Canuto y Canito

Familias / dossier / Febrero de 2022

Jaime Rodríguez Z.

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“Te he visto. Te he visto volando, hijo”, está diciendo. “Es verdad que allá la gente puede volar, ¿no? Qué maravilla, ¿no?” Tengo las manos en la mierda de mi padre. “Hijo, ¿y esas luces? Qué maravilla, ¿no? Todas esas luces. ¿Ves las luces?” Intento cambiarle el trapo que envuelve su cuerpo tremendamente empequeñecido, pero mientras delira, me sujeta de las manos, pone los ojos en blanco, hace que se embarre todo. Cuando parece que está a punto de pasar el acceso, se queda catatónico. Sus ojos permanecen anclados en un punto fijo que está, desde siempre, situado detrás de mi cabeza. Sus pelos blancos flotan alrededor de la suya como los restos de una tormenta eléctrica. Estamos en un hospital en un barrio pobre al sur de Lima. Aunque en realidad no estamos en el hospital, sino en una especie de estacionamiento o zona de carga y descarga en la parte trasera de la sala de emergencias. El hospital está rodeado de muros que están rodeados de coches, de carritos de comida, de cerros repletos de casas. Cada vez que entro o salgo de este lugar tengo que darle un sol al de seguridad. En el Perú, los hospitales y las cárceles se parecen a los planetas: orbitan alrededor del sol. Hay que pagar a los vigilantes o policías que te abren y te cierran las puertas. Todo el tiempo.
Mi padre no ha estado en muchos hospitales, pero ha estado en varias cárceles a lo largo de los años. Era poco más que un adolescente cuando lo detuvieron por primera vez. Estuvo varios días en una cárcel que se volvería famosa, años después, por uno de los motines más sangrientos ocurridos en Lima hasta ese momento. Luego vendrían otras. Una vez, cuando trabajaba en el periódico, me trajeron la maqueta de una página impresa que se publicaría al día siguiente. En ella se veía una foto de mi padre esposado y flanqueado por un par de policías. Llevaba una camisa color rosa y el rostro desencajado. Hablé con los encargados de la sección y como era una nota menor, de relleno, la retiraron. O eso creo recordar. Lo que no recuerdo es lo que sentí. ¿Qué sentí? No fue rabia, seguramente, porque yo casi nunca me enfurezco. Vergüenza. Lástima tal vez. Aunque yo prefiero la palabra pena. Sentir pena por alguien te incorpora a su dolor, al menos para mí. Sentir pena por alguien no está muy bien visto. Tampoco la autocompasión. La autocompasión tiene muy mala prensa, pero a mí me ha salvado la vida algunas veces.

Vincent van Gogh, _La ronda de los presos_, 1890 Vincent van Gogh, La ronda de los presos, 1890

Mi padre lleva cuatro días delirando a la intemperie. No es invierno, pero en las noches la humedad de la ciudad pesa sobre nosotros como una sábana mojada, fría. Estamos aquí porque no hay habitaciones ni pasillos disponibles, claro. Solo hay estas camillas viejas y oxidadas que ahora apretamos contra las paredes del estacionamiento para proteger a los pacientes, nuestros familiares, de la garúa. Hoy también han venido mis hermanos pequeños. Esperamos a que mi padre se duerma, lo dejamos tapado con unas mantas y nos vamos a comer un lomo saltado a la cafetería del hospital que regentan unos venezolanos, justo al otro lado del parking. No nos vemos mucho mis hermanos pequeños y yo, pero estamos contentos de comer juntos. Uno de ellos, el que salió de la cárcel hace poco, se llama como yo. Mi padre nos puso a los dos el mismo nombre, el suyo, con veinte años de diferencia. Como si la primera versión le hubiera salido mal. A decir verdad, también le puso el nombre del hermano que me sigue en edad, al que le sigue en edad a mi tocayo. Nunca sabré si mi padre quiso expiar en esa ridícula simetría su insatisfacción con nosotros o si pensó, en algún momento de su vida, que simplemente podía volver a empezar. En total, mi padre tuvo cinco hijos más además de nosotros. Nosotros somos mi hermana mayor, yo, y el hermano que me sigue. A los “chicos”, como les decimos, los tuvo con una señora con la que se supone que compartía un tipo de vida marginal o perversa. Nunca lo hemos sabido a ciencia cierta. Nunca hablamos de ello. Durante años pensé que tenía solo cuatro hermanos más, pero poco antes de que ingresaran a mi padre en el hospital había conocido al quinto, cuya existencia ignoraba. El chico tenía 19 años en ese entonces y a este, mi padre le había puesto mi segundo nombre. Tercer intento.

Egon Schiele, _Levitación (El Ciego II)_, 1915 Egon Schiele, Levitación (El Ciego II), 1915

Mi madre acogió a los tres primeros hijos que tuvo mi padre con otra mujer y los crió como si fueran suyos. ¿Por qué lo hizo? ¿Fue acaso un último gesto de amor hacia el hombre que tanto daño le había hecho a lo largo de su vida? ¿Pura y simple compasión por unos niños cuya madre los había abandonado? Nunca hablamos de ello. El caso es que a los hijos que había parido no nos sorprendió en absoluto. A veces mi madre es, como la propia naturaleza del amor, incomprensible. Pero una vez me dijo que mi padre siempre quiso tener más hijos y como, tras el nacimiento de mi hermano, su tercer hijo biológico, ella se había ligado las trompas, mi padre siempre le había guardado rencor por eso. El cuarto hijo de mi padre fue acogido por una tía nuestra porque ya no había más espacio en casa de mi madre. El quinto, del que no supimos nada hasta años después, debía ser solo un bebé por esa época. Fue como un reparto de cachorrillos. El mayor de los chicos, el que comparte nombre conmigo y con mi padre, tenía entonces seis años. Se supone que estaban viviendo en la calle o en hoteles de mala muerte del centro o qué sé yo. Recuerdo haber visto a mi padre alguna vez, deambulando por esas calles. Tal vez fue una de esas veces en que me llamaba para pedirme algo de dinero. Recuerdo haberlo seguido un rato tras despedirnos, hasta verlo desaparecer en algún portal particularmente truculento. Pero no recuerdo qué sentía. ¿Qué sentía? Curiosidad. Rencor. Pero nunca llegué a cruzar los umbrales por los que desaparecía. Todo lo que me ha ocurrido desde entonces ocurre allí. El caso es que un día mi madre me pidió que viniera a casa y cuando llegué dos enanos me saltaron al cuello de inmediato. Me conocían porque mi padre, que nunca nos habló de su existencia, a ellos les enseñaba fotos nuestras. El tercero de los chicos que acogió mi madre vino tiempo después. Había nacido con una lesión cerebral grave y no se valía por sí mismo. Supongo que por eso tardó más en llegar, porque a mi padre le habrá parecido un abuso cargar a mi madre con semejante peso adicional. Pero terminó viviendo en casa, por supuesto. Nunca había que subestimar a mi padre. Mi hermanito vivió siempre como un niño de tres años, hasta que se murió con veinte. Mi madre aún conserva sus cenizas en un rincón de su habitación. No estuve allí cuando murió. En realidad, no he estado en casi ningún momento importante en la vida de los chicos. Cuando ellos llegaron a casa, yo ya me había ido. Se criaron con mi madre y con mi hermana. Nunca he sido para ellos un hermano protector ni proveedor. Los chicos han llegado hasta aquí como han podido.
Al quinto día en el estacionamiento, vuelvo con medicinas, radiografías y documentos. El sistema sanitario en el Perú es como un yonqui terminal, un cuerpo sin alma que siempre quiere más de ti, un poquito más, esta vez sí es la última. Contra todo pronóstico, hemos logrado que le hagan una resonancia magnética en otro hospital así que vienen a llevárselo en una ambulancia y atravesamos la ciudad con mi padre aún sumido en un estado delirante y febril. Vamos con él mi hermano, el que me sigue, y yo. Fumamos en la puerta del lugar. Hablamos del trabajo, pero rápidamente volvemos al territorio de la infancia. Películas. Chistes. Dibujos animados. Es una buena forma de hablar. Los exámenes arrojan como resultado una decena de microinfartos cerebrales. Su cerebro está lleno de lesiones. Veo las piernas de mi padre sobresaliendo del tubo, las uñas de sus pies parecen garras amarillas y enormes. Cuando lo sacan del tubo está inconsciente o dormido. Me acerco a su cara y veo una lágrima secándose en el borde de su ojo. Me acerco al rostro de mi padre sin poder llorar. No lo hice cuando me llamaron para decirme que lo habían encontrado desnudo, flotando en un charco de sí mismo; ni cuando me dijeron que las primeras 48 horas serían cruciales para saber si sobreviviría; ni cuando llegué al hospital y lo encontré así, completamente vencido, finalmente, pero atado a la camilla como si fuera a irse a alguna parte, como si hubiera todavía en él un mínimo atisbo de voluntad o empeño. Acomodo un poco el pelo grasiento de mi padre. Una vez, cuando era niño, me encontró llorando porque otro crío me había pegado. Me cogió del cuello de la camisa y me dijo la próxima vez que te vea llorando te voy a pegar yo. Lección aprendida.

Barbara Hanrahan, _The Puppet-master_, 1987. © National Gallery of Australia Barbara Hanrahan, The Puppet-master, 1987. © National Gallery of Australia

Volvemos en ambulancia al estacionamiento del hospital. A mitad de camino nos quedamos atascados en medio del tráfico salvaje de la ciudad. La ambulancia hace sonar la sirena sin parar pero nadie nos cede el paso. El paramédico que está al volante se pelea a gritos con los conductores de las combis. Estos le insultan y arrojan cosas contra nosotros. En medio del caos alguien abre violentamente la puerta. La ambulancia se llena de olor a humo de coches y a fritanga. Mi padre sigue inconsciente y atado a la camilla. Veo a dos o tres tipos que miran los escasos equipos médicos. Dicen algo, pero no logro entender qué, porque ya no los escucho. Salto hacia ellos completamente fuera de mí. Hacia la luz del sol siempre pálido de Lima, hacia el vórtice de la estupidez, hacia el centro de la violencia haciéndose costra, una y otra vez, contra el asfalto. Estoy en casa.
Al sexto día lo trasladan desde el estacionamiento a una planta del hospital hecha de material prefabricado, pero perfectamente aséptica y funcional. Cuando finalmente lo meten en una cama con sábanas limpias, almohadas y una mesa de noche para guardar sus cosas, es como si estuviéramos en el Ritz. Al séptimo día, mi padre tiene un último acceso. Convulsiona en mis brazos. Pienso que se va a morir. He pensado muchas veces en ese momento. En que mi padre se va a morir sin que hayamos hablado nunca. He elaborado conversaciones enteras entre él y yo, imaginando sus respuestas, anticipándome a sus reproches y los míos. Me he visto decirle que ya no puedo seguir odiándote más, pa, pero no quiero perdonarte y sin embargo tu amor, pa, tu amor, tan puteado siempre, tan mierda todo, qué ingente cantidad de incomprensión, tú, el gran merecedor, el puto plato de sopa que había que llevarte siempre a la cama, tu amor, pa, todas las veces que te emborrachabas y me llamabas estúpido y cómo te fuiste yendo así, de a pocos, un día, dos, tres, hasta que ya no volviste más y te perdiste en una euforia que estaba tan lejos de mí que no pude salvarte, así que un día me fui yo también, porque aprendí la lección de irse, la evasión, pa, eso que me decías de la serpiente que se enrosca en tu corazón, tu miedo, mi terror a no conocer jamás la soledad porque siempre, al final de todos los caminos, solo quedamos nosotros, una sombra violentísima que nos aleja de todo mientras tú te alejas otra vez, tú, compañero implacable, tú, pequeño hombre mío acongojado. Al octavo día mi padre despierta y empieza a hablar con normalidad. Pide de comer. Dice que no recuerda nada. No hablaremos nunca más de ello.
Hace muchos años, en medio del ciclo infinito de su derrape, cuando aún intentábamos recuperarlo, le propuse a mi padre alquilar una de esas combis para trabajar juntos. Las combis representaban todo lo que odiaba de mi país en ese entonces. En los noventa, fueron el refugio de los arrojados por el fujimorismo a la informalidad, a la jungla del capitalismo forzado. Cientos, miles de trabajadores desempleados que encontraron en esas camionetas de transporte de pasajeros una posibilidad de subsistencia en las venas siempre obstruidas de Lima. Emprendedores del caos. Engendros del averno político, descerebrado y corrupto. Le dije a mi padre que debíamos hacernos con una. Él podía ser el conductor y yo el cobrador. Le pondríamos una inscripción: “Canuto y Canito”, por una vieja serie de dibujos animados protagonizada por dos perros. Mi padre imitaba a la perfección sus voces. Canuto es un padre protector y Canito un hijo devoto, aunque algo desobediente. Mi padre, por supuesto, se burló de mí como solo se puede burlar de ti tu padre. No recuerdo qué sentí. Sí lo recuerdo. Frustración. Hartazgo. Intemperie. Pero aún ahora, tantos años después, a veces pienso que cambiaría toda la vida que he construido a sobresaltos y que contiene todas las cosas en las que creo, todas mis convicciones, todos los lugares en los que he estado y todas las personas a las que amo, porque él hubiera dicho que sí.

Augie Doggie was feeling sad ‘till he learned from Doggie Daddy.

Jaime Rodríguez Z. Solo quedamos nosotros, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021. Se reproduce con el permiso del autor.

Imagen de portada: Rod Ewins, Father of the Man, 1984. © National Gallery of Australia