También este camino llevó a Roma

10 de diciembre de 2018

Cultos / multimedia / Diciembre de 2018

Antonio Ortuño

Supongo que puede ser considerado prematuro llamarla clásica (mi apuesta es que lo será, desde luego) pero lo indiscutible es que Roma, la nueva cinta de Alfonso Cuarón, es una obra clasicista. No tiene un sólo movimiento de cámara (ni un cuadro de edición) que no sea, a la vez, suave y deliberado y que no sume algún elemento —tensión dramática, atmósfera o profundidad psicológica—, a lo que se narra. Las protagonistas (Yalitza Aparicio y Marina de Tavira) resultan brillantes de tan sobrias y contenidas. La materia hirviente de las dos son las emociones pero apenas las muestran, con elocuencia, en los momentos apropiados. La fotografía es sugestiva y exacta y el blanco y negro no es usado como recurso manierista (ya saben el truco: el blanco y negro, en manos de cineastas injertados de publicistas, hace del pasado una cosa refinada y etérea y convierte la miseria en vacilada), sino que funciona como elección fatal y como caravana a la tradición: Roma podrá parecerles un rebrote tardío del neorrealismo a algunos, pero las fuentes principales de su ética y estética no están en Italia sino en los viejos y fiables melodramas mexicanos de la “Época de Oro”. Porque Roma, de algún modo, es Ismael Rodríguez adaptado a los códigos visuales y narrativos contemporáneos. Y no hay ni pizca de sarcasmo en la frase: aquellas viejas películas son mucho menos malas de lo que el lugar común y el apetito destructor de cierta crítica quisieron hacernos creer. Y su visión del drama nacional dista de estar tan superado como esos mismos espantajos aseguran. Así como las zanjas suburbanas de la Ciudad de México siguen llenas de lodo y carencias luego de decenios de “progreso”, resulta que el melodrama familiar puede, aún, contarnos tan bien como lo hizo en los tiempos de Pedro Infante y Blanca Estela Pavón. Sobre todo si, como en Roma, se deja remojar el melodrama por la denuncia. Así, la cinta no contiene sólo las malaventuras de dos mujeres abandonadas a su suerte por un par de hombres repulsivos (la señora de la casa, por su marido, un medicucho cobarde; la sirvienta, por el novio efímero y bruto que la embaraza al primer acostón), sino que se convierte en la remembranza de toda una época, en la que además de sus historias, está la Historia, con mayúsculas: el episodio de represión a los estudiantes conocido como el “Halconazo”, de 1971, está magistralmente tejido en la trama. Pero es en esas dos mujeres, la señora y la chacha, desesperadas, embestidas, pisoteadas y dignas, en las que se cimienta la película. Sin cursilerías ni alardes de sociologismo ramplón (de pronto hay licencias arriesgadas a esta cláusula; por ejemplo, unos ricos como de mural de Diego Rivera, que beben champaña en el bosque mientras la servidumbre apaga el incendio forestal que causó su fiestecita de Año Nuevo), la cinta muestra cómo una sociedad entera reposa en la abnegación medio suicida de unas pocas mujeres. Dejo al final una confesión: fui a ver Roma con ganas de que no me gustara. Había leído demasiados ditirambos y exageraciones. Pues bien, la vi y me gustó tanto que escribo esta nota para decirles que estacionen los prejuicios y vayan a ver una película que habla de México, ese país irremediable, con tal claridad que, por momentos, dan ganas de taparse los oídos.

Imagen de portada: Fotograma de Roma, de Alfonso Cuarón, 2018.