Entrevista con Coral Bracho

Memoria, música y poesía

Desigualdad / panóptico / Febrero de 2024

Jesús Ramón Ibarra

El año pasado, Coral Bracho fue condecorada con el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2023, “por su continuada indagación en la politicidad de la poesía y el peso de la palabra escrita”.


¿Cómo descubriste la poesía? ¿Siempre pensaste en este camino o de niña tenías planeado otro futuro para ti? ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?

Mi madre me enseñó a leer cuando yo era muy, muy pequeña, y no solo recuerdo la fascinación que me producía el proceso de ese aprendizaje, sino el deleite de leer y de releer algo que me había gustado. Mis abuelos tenían en su casa El tesoro de la juventud, una enciclopedia en donde leí todos los cuentos que encontré. Antes de que yo cumpliera cinco años, mi madre me compró una serie de libros ilustrados, La hora del niño, entre cuyos cuentos había varios japoneses, como “Momotaro”, y otro del que todavía recuerdo los versos que repetían unos pequeños duendes en japonés. Además, en Zacatecas, a esa misma edad tuve contacto con muchos versos tradicionales que estaban todavía muy presentes en los juegos infantiles. Pero hasta los doce años supe lo que era la poesía, y la importancia, no solo de sus imágenes, sino de sus sonidos, cosa que aprendí en una escuela en Francia donde viví unos meses. Años después leí a Verlaine y Baudelaire, entre otros poetas, en la Alianza Francesa, y me fascinó la poesía de T. S. Eliot y de Wallace Stevens. Pero lo que más leía eran novelas. De niña quería ser investigadora submarina, y más tarde quise ser científica y dedicarme a estudiar la mente, pero no existía la carrera de Neurociencias, así que entré a Psicología. Un año después me cambié a Letras Hispánicas para adentrarme más en la literatura.

Coral Bracho, fotografía de © Nina Subin. Imagen cortesía de la escritoraCoral Bracho, fotografía de © Nina Subin. Imagen cortesía de la escritora


Se podría decir que publicaste tu primer libro,Peces de piel fugaz, de manera tardía. Se trata de un libro pequeño y hermoso, como un catálogo de orfebrería. ¿Cómo surge este libro?

Siempre me han obsesionado la ciencia y el tiempo. Escribí Peces de piel fugaz porque Huberto Batis, mi maestro en la facultad, nos pidió un libro como trabajo final del curso, y Federico Campbell lo publicó. Además de ser un excelente escritor, Federico fue una persona generosísima. Con su trabajo y su dinero, no solo armó una pequeña colección de plaquettes (La máquina de escribir) sino que las distribuyó y las regaló. En esa colección se publicaron también plaquettes de David Huerta, Jorge Aguilar Mora y muchos otros autores que aún siguen escribiendo. Yo había leído más poesía, para entonces, porque estaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y muy probablemente había leído ya a José Carlos Becerra, que me gustó mucho, y que abría nuevas posibilidades a la poesía, pero mis poemas se desarrollaron de una forma muy libre.

Hay dos libros que refieren directamente a tus padres: Ese espacio, ese jardín (la muerte de tu padre) y Debe ser un malentendido (la enfermedad de tu mamá). ¿Qué tan determinante fueron ellos en tu vocación, en la creación de un espacio apropiado para tu escritura?

Mi padre murió cuando yo tenía diez años y yo comencé a escribir poesía muy poco antes de entrar a la carrera de Letras. El estímulo posible de mi madre fue su interés en la literatura, y su insólita capacidad para enfrentar cualquier situación adversa y defender lo que se proponía; y el de mi padre, su insólita creatividad y su profundo disfrute de todo lo que hacía. A la par de su trabajo como ingeniero civil, además de minero y metalurgista, cuando murió (en 1961), dejó entre los planos de distintos inventos, el de un coche eléctrico para evitar el uso de gasolina. Ese espacio, ese jardín es un libro que disfruté mucho escribir y que no quería acabar. Era un espacio muy personal que estaba ahí, siempre esperándome. Es un poema largo, dividido en secciones, que tiene que ver con la íntima presencia del cariño de mi padre en mi vida, a lo largo de los años, y de la presencia incesante de la plenitud de la infancia. Debe ser un malentendido es un libro que reúne muchos de los poemas que escribí a raíz de mi cercanía con mi madre durante su enfermedad de Alzheimer.

Hoy se habla mucho del cuerpo, de asumir su consciencia en el territorio de la escritura. El ser que va a morir se refiere a esta consciencia, asumida desde el reconocimiento del otro. Es un libro erótico intenso, minucioso, donde lo sensitivo es fundamental. Además, es un segundo libro avasallante. Ganas el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes con él y te pones en la primera línea de un escenario dominado por hombres. ¿Qué representa esta obra para ti? ¿Cómo se concibió? ¿Cómo viviste la recepción del premio?

En el libro hay un despliegue —en distintos espacios que las vuelven visibles o perceptibles— de sensaciones que tienen que ver con el deseo y el placer. Está también —como cuestionamiento, y a veces como juego— la presencia de filósofos que leía entonces, como Nietzsche, Deleuze y Guattari. La recepción del premio fue algo totalmente inesperado, aunque, por supuesto, lo agradecí muchísimo, pero no era mi intención mandar el libro al concurso. David Huerta me había insistido en que lo hiciera y yo no le hacía caso, hasta que un día llegó a mi casa para pedirme el manuscrito y llevarlo al correo, porque —decía— era el último día para mandarlo. Acepté y lo acompañé a fotocopiarlo y al correo. Siempre sentí una actitud muy generosa —aun de parte de escritores y escritoras mayores que yo— en relación con mi poesía, aunque era claro que era una poesía extraña.

Koga Harue, *Maquillaje por la ventana*, 1930. Museo de Arte Moderno de Kamakura y HayamaKoga Harue, Maquillaje por la ventana, 1930. Museo de Arte Moderno de Kamakura y Hayama


En tu obra juega un papel determinante la memoria. Hay poemas en los que aludes a momentos revelados por el recuerdo. Pienso en un poema como “Trazo del tiempo”, por ejemplo, que me conmueve mucho, y forma parte de tu libro *La voluntad del ámbar. Háblame sobre el papel de la memoria en la poesía, en general, y en tu poesía en particular y cómo se fue vinculando en la escritura de* La voluntad del ámbar.

“Trazo del tiempo” es un poema al que le tengo muchísimo cariño, porque, en efecto, busca reconstruir un momento de plenitud con mi padre en un hermoso paraje de Zacatecas, cuando yo tenía cinco años. Todos los detalles en el poema son recuerdos exactos. Y el hecho mismo de bajar con él a una mina, donde él trabajó durante ese año, incluye en mí, y en el poema, las resonancias de su muerte, pocos años después, y su cariño y alegría siempre presentes: “Algo en esa calma nos cubre,/ algo nos protege/ y levanta,/ muy suavemente/ mientras bajamos”. La memoria es la posibilidad que tenemos de volver a vivir experiencias pasadas, y el poema es una forma de expresión capaz de recrear las imágenes, y al mismo tiempo las, sensaciones que conforman esos recuerdos. En La voluntad del ámbar hay varios poemas inspirados en experiencias que viví en Za­catecas.

Hay un aspecto que me llama mucho la atención de tu poesía: su sonoridad. ¿Qué música sueles escuchar? ¿Tienes algún compositor favorito?

Empecé a escribir poesía a raíz de un contacto muy intenso y vital con la música y el canto. Gracias a la generosidad de Jorge Medina, entonces director del coro de la Escuela Nacional de Música, quien me permitió entrar a él, participé en numerosos conciertos bajo la dirección de excelentes directores de orquesta y la cercanía de mis compañeros y de los instrumentos. Cuando decidí intentar escribir poesía descubrí de inmediato que el impulso que me guiaba en el proceso de escritura era muy similar al aliento vital que sentía en el canto. Algo que surgía de mí y que se sostenía como un aliento que dictaba las posibilidades de desarrollo del poema; las posibilidades de las palabras y sus secuencias en relación con sus sentidos, sus cualidades plásticas, su sonoridad, su peso, de una manera natural y fluida y, al mismo tiempo, siempre sugerente. En esos años no solo disfrutaba ya muchísimo la música clásica, y en especial la música de cámara —de Mozart, Haydn, Brahms, Schubert, entre otros—, sino también obras de compositores contemporáneos como Stockhausen. El ambiente que sugieren Marc Chan o Joep Beving me gusta mucho, pero nunca he escrito mientras escucho música, ni puedo hacerlo.

¿Cómo concibes tus libros? ¿Dejas grandes vacíos creativos entre uno y otro libro, o vas guardando apuntes, pequeñas notas, poemas concretos que irán dando pie a otras piezas?

Casi nunca me propongo escribir un libro. Escribo poemas que de algún modo tienen que ver con lo que estoy viviendo o pensando en distintos momentos. Armo los libros después con poemas que se han ido juntado y que, de cierta manera, se relacionan. Nunca tomo notas. Las primeras líneas de un poema determinan cómo va a continuar. Si tengo que dejarlo porque necesito hacer otra cosa, regreso a él y vuelvo a leerlo desde el principio, una o varias veces, hasta que sienta nuevamente el impulso de su continuación. Es un sopesamiento que implica adentrarse otra vez a fondo en su materialidad sonora, plástica, rítmica y de sentido, hasta que se vuelve sugerente de nuevo para mí.

Edward Hopper, *Cuarto de hotel*, 1931. Museo Nacional Thyssen-BornemiszaEdward Hopper, Cuarto de hotel, 1931. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza


En tu libro más reciente, Debe ser un malentendido, la enfermedad de tu madre sirve como punto de partida para hablar del lenguaje, del amor filial, de la forma en que nos vinculamos al origen. Me parece un libro muy personal y muy conmovedor. ¿Cómo se fue dando su escritura?

Debe ser un malentendido no fue un libro planeado. A raíz de la convivencia cada vez más estrecha que tuve con mi madre cuando se le diagnosticó Alzheimer, creció el número de poemas que escribí sobre ella. Cuando murió caí en cuenta de que podía reunirlos en un libro. Y así lo hice. A partir de conversaciones que tuve con algunas personas especializadas en Alzheimer, con su doctor y con personas que estaban al tanto de lo que sucedía entre pacientes de instituciones o de asilos, por ejemplo, los jardineros, pronto me di cuenta de que tenían a los pacientes bajo un control innecesariamente estricto y oprimente. Cuando justo lo que necesitan los pacientes es lo contrario: una libertad que les permita disfrutar de cosas que les gusta hacer. Me di cuenta también de que mi madre era consciente de tener “una enfermedad de las palabras” como se refería ella al Alzheimer, y de que se sentía mal cuando percibía que los demás notaban sus limitaciones. Para que ella se sintiera confiada y tranquila le hice creer que yo tenía la misma enfermedad que ella. Gracias a la confianza que me tuvo pude entrar en su mundo, tan deslumbrante a veces como el de un niño que observa y se acerca a lo que ve a su alrededor con maravillamiento. Me hizo ver también hasta qué punto el cariño, el amor, la noción de justicia y la sensibilidad respecto a la situación de otros seres humanos eran determinantes en su vida, y sabía reconocerlos y nombrarlos, aun cuando ya no podía reconocer un pájaro. Me interesaba transmitir en los poemas lo que ella literalmente decía, y lo que yo intuía que podía sentir, o experimentar, aunque ya no pudiera decirlo. Finalmente escribí una serie de poemas largos que recorren el libro y narran una interacción imaginaria y constante entre un grupo de niños en un kínder, o de adultos mayores en un asilo, que de algún modo evocan situaciones similares entre pacientes de Alzheimer.

Imgen de portada: Edward Hopper, Cuarto de hotel, 1931. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza