Impunidad: la red de cristal que nos estrangula

Identidad / panóptico / Septiembre de 2017

Irene Tello Arista

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La superficie color caoba refleja la luz de la sala y de los flashes. En la foto se perciben varias manos tocando la superficie brillosa, y en la madera se vislumbran manchas de huellas dactilares. Sin embargo, lo que más llama la atención es el destello acuoso de gotas en una esquina del féretro. Podría ser agua bendita, podrían ser lágrimas. El dolor y la tristeza de los que rodean el ataúd parecen indicar que es una combinación. Se aferran a un objeto y se entrelazan unos con otros como si quisieran encontrar en el contacto un breve consuelo ante un crimen sin sentido. Sus rostros desencajados muestran dolor, impotencia, coraje y una tristeza infinita. Esta foto es del velorio del periodista Javier Valdez, asesinado el 15 de mayo en Culiacán, Sinaloa. Usualmente, la impunidad se asocia o incluso se confunde con la corrupción, sobre todo en casos como el de Javier, cuyo asesinato tiene un claro trasfondo político. La impunidad y la corrupción podrían parecer a primera vista como una serpiente mordiéndose la cola, en la cual es difícil distinguir qué parte es la cabeza y qué tan profunda es la inserción de la cola en las fauces. La impunidad se define como la falta de responsabilidad o de sanción (penal, civil o administrativa) a los autores de violaciones y actos ilícitos; en muchos casos se presenta y se explica sin que sea necesario remitirse a la corrupción, entendida como el abuso de poder para obtener un beneficio privado. En estos casos la impunidad se debe más a una falla estructural en la capacidad para denunciar, investigar y sancionar, que al beneficio personal derivado de un cargo público. Cuando se acude a reportar un ilícito que las instituciones de seguridad pública y de justicia no investigan y sancionan, muchas veces no es debido a la corrupción sino a la falta de recursos (económicos, humanos y de infraestructura) y de competencias (en policías, ministerios públicos, peritos y jueces). Podemos analizar algunos elementos que edifican los laberintos de impunidad en los que perdemos la capacidad de hacer justicia. Por ejemplo, identificar cuánto se gasta por estado en el rubro de seguridad pública y las diferencias abismales entre estados al hacer el comparativo de gasto por persona. En Campeche, el estado con mayor gasto por habitante en seguridad pública en 2014, se destinaron casi seis veces más recursos a ese rubro que en Durango, uno de los estados con menor presupuesto. El primero dedicó un poco más de cinco pesos al día por cada habitante, el segundo 90 centavos diarios. Existe cierta correlación entre mayor gasto en seguridad pública y menor nivel de impunidad: en el Índice global de impunidad en México, Campeche es el estado con menor nivel de impunidad y Durango tiene uno de los más altos. Si analizamos los datos sobre impunidad en homicidio doloso, corroboramos de forma trágica la ineficiencia de nuestro sistema de justicia. En 2014 tuvimos una impunidad del 78.6% para este delito, cifra que contrasta violentamente con el promedio de 57% de impunidad en homicidio doloso para América y 19% para Europa. Visto desde otra perspectiva, durante 2014 en México sólo se sancionaron dos de cada 10 homicidios. De esta manera observamos que la capacidad de investigación y sanción en el país tiene un claro tope: 4 300. Sin importar el número de homicidios en el país, ya sean 11 806 (2006) o 22 852 (2011), la capacidad de las instancias de procuración e impartición de justicia para esclarecer los casos y enjuiciar a los responsables se mantiene inerte en alrededor de 4 300 casos con sentencias condenatorias. Si se subdividen los datos observamos tendencias en las que algunos estados (Chiapas, Durango, Chihuahua, Michoacán, Coahuila, Sonora, Veracruz, Yucatán y Tamaulipas) enfrentan un colapso total: los homicidios aumentan y las condenas disminuyen. En el ámbito doméstico, la impunidad y la violencia afectan desproporcionadamente a un considerable número de mujeres. De las mujeres de más de 15 años, 47% ha sufrido violencia (física, sexual o psicológica) en el hogar, a manos de su pareja o de algún familiar. Si aunamos a esto que 60% de las mujeres víctimas de un delito no denuncian por causas atribuibles a la autoridad, se hace patente cómo la impunidad exacerba la violencia. ¿Cómo explicar todos los casos en que no se presenta una denuncia? La llamada cifra negra se refiere al número de delitos de muy distinta índole que no se reportan, en los que la falta de confianza ante las autoridades, el miedo, la ignorancia y la falta de recursos (de tiempo y de dinero) impiden la denuncia de actos ilícitos y el inicio de un procedimiento de sanción o reparación del daño. La impunidad también se perpetúa con nuestras acciones cotidianas. Cuando se actúa ilícitamente, cuando se deja de denunciar, cuando se encomia la capacidad de burlar la ley. Pasarnos un alto no parece grave, incluso lo justificamos al observar la pésima forma de conducir de otros; pensamos: si ellos lo hacen, ¿por qué yo no? Lo mismo sucede al manejar bajo los efectos del alcohol, cuando se contrata a una menor de edad para realizar labores domésticas, al bloquear las rampas para personas con discapacidad, evadir impuestos con el pretexto de que los “políticos” malversan y roban nuestro dinero. En México con frecuencia nos vanagloriamos de ser más “abusados” que el otro, de ser más perspicaces para encontrar vacíos legales y carencias de vigilancia institucional; si bien esta palabra proviene de ser aguzado, su parecido con el verbo abusar es significativo. Aunque los datos permiten obtener un retrato de los distintos niveles y tipos de impunidad en el país, no hay porcentaje o estadística que pueda dimensionar la acumulación de historias representadas en estas cifras. La cantidad de miedo, enojo, dolor, impoten­cia y frustración ante la nula o ineficiente respuesta de las autoridades, la tristeza que cada caso de impunidad conlleva. La desesperanza, la incredulidad y el cinismo se apo­deran cada día de nuestra forma de enfrentar la realidad. Nos consideramos afortunados cuando no nos vemos envueltos en un delito porque asumimos que, en caso contrario, no podríamos resolver nada porque éste es el país en el que no pasa nada. Sin embargo, México, el país “donde no pasa nada”, es el país de las fosas clandestinas, los desaparecidos, los periodistas asesinados, los innumerables feminicidios, un país donde los crímenes quedan impunes y se acumula una serie dolorosa de exculpaciones que conducen a una abismal serie de violaciones de derechos humanos. En la red de impunidad que nos estrangula las dinámicas sociales toman forma. Varias estructuras y comportamientos normativos nos encauzan a vivir la falta de sanción de los actos ilícitos como algo normal. Para que empecemos a cambiar esto se deben esbozar rutas críticas que indiquen cómo reforzar y mejorar el funcionamiento y la estructura de las instituciones, así como de los que las operan. Es preciso conocer y acompañar los procesos de implementación de las reformas recientes (penal, derechos humanos, nueva fiscalía, anticorrupción, entre otras). Por otra parte, desde la sociedad civil es necesario unir esfuerzos, dejar de recelar de los proyectos y de las investigaciones que se producen, construir sobre lo que otros han investigado, así como establecer alianzas para crear reportes certeros y rutas de acción en conjunto. No puedo dejar de pensar en las caras de sufrimiento y tristeza de la foto del funeral de Javier Valdez. No necesitamos un féretro más para recordar la importancia de aferrarnos los unos a los otros en esta lucha. Estamos en un momento crítico, transformemos esta frustración latente en esfuerzos coordinados. La serpiente está ahí.

Imagen de portada: George Grosz, Los pilares de la sociedad, 1926.