Rousseau en Ciudad Universitaria

Un vagabundeo por el paisaje de la propiedad intelectual

Propiedad / dossier / Enero de 2018

Sara Schulz

El primero que, habiendo cercado un terreno, descubrió la manera de decir “esto me pertenece” y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Jean Jacques Rousseau


Rousseau, o J. J., como le decían sus amigos, subió a su auto e introdujo en el reproductor el caset que Teresa le había mandado con una selección de sus canciones favoritas para el cachondeo. La cinta magnética hizo sonar “I Wanna Do Something Freaky to You”, mientras la Caribe tomaba vuelo por el Periférico. La vista de los volcanes le hizo recordar con cierta nostalgia las montañas del Jura en la frontera con Francia. Aunque pasó la infancia en Ginebra y su vida más bien errante lo condujo a París, era en México donde se sentía más a gusto. Como extranjero, no sabía si era acertada la percepción que tenía de una falta de ley –tan afín a su espíritu– en la vida cotidiana. El fantasma de la represión estudiantil y las desapariciones forzadas rondaba aún el entorno y ensombrecía las historias de una generación apenas mayor que la suya. La voz de Bootsy Collins en “Munchies For Your Love” le llevó a pensar en Teresa, quien vivía parcialmente en Los Ángeles y cada cierto tiempo le enviaba estas recopilaciones por correo. Se la imaginaba desnuda bajo el sol californiano a un lado de la alberca, esperando junto a la radio la programación de sus rolas predilectas para oprimir record en el momento justo y hacerse, poco a poco, del arsenal romántico que los inspiraba en la distancia. O más bien, que la inspiraban a ella y que a él le emocionaban por un efecto dominó consecuencia de la fantasía: imaginar a Teresa excitada. Al tomar la curva que comunica Avenida de los Insurgentes con Ciudad Universitaria, Los Isley Brothers con “Between the Sheets” le produjeron una ola de recuerdos que lo golpeó como un electroshock. Se reprendió al descubrirse abducido por el fondo musical, cuando debía ocupar sus pensamientos en lo que diría en la reunión con sus compañeros sobre el proyecto del diccionario enciclopédico con términos de relevancia histórica, política y social. Al estacionarse recogió del asiento del copiloto la libreta y la revista literaria Mercure de France a la que estaba suscrito; sacó el cassette y lo guardó en la frágil caja transparente que contenía los títulos de las pistas escritos cuidadosamente a mano sobre un cartón blanco punteado, además de unos trazos decorativos torpes con estilo “funky-psicodélico” (como escribió Teresa en la carta anexa). Al iniciar su caminata por los jardines se preguntó qué sería de su relación a distancia sin el repertorio de canciones cuidadosamente elegidas. Era una antología con un lacre personal en el que se fundían ella y él como pareja. La elección sonora se traducía en un código binario que encriptaba mensajes recónditos. Visto de esa manera, el rectángulo plástico más que una unidad de almacenamiento era un objeto con la impronta de su intimidad, sólo posible por la modernidad tecnológica. Le pareció curioso que dos variables a primera vista tan alejadas como el amor y la técnica estuvieran intrínsecamente unidas gracias a la mediación de la obra de otros. La tecnología es un entramado de fuerzas de origen distinto, factores económicos, medios de producción y principios ideológicos. Cómo eso lograba vincularse con lo más íntimo del individuo le intrigaba tanto como le atraía dilucidar a quién pertenecía cada eslabón de esa cadena de elementos que no podían disociarse sin perder sentido. Era fascinante que los límites de la autoría, la recepción de la obra y su propiedad fueran a tal grado difusos. Para entretener la mente mientras caminaba trató de encontrar un símil, un artefacto revestido de la misma complejidad, que ofreciera aspectos duales parecidos: particular-colectivo, íntimo-público, sujeto-objeto. Hace no tanto, si el tiempo se piensa en eras, los libros impresos eran el dispositivo más moderno y por mucho más efectivo de transmisión de información y conocimiento, cuya creciente circulación se ligó al desarrollo de las ciudades como centros urbanos. Al inicio se distribuían de forma restringida, luego en grupos constituidos para ello y, simultáneamente, de mano en mano como préstamos y como propiedad particular de quienes podían adquirirlos. Le pareció que había encontrado un buen ejemplo comparativo, si bien la fabricación, distribución y recepción de uno y otro eran muy distintas. La música es considerada un bien común, mientras que en el caso de los libros, el conocimiento y el poder que conllevan los hizo por un largo periodo, un privilegio. Para ambos, no obstante, la producción masiva puede considerarse el punto de inflexión. Rousseau recordó entonces la conversación casual que había sostenido hacía algunos años con un hombre excesivamente bronceado, Jason Williams, que afirmaba ser estrella de cine porno, protagonista de la mítica Flesh Gordon de 1970. De pie, al lado uno del otro, esperaban el inicio del concierto de George Harrison y Ravi Shankar, en The Forum, de Los Ángeles. Entre el barullo de la gente, el actor y músico diletante sostenía que “la evolución de la música podía contarse desde la perspectiva del cambio de los espacios donde se toca y desde el plano de la mejora de los equipos de grabación. Llegamos al rock —sostenía Jason— porque los espacios se volvieron grandes, entonces hubo que amplificar las cosas… También llegamos al rock porque los discos comenzaron a reproducir más frecuencias en la medida en que se agrandaron y apareció la tecnología para amplificar más. Conforme creció el tamaño de los públicos crecieron las amplificaciones para dar sonido a toda esa gente. Ahora surge el ‘color’ de lo eléctrico como una decisión estética…”.1 La identidad de Jason pudo comprobarla después, cuando en una de las primeras citas con Teresa, guiados por el ímpetu de su enamoramiento, decidieron ir al Pussycat Theatre a ver la susodicha película. La vertiginosa sucesión de inventos y acontecimientos en el ámbito musical tenía un alto contraste con la historia del desarrollo editorial, que se desplegaba en centurias. Como fuese, pensó, volviendo a sus abstracciones, si hay algo que destacar es el papel del público o del lector. Es como si el progreso y las revoluciones de ambas esferas estuvieran dictadas por la audiencia tanto como por los creadores o autores. Rememoró, para poner un ejemplo, la historia de los impresos. Las Tesis de Lutero, originalmente fijadas en la puerta de la capilla de los agustinos de Wittenberg el 31 de octubre de 1517, circularon posteriormente de forma “pirata”, gracias a impresiones no autorizadas por el autor, que las había escrito exclusivamente para su círculo académico. Al acecho de lo prohibido, la clandestinidad encuentra sus caminos. Era esclarecedor que los 95 preceptos que transformaron la organización política y geográfica de Europa (y con ello del mundo occidental) hayan sido objeto de ese gesto de apropiación colectiva. La comunidad antes que el autor originó la sacudida. ¿Cuál es entonces el lugar de uno y de otro, por qué el empeño en señalar escalafones de virtuosismo incrustados en la propiedad intelectual? ¿La obra, la producción de una idea de quién es en realidad: del autor, del público, de la audiencia, del consumidor? Sintió que con sus preguntas entraba al terreno del lugar común. ¿Pero no era lo “común” lo que le intrigaba?, la palabra en sí tiene un matiz ambivalente; por un lado, significa vulgar, ordinario, corriente; por otro, designa el encuentro, la igualdad, la propiedad compartida. La comunidad es una forma de organización de la sociedad y la cultura. Desde esa óptica es paradójico que las comunas hippies fueran “contraculturales”. Sin lo común la idea del público y la obra misma resultan impensables y, dado el caso, también la noción del autor. Eso común es además inestable, el elemento social más radioactivo, el plutonio de la civilización. Su cualidad cambiante y transformadora es posiblemente la raíz del continuo intento de sofocarlo y convertirlo en algo inamovible. Lo común por definición se enfrenta a los estratos de poder que tienden a la paralización, el control y la censura. La pregunta por la obra es la contraparte necesaria cuando se habla del autor, sus derechos y la propiedad intelectual. Michel Foucault, en la conferencia ¿Qué es un autor?, afirma que “los textos, los libros, los discursos empezaron realmente a tener autores […] en la medida en que el autor podía ser castigado, es decir, en la medida en que los discursos podían ser transgresivos. El discurso, en nuestra cultura […] no era originalmente un producto, una cosa, un bien, era esencialmente un acto”.2 Foucault entiende la obra como texto en su más amplio sentido, como un tejido de ideas, conceptos o propuestas, como una estructura o una arquitectura, cuyo horizonte no puede reducirse al autor ni su emergencia deberse enteramente a él, en tanto se nutre de un contexto y tiempos específicos.

Roy Lichtenstein Roy Lichtenstein, Paisaje, 1964

Johann Genfleish zur Laden, conocido como Gutenberg, a quien se le atribuye la invención de la imprenta mecánica de tipos móviles hacia 1440, era orfebre de oficio. Los antecedentes de la máquina son varios y pueden rastrearse en el Oriente, en China y Corea con la xilografía, donde se imprimía sobre madera ya a partir el año 868. Ahí se desarrollaron los primeros tipos móviles de arcilla; en el siglo XV se usaron por vez primera los de metal. Sin embargo, Gutenberg añadió la técnica metalúrgica para la multiplicación de los tipos móviles y la máquina de fundir necesaria para ello. La aportación fundamental fue, por consiguiente, la posibilidad de producir en serie caracteres normalizados.3 El auge de la impresión no era, sin embargo, algo del todo deseado ni por la curia ni por los monarcas. A la sombra de los conflictos religiosos del siglo XVI, reformadores y contrarreformistas repelían la publicación irrestricta de libros e impresos, pues en general juzgaban a los lectores una masa incapaz de guiarse por sí sola en cuanto al discernimiento y la ética.4 Para leer la Biblia —el libro de moda— en lengua vulgar (o común) se requería una autorización explícita, que no se concedía a las mujeres y se restringía a quienes sabían latín.5 Sería necesario el paso de los siglos, una serie de cruentos acontecimientos y replanteamientos ideológicos, para que la lectura se estableciera como un acto privado, un tú a tú entre el lector y el autor. Pero sería naïf pretender que en esta emancipada órbita que recorren el autor y el receptor, en cuyo centro magnético se encuentra la obra, no influyan otras fuerzas que predestinan o interfieren el curso de su trayectoria. La bula papal de León X, Inter sollicitudines, de 1515, decretó a la imprenta como un don divino, sujeta, por tanto, al control eclesiástico. Fue el edicto de Châteaubriant (1551) el que para asegurar la censura ante la proliferación de publicaciones, suscitada por la Reforma calvinista (1534), hizo obligatorio que figuraran los nombres del autor y del impresor, la dirección y sello de éste último, el texto de autorización para la impresión y su fecha.6 Aun así, fue imposible mantener un control eficaz de los impresos y, en el caso de la Iglesia católica, fue necesaria la imposición del tribunal romano de la Inquisición, en 1542 (la Inquisición española funcionaba desde 1478). La censura se ejerció sobre todo en la circulación (bibliotecas, universidades y lectura pública) antes que en la escritura.7 Como consecuencia, más de un impresor murió en la hoguera condenado por herejía. La primera lista de libros prohibidos (Index Librorum Prohibitorum) data de 1549; incluía cerca de mil obras, se reeditó 32 veces, la última en 1948, y fue eliminada como ley de la Iglesia en 1966.8 El esfuerzo persecutorio y restrictivo dirigido a los autores, los comercializadores o libreros y las obras no impidió a los ingleses ser precursores de los conceptos básicos de la propiedad intelectual y material establecidos en el Estatuto de Ana de Inglaterra o Copyright Act de 1709.

Roy Lichtenstein Roy Lichtenstein, Estudio de Apresto, 1968

Mientras caminaba, Rousseau sacó de su cartera los apuntes con los términos que había investigado para el diccionario enciclopédico. Al repasarlos se dio cuenta de que no era casual que sus elucubraciones hubieran caído en ese marco de referencia. Qué estrecha puede ser la mente y cuántos rodeos da para llegar al punto de partida. Algunas de las palabras anotadas eran:
Copyleft: nuevas propuestas y corrientes en relación con los derechos de autor y el copyright han surgido a raíz de las paradojas y dilemas que plantea la modernidad informática y la posibilidad de reproducción de las obras. Así, por ejemplo, la organización californiana Creative Commons9 aboga y proporciona herramientas jurídicas para la construcción de un dominio público más rico, que permita la circulación de contenidos, ideas y materiales de una forma más libre para el beneficio común. De esta forma proponen la leyenda “algunos derechos reservados“ como alternativa a la más usual y conocida “todos los derechos reservados”. Otra de las expresiones de esta “creatividad común” es el copyleft, un término que surgió en el ámbito informático para ayudar al desarrollo del software libre y que se opone a las restricciones del copyright. La licencia copyleft10 permite la libre copia, distribución y modificación de la obra siempre y cuando se dé el crédito correspondiente al autor original y se mantenga un registro de dichas modificaciones, pero tiene también gradaciones: copyleft fuerte, débil, completo y parcial. El símbolo del copyleft con la “ce” invertida carece de peso legal.11
Copyright: tanto los derechos de autor como el copyright forman parte de la propiedad intelectual. Ambos términos han llegado a ser casi equivalentes, no obstante su origen es distinto y tienen connotaciones diferentes que es importante resaltar. El término “derechos de autor” proviene del derecho francés y comprende tanto los derechos morales como los derechos patrimoniales. Los primeros, se refieren a la autoría de la obra, la cual es inalienable e irrenunciable. Los segundos, los morales, refieren a todo lo que comprende la explotación de la obra, su publicación, distribución y reproducción. Así, mientras los derechos morales no se pueden ceder, los patrimoniales sí. El copyright, aunque protege el derecho de autor hace énfasis, como su nombre lo indica, en los derechos patrimoniales: de reproducción, distribución, comunicación, colección y transformación de la obra. El símbolo © se usa para designar casi indistintamente el copyright o los derechos de autor. Sin embargo, en cada país el uso queda sujeto a su respectiva legislación y a los tratados internacionales vigentes. Actualmente, varias nociones de los derechos de autor se encuentran en crisis, práctica e ideológicamente.12
Dominio público: los derechos de autor sobre el patrimonio intelectual tienen caducidad, cuando ésta acontece las obras caen en el dominio público. En la mayoría de los países el plazo tras la muerte del titular de los derechos es de 50 años; pero hay algunos en que puede ser de 60, 80 y hasta 100 años, como es el caso de México.
Uso justo: las restricciones excesivas que pueden derivarse de la implementación de la ley de derechos de autor o del copyright si se hace con una visión punitiva llegan a paralizar la cultura. El fair use o uso justo permite utilizar de manera limitada obras con derecho de autor sin permiso de los titulares. Se aplica principalmente para las citas, como una forma de incorporar una obra dentro de otra con fines didácticos. Y hay quienes sostienen que más que una excepción a la regla, en sus orígenes en el siglo XVIII, el fair use era el contrapeso del copyright.
Miró el reloj: aún era temprano para la cita. Había llegado a la entrada del Espacio Escultórico y, propenso a dejarse cautivar por el entorno natural, disfrutó del paisaje y la naturaleza áspera que se derramaba por encima del pedregal. El albor del atardecer propiciaba una contienda silenciosa entre la vegetación y la superficie rugosa de la roca volcánica. Ese ambiente árido se asimilaba a su ánimo meditativo. Avanzó por el camino curveado trazado por piezas de concreto talladas con relieves que semejan glifos de un lenguaje galáctico. Al final apareció súbitamente la escultura principal que es circular. Se acercó a una de las 74 figuras geométricas, casi piramidales, que rodean el núcleo de piedra de más de 90 metros de diámetro. Y escaló su costado inclinado para sentarse en lo alto. La vista desde este punto se anclaba en un plano superior totalmente despejado y cedía a la ligereza. De su cartera sacó la revista que había guardado, al hojearla encontró el anuncio de un concurso de ensayo con el tema: “El progreso de las ciencias y de las artes ¿ha contribuido a purificar o a corromper las costumbres?” A la luz de esa pregunta su alma se iluminó de pronto. Las nubes descendieron y formaron un domo que le hizo sentir que se encontraba en la entraña que concentra el magma de un pequeño planeta. La luz se centrifugaba con el viento para formar en la bóveda pequeños remolinos violeta tornasol, mismos que expelían corrientes de aire y resonaban en una melodía a la que su cuerpo se acoplaba con una danza. En ese paroxismo, su nitidez intelectual le arrojó una serie de respuestas: la naturaleza instituye la igualdad, mientras el hombre instituye la desigualdad y el nacimiento de la propiedad es una de sus causas. “Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se limitaron a coser su vestido de piel, a ponerse por adorno conchas y plumas […] mientras se dedicaron a trabajos que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que no necesitaban el concurso de muchas manos, vivieron libres, sanos buenos y felices […] Pero desde el momento en que un hombre tuvo necesidad de auxilio de otro, desde que se advirtió que era útil a uno solo tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, fue necesario el trabajo”.13 Al volver en sí, casi había anochecido. Años después Rousseau se sentiría avergonzado de su idealismo y del elogio incauto del “estado natural de la humanidad”, pues bien sabía que tal cosa nunca había existido… pero eso no lo confesó jamás. Tenía derecho al error: a fin de cuentas era sólo un hombre.

Imagen de portada: Roy Lichtenstein, Pintura modular de cuatro páneles 2, 1969.

  1. Esta cita es resultado de una conversación con Dan Zlotnik, quien también recomienda el libro de David Byrne, How Music Works, McSweeney’s Books, San Francisco, 2012. 

  2. Michel Foucault, ¿Qué es un autor?, 1969. 

  3. Frédéric Barbier, Historia del libro, Alianza Editorial, Madrid, 2005, pp. 97-103. 

  4. Ibidem, p. 171. 

  5. Ibidem, p. 172. 

  6. Ibidem, p. 169. 

  7. Ibidem, p. 150. 

  8. Expeditamente si se toma en cuenta que se requirieron 26 años más para que aceptara, en 1992, que la Tierra es redonda y gira alrededor del Sol, y otros 41 para que suprimiera oficialmente el limbo, en 2007. 

  9. Fundada en 2001. 

  10. El vocablo se asentó jurídicamente por vez primera en 2006. 

  11. Para ampliar la visión sobre este término se recomienda consultar el sitio web de Traficantes de Sueños 

  12. Definiciones más afinadas de copyleft y copyright pueden consultarse en: Ekaterina Álvarez y Jaime Soler Frost, a, arte, cabe, bajo, con, contra, de, desde… Nociones para escribir un proyecto de arte, Fundación Javier Marín, Ciudad de México, 2017. 

  13. Jean Jacques Rousseau, “Discurso sobre el origen de la desigualdad” en El contrato social o principios de derecho político, Editorial Porrúa, Ciudad de México, 1982, p. 134.