expresan una mezcla de alivio de quien llegó con vida al fin de mes, pero también la ansiedad de quien dejó el auto estacionado en doble fila. Los personajes de la fila son variopintos: una secretaria agobiada que se come las uñas, un chofer repartidor que se limpia el sudor de la frente, un burócrata abatido que sostiene su tarjeta de débito como charola de judicial. Todos se toman su tiempo. Tú esperas: escuchas botones electrónicos, el rugido de las entrañas de la máquina, una robótica voz de mujer que se refiere a todos como “estimado cliente” y se despide con un “gracias por su preferencia”. Finalmente es tu turno: desenfundas tu “plástico” —equivalente simbólico de la “plata” en época del petroquímico—, te cercioras de que no haya algún artefacto clonador en la ranura y digitas tu número de identificación personal (NIP) con el índice derecho. Por un momento, tienes la sospecha de que un metiche estira el cuello para ojear tu saldo, así que acercas el cuerpo a la pantalla para evitar miradas indiscretas. La transacción comienza. A finales del siglo XX las funciones del cajero automático eran por demás básicas: podías sacar dinero en efectivo, revisar tu saldo, cambiar tu número de identificación personal. El cajero automático no era realmente un cajero (no aceptaba depósitos de efectivo, ni canjeaba cheques, ni ofrecía papeletas con un sello y un garabato indescifrable), sino más bien un dispensador: un robot que te escupía un poco de dinero sin necesidad de que hicieras fila en una sucursal bancaria donde los registros de tu cuenta estaban en una carpeta manejada por un feroz contador con pelos en las orejas. Los primeros cajeros automáticos fueron un hito de la comodidad y la conveniencia: permitían obtener dinero en cualquier momento del día, aun fuera del reducido horario de las sucursales. Los banqueros también los amaron: el cajero automático hace cuarenta años no era tan común como ahora: un empleado no sindicalizado que trabajaba horas extra sin chistar, que no reclamaba prestaciones, y que tampoco exigía hora y media de comida. Una máquina que contaba billetes sin necesidad de ensalivarse el dedo y que, al final de su vida útil, se tiraba al basurero más cercano (y no exigía una costosa pensión por sus años de servicio).

Fotografía de Mirza Babic / Unsplash

Ya no más. Cuando insertes tu tarjeta de débito en un cajero del siglo XXI confirmarás que el ATM contemporáneo es una suerte de iPad gigante donde luces y destellos ofrecen productos como si fueran juegos o películas: si picas un globito, contratas un crédito a 72 meses. Si picas otro, becas a media docena de niños en Guerrero (y le extiendes una exención tributaria al banco). ¿Qué pasará si presionas el botón que dice “obtén tu crédito hipotecario”? ¿Será que terminas viviendo en un apartamento elegido por una computadora, pagando mes con mes una hipoteca indeseada, todo gracias a un desliz digital? Estas transacciones financieras de gran magnitud son posibles, en parte, gracias al poder del NIP. Este plenipotenciario código es, para los bancos, equivalente a firma y juramento: si antes necesitabas contrato por triplicado, “autógrafo” con pluma azul y cinco rúbricas para hacerte de un oneroso producto financiero, hoy basta con picar los cuatro dígitos del NIP en un teclado para endeudarte por una década. En el Fausto de Christopher Marlowe, el demonio Mefistófeles acepta otorgarle al protagonista veinticuatro años de servicios a cambio de su alma. Antes, sin embargo, el demonio exige un contrato firmado con ADN. Fausto se ve obligado a tomar sangre de su brazo para redactar las cláusulas y validar el documento. El dato es curioso: Lucifer, Señor de las Tinieblas, exige más salvaguardas en sus contratos que un banco mexicano. Debe ser porque es menos poderoso que cualquiera de éstos. Si un Fausto mexicano intentara, en el presente, hipotecar su alma a cambio de un crédito para sus compras navideñas, es probable que la banca mexicana se diera por bien servida con su NIP.

Muerte por mil comisiones

Contrario a lo que sugieren las mitologías capitalistas, los rascacielos que los bancos se construyen en Paseo de la Reforma no se han pagado con ganancias derivadas del financiamiento del desarrollo nacional ni de los créditos a la industria, sino con algo menos grandioso: los intereses grandotes de los abonos chiquitos, las hipotecas a tasas abusivas, las comisiones por saldo mínimo. En México, más que en otras partes del mundo, la banca lleva veinte años dependiendo de la usura y las comisiones descabelladas como pieza central de su modelo de negocios. ¿El resultado? Un sistema acostumbrado a vivir del dinero fácil de quienes no se toman el tiempo de leer la letra chiquita. Una industria caracterizada por niveles sociópatas de ausencia de empatía. ¿O de qué otra forma describes una industria que decide que la acción más lógica cuando alguien se queda sin dinero es cobrarle 250 pesos más IVA por no alcanzar el “saldo mínimo”? ¿No es acaso similar a ver una persona tendida en la calle y decidir que lo más sensato es darle un pisotón en las costillas? En otros países la banca es un rubro altamente regulado y muchas comisiones están prohibidas por ley. En Estados Unidos, por ejemplo, la tarjeta de crédito promedio cobra alrededor de 15 por ciento de interés anual; en ciertos estados de la Unión Europea, si una tarjeta cobra una tasa superior al 25 por ciento por año, esto puede ponerla en la mira de la autoridad regulatoria. En México, en cambio, la tasa de interés de una tarjeta de crédito “BBVA Azul” ronda el 105 por ciento anual,1 mientras que la “Inbursa Aurrera” está en torno al 124 por ciento por año;2 la cifra de la segunda supera ligeramente la tasa anual –120 por ciento–3 que cobraba hace algunos años la mafia italiana por sus préstamos, según datos del Washington Post.4 En ese paraíso de la desregulación llamado México, los cajeros automáticos juegan un papel doble: existen para facilitarle su dinero al cliente, pero también para quitárselo. Junto con los fraudes a tarjetahabientes, las estafas en el cajero automático constituyen una de las principales quejas que recibe cada año la Comisión Nacional para la Protección y Defensa de los Usuarios de Servicios Financieros (Condusef). Aunque muchos temen que los asalten a la salida del cajero automático, datos demuestran que con frecuencia el desfalco ocurre a manos de la interfase del cajero. Cada año miles de mexicanos retiran dinero del ATM sin que la máquina les entregue sus billetes. Otros tantos descubren, horas más tarde, que sus tarjetas fueron clonadas. Algunos más contratan, accidentalmente, productos financieros basura que los amarran a deudas faustianas o a seguros de vida que el banco hará todo lo posible por no cancelar. El sistema produce descontento a montones. De acuerdo con datos de la Condusef, en 2019 los usuarios bancarios en México presentaron casi 6.7 millones de reclamos ante los bancos. Repito: 6.7 millones de fallas. El banco con más quejas, Citibanamex, registró más de 1.7 millones de reclamos en 2018. Datos internacionales demuestran que, en países con marcos legales más estrictos, las cosas marchan con un poco más de orden. En Estados Unidos, donde la población con acceso a una cuenta bancaria es 4.5 veces superior a México, el Consumer Financial Protection Bureau recibió 329,800 quejas en 2018.5 En otras palabras, Citibanamex es blanco de cinco veces más quejas por año en México que todos los bancos de Estados Unidos en conjunto. Las cifras de reclamos por sí mismas son suficientes para sugerir un sistema depredador en el que los fraudes y los engaños son moneda corriente. Y nos obliga también a plantearnos una pregunta clave: más allá de que son cómodos para obtener dinero en efectivo, ¿otorgan los cajeros automáticos alguna ventaja a la sociedad? No me parece descabellado reconocer que los cajeros automáticos sí tienen una virtud poco ostentada: son enormemente útiles para la población sin hogar. En las grandes ciudades del mundo, un ATM es un buen lugar para guarecerse del frío y hasta del calor: en sitios tropicales, sus espacios gozan incluso de aire acondicionado (aclaración: esto se hace pensando en el buen funcionamiento de los componentes electrónicos, no en la comodidad del cliente). Debido a los sistemas de monitoreo, también son sitios relativamente seguros: aquellos criminales que disfrutan de violentar a los desamparados —en el sentido físico, no económico: para eso hay banqueros— se la piensan dos veces antes de hacerlo frente a las numerosas cámaras que protegen este pequeño templo capitalista. Esta realidad no está libre de cierta poética: si en una visita al cajero automático contratas una hipoteca accidental o un crédito que te deja en la pobreza, puedes, en calidad de desamparado, volver a ese mismo sitio y convertirlo en tu hogar.

Imagen de portada: Mohammed Hassan, cajero automático, Pixabay