El sistema del tacto de Alejandra Costamagna

La física del pasado

Ritmo / crítica / Mayo de 2019

Irasema Fernández

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¿Quién, exiliado de su patria, se evita también a sí mismo? Horacio


Cuando se trata de la familia hay que correr: al interior de uno mismo o fuera de ella, quizás hacia un rincón privado de la casa o la ciudad de otro país. Los lazos familiares se entretejen finamente para formar jaulas con huecos minúsculos que sofocan a cada uno de los integrantes, en quienes surgirá un tremendo deseo por desmembrar los nudos que la componen. Cuando uno de ellos logre hacerse espacio suficiente para escapar, los nudos disueltos serán daños permanente en los afectos familiares y sólo el viento de la distancia hará de ese hueco una ventana natural para respirar con soltura dentro de la jaula. Y una vez hecho el daño, ¿de qué manera muta todo lo que es interpelado por una ráfaga de viento? Así lo parece en El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna, finalista del Premio Herralde de Novela, la autora recupera una historia familiar que va de la ficción al documental: notas, cartas, postales, un manual para inmigrantes italianos, una máquina de escribir, una enciclopedia con entradas sobre pájaros y el mundo, un manual para mecanografiar correctamente, fotografías y un cuaderno con ejercicios dactilográficos que se mezclan para contrapuntear la narración de sus protagonistas, Ania, su tío Agustín, el fantasma omnipresente de su tía abuela Nélida y una máquina de escribir que reproduce erratas. La novela se lee con el centro tambaleante de un tiempo presente que parece dar pasos hacia atrás, tal vez corriendo en reversa sea más preciso, en zigzag, como lo haría alguien que desea escapar de un lugar y es presa de unas palabras que lo empujan violentamente a su sitio de “origen”. La protagonista autohereda un cúmulo de papeles viejos imposibles de rearticular, dada su naturaleza de restos, que le dará a la novela una composición particular y hace recordar el Arte Correo y el movimiento Fluxus. La historia comienza con Ania, una profesora de lengua que trabaja regando plantas en casas ajenas y cuidando perros en sus ratos libres. Su economía poco estable hace que acepte un favor que le pide su padre: que viaje a Campana, un pueblo en la provincia Argentina, para visitar a su tío Agustín, quien se encuentra enfermo en el hospital, cercano a morir. Poco se habla de la relación que el padre de Ania y su tío compartieron de jóvenes; salen juntos en las fotos familiares y parece ser que se educaron en la misma casa (la de los padres de Agustín) con su tía Nélida, una inmigrante originaria de Piamonte, Italia, a quien los recuerdos de una vida pasada, interrumpida por una guerra en su tierra natal, empalmaron mal con su reciente extranjería y provocaron daños cerebrales permanentes hasta el punto del delirio y la pérdida de memoria. En su viaje rumbo a Campana, Ania recuerda cuando de niña era cirujana de mariposas, enderezaba sus antenas chamuscadas, sus patas y sus alas, para que aquellos bichos que a ella le parecían pájaros frágiles sin canto ni plumas pudieran sobrevivir. Una habilidad que desarrolló durante los trayectos en tren o citroneta por la cordillera, de Chile hacia Argentina, (cuando su padre la llevaba para pasar el verano), y donde las mariposas, junto con otros insectos, se quedaban atrapadas en las rejillas. Esa habilidad más tarde se convertiría en el filtro que usaría para entender la naturaleza de su familia: pájaros, de naturaleza migratoria, con las alas fracturadas. Resulta muy interesante pensar que existen historias de los integrantes de nuestras familias de las que jamás nos enteraremos y que no formarán parte de los recuerdos compartidos, ya sea en la misma época con el núcleo inmediato, o en nuestra relación con generaciones pasadas. Podrá ser por la falta de interés o por el recelo con el que cada integrante guarda su vida privada. Así se compone esta novela, los personajes tienen muchos pensamientos en torno a su familia pero tocan sutilmente sus vidas, puesto que no habrá comunicación ni confianza. De niña, Ania no deseaba conocer el pensamiento de su tío, ni podrá lograrlo ya de adulta cuando posee todos esos documentos dactilográficos, pues esa otra narrativa —‌lo que fue la vida de Agustín— se contará a expensas de Ania, en confidencialidad con el lector. En su ensayo Sobre la idea de una comunidad de solitarios, Pascal Quignard dice que sólo existen dos sujetos perdidos: aquél de las ruinas irrecuperables, con bloques sin interpretación, y el sujeto perdido que se encuentra al levantar las piedras, y a quien habrá que descomponer sus símbolos, desarticularle las palabras y hacerle la arqueología de las morfogénesis, una física del pasado. Ese tiempo obsoleto, el de la ruina, con sus zonas no pronunciadas y sus silencios, es donde se enmarca la historia de Agustín, que es narrada en presente, como si el lector pudiera acceder a ella mediante una bola de cristal fracturada. Un hombre introvertido y temeroso, aislado del mundo, con resentimientos acumulados hacia sus padres, a quienes mira como captores. ¿Qué se necesita para volverse extranjero? ¿Carácter, facultades, dinero? ¿Juventud? ¿Un corazón frío? ¿Hay una manera no violenta de abandonar a una la familia? ¿Cómo escapa uno cuando su ascendencia proviene del desarraigo? Son algunas de las preguntas que rodean al segundo protagonista, y forman parte de las muchas historias que se desarrollan fragmentariamente y se entrelazan en El sistema del tacto, que explica su nombre al ser una técnica que ofrece las ventajas de poder escribir sin mirar el teclado que se presiona. Imaginemos lo siguiente: estamos aprendiendo a escribir sobre una máquina y tecleamos la misma palabra repetidas ocasiones, sin oportunidad de corregir los errores y la mala ortografía. Quebramos la sintaxis y no podemos utilizar ni una vez la tecla de retroceso, así que acumulamos las faltas. Imaginemos que no tenemos más opciones que seguir escribiendo en esa máquina. Una y otra vez realizamos la tarea de manera obsesiva, con sus errores constantes y poco a poco vamos dominando la técnica: nos abrimos espacio entre sus letras hasta encontrar un lugar propio, un espacio en blanco, otra ciudadanía. “Se cierra la boca. Se escribe. Se está solo. Se es uno mismo. Se respira.”, dice Pascal Quignard. Acaso ésa sea una extranjería apropiada, viajar hacia dentro, con recuerdos tiernos o acumulados, con fotografías de extraños sonrientes, pájaros que aprendieron a ser otros, lejos de la tierra. Como dice la narradora, hay que aprender a conversar con las diferentes edades de una misma y confrontar el recuerdo con la ruina.

Anagrama, Barcelona, 2018

Imagen de portada: Melissa Zexter, Woman with Veil, 2014