Franco murió un día de la Revolución mexicana de 1975, apenas dos años antes de que yo naciera. Como niño de la periferia de Madrid recuerdo esas primeras efemérides, esos primeros “20-N”,1 por las restricciones que nuestros padres solían imponernos a mí y a mi hermano: hoy no salgáis a la calle, no os alejéis mucho de casa, tened cuidado… ante el temor de altercados violentos que, al menos en nuestro universo cercano, no se producían. Entretanto, también recuerdo los veranos familiares en la playa, o las idas al cine Lisboa en el Paseo de Extremadura de la mano de mi abuelo, quien ante toda perturbación del orden que aprendió a naturalizar —a fin de cuentas se hizo adulto y hasta anciano en él—, cruzaba miradas cómplices con cualquier viandante y murmuraba las frases que ya nos sabíamos de memoria: “¡Ay, Paquito!”, “¡Si Paco levantara la cabeza!” Nuestros paseos transcurrían por la geografía suburbana y migrante que, a comienzos de los años ochenta, mediaba entre Móstoles, el barrio Lucero y Aluche, un Madrid pobre e irreverente, donde el consumo de heroína arrasó con la generación anterior a la mía. “Paco” (me refiero, obviamente, a Francisco Franco) era una presencia constante en el inconsciente de mi abuelo y, me temo, de su generación, un tic que afloraba ante las alteraciones de los paisajes físicos y humanos que, tras su muerte, adquirieron otras formas visibles: Paco esto, Paco lo otro, Paco como la lente, ya caduca, a través de la que traducir sus realidades. Para la mayor parte de quienes eran apenas niños o adolescentes durante la Guerra Civil, y desarrollaron su vida adulta bajo un régimen particularmente ocupado en un programa moral que moldeó conciencias y actitudes. Paco les hizo ser quienes eran. La “pedagogía de la guerra”, que diría Brecht, desplegada durante cuatro décadas, su coctel de nacionalismo, militarismo, antiintelectualismo, mediocridad decretada, persecución, tutelaje y miedo, obligó a esa generación a un giro de cuello de 180 grados, a una mirada que causaba tortícolis. No es ningún secreto que, después de la férrea depuración de la disidencia y el exilio sistemático de los sectores críticos, el deceso del dictador fue percibido, por la mayoría de los habitantes en España, como la apertura a un tiempo de incertidumbres y miedos inconfesados. ¿Cómo no sufrir el síndrome de Estocolmo? La pedagogía de la guerra también fue una píldora que permitió abstraerse y mirar para otro lado, un ansiolítico, un libro de instrucciones que enseñaba a vivir como un tonto tranquilo. “Las represiones y tabús, los hábitos mentales de sumisión al poder, de aceptación acrítica de los valores oficiales que hoy nos condicionan no se desarraigarán en un día. Enseñar a cada español a pensar y actuar por su cuenta será una labor difícil, independientemente de las vicisitudes políticas del momento”, escribe Juan Goytisolo en uno de los ensayos más lúcidos, In memoriam F.F.B. 1892-1975, para pensar en las consecuencias de la dictadura. Escrito sólo unos días después de la muerte de Franco y aún en tiempos de censura (por cierto, publicado en la revista Plural de México), en él propone, además, un certero vaticinio: “Un pueblo que ha vivido cuarenta años en condiciones de irresponsabilidad e impotencia es un pueblo necesariamente enfermo, cuya convalecencia se prolongará en relación directa a la duración de su enfermedad”. Sería necesario entender el franquismo como una máquina de producción de subjetividades: individuos, gestos, lenguajes, consensos que han esculpido el corazón de un país mediante el violento descarte de toda diferencia, de amputaciones sociales todavía imposibles de reparar. Goytisolo, que perdió a su madre en un bombardeo sobre Barcelona, que militó en la clandestinidad y decidió exiliarse poco después de cumplir los veinte años, termina su ensayo con una afirmación tan dramática como cierta: “Lo que hoy soy a él lo debo. Él me convirtió en un Judío Errante, en una especie de Juan sin Tierra, incapaz de aclimatarse y sentirse en casa en ninguna parte”. Por acción u omisión, en la afección o el repudio a su fantasma, su figura no ha dejado de proyectarse sobre la vida social y política española, es decir, sobre la vida personal de todos.
Acostumbrados a que los hogares de los personajes de Pedro Almodóvar se conviertan en escaparates de objetos culturales —de sus paredes cuelgan pósters de obras de teatro, en sus televisores aparecen las secuencias más memorables de los clásicos del cine, en las mesas y burós se distribuyen los libros de cabecera del director— es posible que se pasara por alto el momento en el que, en la última película, Dolor y gloria, Antonio Banderas muestra uno de los ensayos más agudos publicados el año anterior, Cómo acabar con la Contracultura: Una historia subterránea de España, de Jordi Costa. La referencia no es casual. El ensayo de Costa elige, de hecho, los títulos del primer Almodóvar como ejemplo de su tesis. Para Costa, películas como Pepi, Luci y Bom y otros chicos del montón (1980), Laberinto de pasiones (1982), Entre tinieblas (1983) o ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) describen, en la energía libidinal y creativa de sus protagonistas, el deseo de apertura que estalla tras la muerte de Franco, así como su inmediata derrota a manos de unos personajes masculinos encargados de reinstaurar la “normalidad” previa. En sus palabras, “la Contracultura, encarnada en los personajes de Pepi y Bom, se cruza con la España reprimida [Luci] y libera el potencial utópico y libidinal de su deseo, pero, al final, toda esa energía desencadenada acaba siendo reapropiada por unas viejas instancias de poder [el marido policía] que han estado, ahí, desde el principio”. Como conclusión, afirma Costa, la apertura democrática “ha sido la palanca que han utilizado las instancias de poder para liberar un yacimiento de energía libidinal que será explotado, bajo una forma degradada, por un sistema que no parece haber sufrido ningún rasguño en el proceso”. Me atrevo a decir que uno de los mayores éxitos del golpe de Estado y la dictadura posterior consistió no sólo en frenar las alternativas políticas previas sino en imponer el marco de sentido en el que se desenvolvería el orden posterior. Al modo en el que Idelber Avelar reflexiona sobre las recientes dictaduras del Cono Sur y Brasil,2 la española preparó el camino para una democracia adiestrada en los límites de lo posible, apenas divergentes de los axiomas del régimen franquista: economía de mercado, indivisibilidad del Estado, trato de privilegio a la Iglesia, ayudas a las élites empresariales heredadas, impunidad de los crímenes del franquismo e incuestionabilidad de la figura del rey, jefe de Estado por designación directa de Franco y garante del pacto. Tales principios fundacionales esconden, además, una amenaza: de no respetarse, se reproducirán las condiciones de inestabilidad y falta de consenso que causaron la guerra. En España, el legado del fascismo se ha expresado, desde la muerte del dictador, como un pacto de silencio y olvido, un mirar para otro lado que no sólo asume los límites mencionados sino que simula que no existen, que la vida social ha transcurrido bajo una democracia ejemplar y saludable. Tal denegación freudiana ha llegado a adquirir componentes patológicos desde el momento en el que este pacto del olvido ha designado una política de Estado proclamada por decreto:
Es simplemente un olvido. Una amnistía de todos para todos. Un olvido de todos para todos. Una ley puede establecer el olvido, pero ese olvido ha de bajar a toda la sociedad. Hemos de procurar que esta concepción del olvido se vaya generalizando. Porque es la única manera de poder darnos la mano sin rencor.
Éstas fueron algunas de las palabras con las que, desde la tribuna del Congreso, el líder nacionalista vasco Xabier Arzalluz proponía la Ley de Amnistía de 1977 que condonaba las penas a los disidentes políticos y sellaba, hasta el día de hoy, la impunidad del régimen. Este olvido ha implicado, además, una perversa equidistancia entre víctimas y opresores, entendidos como extremos de la balanza, polos políticos ya sin cabida en una nueva sociedad que perdona y deja a un lado las divisiones. Desde entonces, a las víctimas del franquismo se les ha impuesto, en contra de la legalidad internacional y los compromisos jurídicos asumidos por el país, el perdón a sus victimarios: que olviden sus sufrimientos y asuman la impunidad de quienes asesinaron, torturaron, acosaron, desterraron, robaron bebés y cercenaron las libertades más básicas. En nombre de la convivencia deben cargar con su revictimización o ser señaladas como rencorosas, los aguafiestas del relato de reconciliación que ha legitimado, en ausencia de la derrota al fascismo, el marco político y discursivo de los últimos cuarenta años.
El acto generoso de “darnos la mano sin rencor” ni siquiera implicó, y aquí es donde se retuerce este mirar para otro lado, la recuperación de los restos mortales de los 130 mil asesinados que siguen sepultados en fosas comunes por todo el territorio nacional. Tan desigual fue el pacto, tan exitosa la labor depurativa previa y tan incondicionada la adaptación de la dictadura al nuevo modelo que no se reconoció el derecho de las familias de las víctimas a enterrar a sus muertos, un acto tan elemental que, en el mito de Antígona, impone su dignidad por encima de cualquier amenaza o norma. Así que no es una exageración, ni un juego retórico, decir que la democracia actual se eleva sobre los muertos de la dictadura. La pretendida normalidad política de España ha transcurrido, físicamente, sobre las tumbas anónimas de 130 mil cadáveres y, lo que es aún más significativo, a través del intento infructuoso de sus familiares por recuperar sus restos, consistentemente obstaculizado por los órganos judiciales y políticos. No desenterrar es un acto que impide cerrar las heridas, prolonga el duelo indefinidamente y renueva la pedagogía de la guerra. Por ello, esos mismos cuerpos sin reconocer ejercen de lugar primigenio del actual sistema, una marca aparentemente invisible que, mientras permite mirar para otro lado, obliga a tomar nota de lo ocurrido. A través de ellos se impone la mirada estrábica, aquella que con un ojo mira hacia delante simulando desconocer el pasado y con el otro capta la amenaza. Algo ha cambiado, no obstante, en este panorama. Desde la crisis económica e institucional de 2008 se han producido importantes grietas en los consensos heredados, cuestionamientos que han mirado de frente a esas fuerzas que actuaban desde el subsuelo. En 2008 el juez Baltasar Garzón se declaró competente para investigar, bajo el amparo de la legislación internacional, los crímenes cometidos durante el franquismo. En 2011 se desencadenó el 15-M, un movimiento que reclamaba, bajo el lema de “Democracia real ya” y mediante el acto físico y simbólico de la ocupación de plazas, un diálogo social fundado en la visibilidad de los cuerpos movilizados. En 2017, y tras varios años de protestas masivas, sectores muy significativos de la sociedad catalana y del gobierno autónomo de la Generalitat organizaron un referéndum de independencia y proclamaron (de un modo más testimonial que efectivo) la separación de Cataluña de España. Desvelar algunos de los tabús ya mencionados ha provocado una respuesta institucional que tampoco oculta sus intenciones: el caso de Garzón acabó con su expulsión de la carrera judicial; el 15-M, con la Ley de Seguridad Ciudadana (llamada popularmente la “Ley Mordaza”), que limita severamente los derechos de libertad de reunión, manifestación y protesta, mientras Podemos, el partido político que surgió del movimiento, forma parte del gobierno actual como una fuerza completamente neutralizada. Por último, el referéndum catalán se saldó con la prisión preventiva de algunos de los principales representantes políticos catalanes y su reciente condena a altísimas penas de cárcel por delitos, como el de “sedición”, de origen autoritario, manufacturados para la ocasión. Entre otros, estos tres ejemplos han servido para calibrar los costos que tiene en España, aún hoy, desenterrar el fantasma del fascismo. En uno de sus ensayos3 Slavoj Žižek reflexiona sobre la retórica del populismo conservador, tanto más eficaz, desde su perspectiva, en la medida en que su sesgo racista, clasista o machista permanezca autocensurado, como sustrato ideológico que permita a su electorado mirar para otro lado, es decir, simular que desconoce el verdadero sentido de sus inclinaciones. No obstante, ese mismo mecanismo de autocensura también representa, afirma Žižek, una tabla de salvación para el conjunto social, pues si esas actitudes y discursos “se hicieran aceptables en el discurso político e ideológico dominante, se inclinaría radicalmente la balanza de la hegemonía ideológica toda”. Me temo que éste es el escenario en el que nos situamos actualmente, y que el proceso constitutivo del que hablaba el 15-M ha derivado en un rearme de la extrema derecha, cuyo extraordinario auge en los últimos dos años se origina, directamente, como respuesta al “conflicto catalán”. En este juego de miradas que visibilizan u ocultan, de palabras que se autocensuran o se pronuncian sin complejos, no deja de ser llamativo que el partido ultra que lidera este despertar de las esencias predemocráticas se denomine Vox (“voz”, en latín), y se presente como una escisión conservadora que abandona las catacumbas discursivas y reivindica, sin pelos en la lengua, el fascismo autóctono. Cuidado, la bestia abrió un ojo.
Imagen de portada: Dibujo de Luis Estebanez a los 12 años durante la Guerra Civil, 1938. Columbia University Libraries Online Exhibitions. BY NC
En círculos de derecha se llama así a los días 20 de noviembre, fecha de la muerte de Franco y antes de Primo de Rivera. [N. de la E.] ↩
Alegorías de la derrota: La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2000. ↩
“Multiculturalismo, o la lógica cultural del capitalismo multinacional”, en Frederic Jameson y Slavoj Žižek, Estudios culturales: Reflexiones sobre el Multiculturalismo, Paidós, Buenos Aires, 1998. ↩