Para responder quiénes somos los pueblos indígenas, en Titsa qui’rhiú (zapoteco de la variante Ixtlán de la Sierra Norte de Oaxaca) usamos el vocablo leétsi, con el que nos referimos a una pertenencia común, a una historia que incluye mitos fundacionales que estructuran y dan sentido simbólico-geográfico al territorio que ocupamos, y que proporciona un significado de pertenencia fundamental para la organización del trabajo colectivo. Los objetivos comunes del trabajo y la organización están encaminados a cubrir necesidades específicas para la reproducción y continuidad de la vida en sus aspectos económicos, políticos, de justicia, epistémicos, culturales, espirituales y sociales. Con ello, la palabra leétsi se refiere al concepto de pueblo en un sentido político, similar a la idea moderna de nación. Hay otra palabra que también se utiliza y que denomina una noción más amplia de pueblo, en un sentido en el que se admiten otras unidades político-administrativas; es decir, con la que se reconocen otros pueblos-naciones con organizaciones políticas, territoriales y económicas propias. Así, identificamos a esos otros pueblos-naciones como yeétsi. De esta manera se nombran en términos generales a otras comunidades que se identifican como unidades político-administrativas con territorio propio y algunas que tienen o tuvieron una lengua en común; y otras como territorios más amplios que están conformadas por esas unidades político-territoriales más pequeñas, pero en las que se identifican rasgos compartidos como, por ejemplo, los pueblos-naciones mixtecas y mixes o chinantecas. Por otra parte, aunque sería pertinente una explicación más larga sobre el término indígena, utilizaré la referencia que expone el Mtro. Rafael Cardoso Jiménez, intelectual mixe de Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca:
Se denominan pueblos indígenas a todas las comunidades y pueblos que habitaban el territorio actual del país antes de iniciarse la colonización europea. El hecho de que se haya asumido el nombre de pueblos indígenas no significa renunciar a ser pueblo ayuujk, mixteco, zapoteco, chinanteco, maya, tojolabal, tseltal, zoque, sino que este nombre funciona para reconocernos en una totalidad con muchas voces y muchos rostros.1
Por asociación me parece útil extender este término a las personas que forman parte de los pueblos y naciones indígenas. Cabe enfatizar que cuando hablamos de lo indígena, nos referimos a una noción y constructo social hacia un otro delimitado por la experiencia de la colonización pero sobre todo por el proceso de consolidación de un supuesto estado-nación mexicano en los siglos XIX y XX. Y aunque el término indígena pretende generalizar y unificar un proceso histórico; su uso también alude a experiencias distintas de los pueblos y naciones indígenas a nivel colectivo e individual, y permite hacer hincapié en la constante lucha y resistencia de estos pueblos y naciones por su vida y dignidad.2 De esta manera, en el territorio que hoy denominamos México, existen y existieron naciones en el sentido de leétsi y yeétsi que precedieron a la conformación del estado mexicano y que aún conviven paralelamente en él. Tal es el caso del pueblo zapoteco al que pertenezco. Sin embargo, para finales del siglo XIX y principios del XX se operó desde los aparatos gubernamentales un proyecto racial en el que el estado —aún en formación— fracturó, y en algunos casos eliminó, la noción de otras naciones y otros pueblos dentro de México e impulsó la homogeneización de lo que significaba ser mexicano. En la actualidad, no todas las comunidades zapotecas tenemos una noción clara y determinante de pertenecer a pueblos o naciones indígenas, pues impera por parte del estado mexicano un trato racista que nos lleva a ser considerados como sujetos de interés público bajo tutela del aparato estatal. De nuestra parte, continúan las acciones de lucha y resistencia desde distintos frentes; una de ellas consiste en revertir los efectos del racismo como mecanismo de dominación y como aparato colonizador de las naciones indígenas.
Para formar y mantener un proyecto político e ideológico de estado-nación —que en este país es el proyecto del mestizaje—, se requieren mecanismos que lo justifiquen permanentemente como un proceso histórico. En México se combinan la colonización constante y la violencia estructural, por un lado, con la permanente lucha y necesaria resistencia por parte de las naciones forzadas a incorporarse al constructo estatal, por el otro. El mestizaje como proyecto tiene sus propias contradicciones y aunque en toda América Latina se señala a México por el éxito del suyo, prevalece la existencia de otras sociedades nacionales, sujetas a una constante red de tensiones con los entes operadores estatales y otros sujetos políticos y económicos que insisten en mantener un concepto unitario de estado-nación mexicano. Este proyecto, además, ha operado con el objetivo de propagar la desvalorización de grupos, sujetos políticos y poblaciones originarias; es decir, la construcción del otro como inferior está enfocada precisamente a aquellos sujetos políticos a los que es necesario construir como subordinados, dominados o colonizados, a quienes están dirigidas acciones y estrategias para despojarlos de bienes, territorio, historia o para usarlos como recursos físicos y simbólicos. Lo anterior pudo ocurrir mediante la internalización del racismo sistemático, cuyo objetivo fue el despojo de la dignidad, entendida como una manera de valorar en alto nuestras vidas y nuestro paso por este hogar llamado Yeétsi Loo Yu’ú (Tierra). La dominación y la violencia estructural son más efectivas cuando se logra que una población instaure para sí misma, que interiorice, una estructura de dominación y opresión. Es decir, cuando los mismos sujetos señalados como “inferiores” reproducen esa estructura o dejan de luchar contra ella, se normaliza una situación de dominación y la replicamos transversalmente día tras día, entonces el racismo puede ocurrir y ser normalizado al grado de volverse cotidiano.
Para que el racismo opere y se asuma como normal al grado de que ni siquiera se note, es necesario que se reproduzca constantemente en todos los espacios de la vida; es decir, que adquiera un carácter cotidiano. Este racismo normalizado se expresa a través de acciones (planificadas o espontáneas) ejercidas por personas o instituciones, en las que las características de los otros (sociales, culturales, lingüísticas, económicas, políticas, fenotípicas —sean “reales o percibidas”—) son usadas como pretexto para violentar y humillar. El racismo y su reproducción atraviesan sociedades y las vidas de las personas, pero se activan, según Mónica Moreno Figueroa, en circunstancias determinadas en las que una
[…] configuración social específica y ciertos elementos circulan y entran en operación, permitiendo que sucedan […] momentos contradictorios y dolorosos. Éste es un punto importante, ya que indica la dinámica interna, o la lógica racista, que impregna la vida cotidiana: la forma en que se produce un evento racista está vinculada a la omnipresencia que distingue el racismo en México.3
Es decir, no significa que las personas sean inherentemente racistas, sino que el racismo se aprende y reproduce de manera habitual. Esto se traduce en que cuando el racismo opera en espacios públicos (la escuela, la calle o un hospital) o en íntimos (la casa familiar), la toma de decisiones sobre los recursos materiales o inmateriales, los prejuicios, las apreciaciones sobre lo bello, la asignación de quehaceres y la remuneración laboral son determinados por ese mecanismo subyacente. Los microrracismos (contar un chiste, hacer un comentario o decidir a quién temer en la calle) contribuyen al ejercicio continuo de violencias brutales. Estas aparentemente pequeñas expresiones del racismo lo normalizan y mantienen su dinámica estructural. Entonces vemos como un asunto normal que la población indígena en México presente los mayores índices de pobreza y marginación económica, que sus vidas sociales, políticas y culturales sean catalogadas como atrasadas y que esta percepción se traduzca en los argumentos y la justificación para legitimar la desigualdad. Y que en el ámbito personal, el impacto del racismo sea tal, que individuos y familias durante varias generaciones perciban como hecho confirmado que estructuralmente estén excluidos de las posibilidades de vivir vidas buenas. Ante esto, los esfuerzos han sido muchos no sólo para denunciar sino para parar y revertir los efectos del racismo. Ninguna sociedad de nuestro hogar, Yeétsi Loo Yu’ú, debería permitir el sometimiento de la vida a la opresión.
Imagen de portada: María Sosa, Sexto presagio funesto, Minerva, 2019. Cortesía de la artista
“Espacios y formas de vida de los conocimientos indígenas”, ponencia presentada en “El otro bicentenario: visiones indígenas de futuro”, coloquio organizado por la Red Interdisciplinaria de Investigadores de los Pueblos Indios de México, 2010. ↩
Empleo como sinónimos los términos pueblo y nación. Si bien las diferencias para la ciencia política, la sociología y otras disciplinas sociales son relevantes; me parece que para explicar procesos y relaciones tanto al interior como al exterior de las sociedades indígenas, el uso indistinto de ambos permite llamar la atención sobre la relación entre ellas, que muchas veces se omite, incluso desde instancias académicas. ↩
Mónica Moreno Figueroa. “Mestizaje, cotidianeidad y las prácticas contemporáneas del racismo en México”, en Mestizaje, diferencia y nación: Lo “negro” en América Central y el Caribe, México: Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 2010. Disponible aquí ↩