¡Baratobarato, baratobarato!

El Mar / panóptico / Marzo de 2024

Carlos Acuña

Tiene tres semanas en el negocio pero ya se dio color: nació para estar sentado allí, en su silla alta, un trono de fierro que lo eleva por encima de la multitud que va o viene con sus mantas y yutes a cuestas aún vacíos a esta hora. Desde arriba es capaz de distinguir más fácil cuando una o dos miradas se clavan en las montañas de ropa que se apilan a sus espaldas, cuándo es el mejor momento para soltar el grito y dejar que sus palabras se entrelacen con la cadencia más chilanga que le salga del pecho:


​ ¡Acá está la chuleta

​ en oferta

​ en cuarenta,

​ mi genteeeeee!


​ Se llama Emilio pero le dicen Méndez y lo suyo es el estilacho: tirar rostro, tirar verbo. Porta gafa oscura, un hoodie estampado con pequeñas hojas de marihuana y una gorra trucker que en unas horas lo protegerá del sol bárbaro del oriente de la capital. Detrás de él se apilan blusas y vestidos, amiga, ya le echaste ojo, jeans, camisetas, échale mano, que no te compromete a nada, bermudas, tops, joggers, chécale, trae etiqueta, chalecos, chaquetas, chamarras, no está roto, no está usado, pura calidad.


LA PURA ESPECIAL

$150

SIN CAMBIOS


​ Son las ocho de la mañana en El Salado: una fila de varios kilómetros de lonas rojas debajo de las cuales se exhiben a ras de piso juguetes, impresoras, ollas, lavadoras, autopartes, armas y municiones —es común que la Secretaría de Seguridad Ciudadana o la Guardia Nacional efectúen operativos para decomisar productos prohibidos como celulares robados, medicamentos, licores, tanques de gas, fusiles de asalto o pistolas—. La cháchara enormísima que otros han desechado aquí se transmuta en hallazgos inauditos. Desde historietas de los años ochenta hasta gatos hidráulicos, autoestéreos, medallas militares, furbies fosforescentes empolvados, walkie talkies, llévele, barato, cuánto da.

Mercado El Salado, febrero de 2024. Fotografía de Alejandro Martínez GaticaMercado El Salado, febrero de 2024. Fotografía de Alejandro Martínez Gatica

​ Pero si algo se desborda en El Salado son las pacas: bultos enormes (del tamaño de una o dos personas) donde se apretujan la ropa y los accesorios usados o nuevos pero descartados como saldos por las grandes marcas, o abandonados porque cambió la temporada, o enviados a toneladas como donación al tercer mundo después de alguna catástrofe natural y que ahora esperan ser adquiridos por una décima parte de su precio al público.


CUAL CRISIS

$10.ºº

Bienvenidos

a su BOUTIQUE

Cuidado con el

“Paquero”


​ —Es la pura novedad esto de ser paquero —me dice Méndez, quien apenas hace un mes trabajaba en una tortillería y le parecía la onda más aburrida del mundo—. Yo nunca había sabido de un trabajo así, ¿ves, carnal?, así tan mágico. El ambiente de un tianguis es algo digno de ver, de aprender: las palabras que se usan acá, empaparse de toda esta jerga, todo lo singular de este sitio. A mí como lo que me gusta es el hip-hop, improvisar, trato de que mi vida sea una rima infinita, ¿ves?, y pues este jale me viene de perlas.

​ A veces Méndez toma una camisa y, como si fuera un capote rojo, comienza a torear a los marchantes, mientras les invita a revisar su mercancía. “Es como un show, hermano, un show”, me dice con la sonrisa cábula impresa en su fachada.

​ —Uno comienza ganando unos quinientos pesos al día como chalán y de ahí, mira, hacia el cielo. No está nada mal: hoy es miércoles, ¿no? Pues hoy es aquí en el Salado pero el fin de semana estamos en el tianguis de las Torres y después en Mixiuhca. Y si tú le echas flor, loco, sí te andas sacando un buen billete.

​ Cuando el tianguis comienza a levantarse y los perros corren de un lado a otro persiguiendo el polvo, Méndez fantasea con su incipiente carrera. Hasta ahora no ha querido lanzar oficialmente ninguna de sus canciones. Está esperando un mejor momento, y eso puede tardar pues él sabe que “su tiro es con las estrellas”. Sí sería chuleta que un día en todos los puestos de pacas sonaran sus rimas, ríe, que los paqueros las gritaran bien alto como hace él ahora mismo:


​ ¡Pásele a la paca

​ más berraca,

​ si le rasca

​ oro saca,

​ pase, flaca,

​ páseleeeeee!


​ Más de la mitad de los mexicanos trabaja en el sector informal. De acuerdo con el Inegi, en 2022 la economía informal aportó 24.4 % del producto interno bruto del país. Este sector se desarrolla al margen del Estado y su recaudación tributaria, pero solo en apariencia: en realidad sí existen leyes para normar el comercio callejero que contemplan varios tipos de trámites, aunque en los hechos todo funciona bajo acuerdos con los políticos en turno. Así que nunca falta el policía, la líder comerciante o el funcionario listo para cobrar una cuota que rara vez termina en las arcas públicas.

​ Como sea, de los más de 5  700 millones que produjo la economía informal en el segundo trimestre de 2023, más o menos cuatro de cada diez pesos se generaron en el comercio al por menor. Según la Secretaría de Desarrollo Económico, solo en la capital mexicana operan unos 1  447 tianguis donde se emplean más de cien mil personas.

​ El Salado es uno de los trescientos sesenta tianguis que se instalan en distintos días y diferentes colonias de la alcaldía Iztapalapa. El doctor en ciencias sociales José Luis Gayosso Ramírez, de la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa, afirmó en un artículo de 2011 que en El Salado se reunían hasta doce mil comerciantes agrupados en seis organizaciones.1 Hoy deben ser muchísimos más.


Hay que instalar los puestos varias horas antes de que salga el sol. Los sujetos más fornidos entierran a puro golpe de marro varias estacas en el pavimento; ahí amarran las cuerdas y los mecates para tensar las lonas que luego levantan asegurándolas a la camioneta de mudanzas donde transportan sus productos, a un árbol o a cualquier poste de luz que esté a la mano. Ya armado el toldo deben preparar “la tabla”: una tarima improvisada sobre doce o quince botes o cubetas donde depositarán, uno a uno, esos míticos fardos todavía envueltos y anudados: las pacas saciadas de sí mismas. Cuando la tabla está lista, un paquero, casi siempre varón, se trepa en ella, se coloca al centro y, rodeado de ropa, hace de pregonero y vigilante de la mercancía.

​ Quienes compran suelen ser mujeres: jóvenes y señoras que acuden para ahorrarse unos pesos o que a su vez revenden la mercancía. Hay compradoras que reservan su propia paca a cambio de cierto monto de dinero: eligen al azar alguno de los bultos con el compromiso de llevarse al menos unas quince, veinte, treinta piezas. Así tienen el privilegio de seleccionar las prendas en mejor estado, las de marca (que revenderán a buen precio) o las más curiosas. El resto se apresura a esculcar aquel montonal de tela apenas se desanuda el paquete, a revisar con minucia las costuras y las etiquetas.

​ —¡Se abre y se arrebata! ¡Se abre y se arrebata! —gritan los paqueros desde el centro de la tabla—. ¡Baratobaratobaratobarato! ¡Muévale, pero arrebújele, mujer! ¡Pura calidá, pura calidá de este ladoooo, pásele! ¡Aquí encuentra vestido, medias y marido, reina! ¡Acá está la bola, acá está lo bueno! ¡Desde un pantalón ancho hasta un buen sancho! ¡Vea, vea, vea, vea, vea, vea! ¡Se remata, se malbarata, se arrebata, no lo dude! ¡Desde un rebozo hasta un esposo, jefa! ¡Qué bárbaro, qué barato! ¡Qué bárbaro, qué barato! ¡Órale, métale mano que la paca no muerde, güerita! ¡Y si la muerde no se preocupe que va vacunada!

​ Hace unos años Hazael Cedeño vio las célebres fotografías del desierto de Atacama, en Chile, inundado por 39 mil toneladas de ropa enviadas como desecho desde todos los continentes: asomarse al vertedero textil más grande del mundo y ver cómo las prendas, aún con etiquetas, se apilaban hasta el horizonte le provocó una angustiosa sensación de absurdo.

​ —Existe y se fabrica demasiada ropa —dice—. No hay suficiente gente para vestir todo lo que la industria fabrica.

​ Las cifras han generado escándalo: de acuerdo con información del Congreso de la Moda de Copenhague, esta industria desperdicia 92 millones de toneladas de textiles al año, sin mencionar la contaminación que provoca su manufactura.

​ Fue hace unos años que Hazael comenzó a frecuentar los tianguis de paca con disciplina y constancia. La pandemia lo había dejado sin trabajo. Se formó como sociólogo en la UNAM, pero trabajaba en una consultora de software haciendo estudios de mercado. Hizo de su desempleo una oportunidad: la fiebre de nenis, bazares y mercaditas feministas que vendían productos por internet lo había contagiado y quiso probar suerte.

​ —Lo que más me sorprendió es que funcionó en lo económico —explica—. Lo veo también como una manera de incentivar a la gente a apostar por otra cosa, una especie de antilujo. Lo chido de ir a la paca es que puedes cultivar un estilo basado en tu intuición y en el azar. Quien más rifa allí no es quien posee más dinero sino los que tienen el talento de buscar y conseguir lo necesario para armar su identidad.


Pendleton Wool Shirt

100% seda virgen, parches de piel en los codos.

Condición: 10/10

Talla: L

Precio: $590

​ DISPONIBLE


​ En el ecosistema de Instagram, Hazael se hace llamar @vatoquellora. Durante la pandemia promovía unas diez prendas por semana. Tuvo que investigar algo sobre las marcas, los materiales, los estilos y la procedencia de la ropa que compraba para entender, poco a poco, cómo funciona este negocio.

​ —Al final, en Instagram se trata de jugar mucho con los agregados simbólicos —explica—. ¿Qué significa eso de llevar ropa de la paca a Instagram? Se trata de desprenderla de cierto imaginario y otorgarle un valor completamente simbólico. Lo único que hago es quitarle eso que a muchos no les parece cool: el trabajo de desplazarse de madrugada, ir a un tianguis calificado como peligroso, hurgar en lo que muchos consideran basura, lavar después cada pieza, tomarle fotos nice, incluso modelarla y después llevártela a alguna estación de metro para entregártela limpia y hermosa.

​ El mundo de la paca tiene su propio glamur. Con el tiempo @vatoquellora ha tejido amistades y relaciones de confianza en ese universo de paqueros y bazares de Instagram. Pronto descubrió que, además de los clientes habituales que solo buscan vestirse bien sin desgastar demasiado la cartera, existe un sector reducido de ávidos cazadores de rarezas: gente que busca cachuchas de ciertas marcas, t-shirts con estampados clásicos, trapos vintage en buen estado.

​ Si un día tiene la suerte de encontrar, por ejemplo, una playera noventera de la marca Fruit of the Loom con etiqueta negra o una Liquid Blue de estampado estrambótico, él sabe de ciertos coleccionistas fritos que pagarán un precio exagerado por dichas joyas. Ejemplares antiguos de la marca inglesa Carhartt, que solía manufacturar ropa para trabajo rudo, se cotizan alto en el mercado internacional e incluso son más caros si tienen marcas de uso.

​ —Yo estoy escribiendo mi tesis sobre esto, pero desde el punto de vista de la música: en la electrónica, en el hip-hop, en varios géneros ligados en sus orígenes a las clases populares, hacen este uso de la música y la reciclan: la samplean o la mezclan para crear nuevos sonidos y cuestionan muy fuerte, a veces sin querer, todo el asunto de la propiedad intelectual. Este es el mismo principio: es el remix, aplicado a la moda.

Mercado El Salado, febrero de 2024. Fotografía de Alejandro Martínez GaticaMercado El Salado, febrero de 2024. Fotografía de Alejandro Martínez Gatica


La palabra cháchara deriva del italiano, chiacchiera, un término que define la charla banal y sin propósito. Pienso en ello ahora que pregunto por el precio de un pantalón a un líder paquero que tiene a su resguardo unas seis tablas repletas de ropa nueva. Está sentado junto a su camioneta, recibiendo y contando el dinero de la venta.

​ —Aquí solo se habla pa’ vender —responde burlón cuando le digo que soy reportero y quisiera platicar sobre su oficio.

​ Lo dice para que me vaya pero su respuesta es certera. Las palabras crean plusvalía. Lo saben los tianguistas, los bazares en Instagram y las agencias de publicidad. Antes que ropa se nos vende cuento, labia, guáguara, chisme, verbo: cháchara.

​ Un barullo atraviesa el tianguis: gritos y chiflidos saltan de un puesto a otro detrás de una silueta que intenta escabullirse entre los bultos. Los paqueros corren detrás de él, lo acusan de ladrón. Alguien lo taclea, le llueven patadas, otro salta sobre su cabeza.

​ —No toleramos a la pinche rata —explica el líder paquero—. Aquí hay suficiente jale como para andar de trácala.

​ No dice más pero presume sin recato los billetes que, clasificados por denominación, se asoman entre sus dedos como un abanico. Son las ocho de la mañana y falta bastante paca por abrir. Parece un buen día para el negocio.

Imagen de portada: Mercado El Salado, febrero de 2024. Fotografía de Alejandro Martínez Gatica

  1. J. L. Ramírez, “Control corporativo y autocontrol relativo en los tianguistas de Iztapalapa de la Ciudad de México: el caso de los comerciantes de El Salado”, Academia, s. f., pp. 1-27.