¡Es el privilegio, estúpidos!

Fascismo / dossier / Marzo de 2020

Luciana Cadahia

El vínculo pasional con el fascismo pareciera evocar las peores imágenes de nuestro pasado: fuerzas nacionalistas o identitarias al servicio de la autodestrucción de la humanidad. Es como si se reflejara así la amenaza de una incipiente debacle o la sensación de que todo está a punto de salirse de nuestro control. Por eso, cada vez que vemos repetirse la escena, es decir, cada vez que observamos la imagen de un pueblo organizado alrededor de su líder, se encienden en nosotros todas las luces de alarma. Pero esta cadena asociativa de imágenes está lejos de ser algo espontáneo y, menos aún, algo así como la verdad del fascismo. Podríamos preguntarnos si esta imagen hace justicia a todo lo que hay en juego alrededor del tejido mítico entre líder y pueblo. O si, por el contrario, apunta en una dirección muy específica que empobrece, agota y determina, mecánicamente, qué debemos encontrar allí y cómo debemos sentirnos ante la presencia de esa imagen. Diríamos, más bien, que responde a un régimen de visión, esto es, a una determinada trama narrativa en la que se organizan las imágenes del pasado. ¿Apunta el lazo libidinal del líder y el pueblo al corazón mismo del fascismo? ¿Toda relación que pone a funcionar las pasiones colectivas está arraigada en resortes de esta estructura de poder? Lo cierto es que la identificación entre ambos apunta más a nuestros propios tabús que a los peligros reales de la escena del pasado. O del pasado como una escena para nuestro presente. A fin de cuentas, ¿de qué hablamos cuando nombramos el fascismo? Quizá sea momento de empezar a pensar en la cadena de omisiones que han permitido poner el vínculo entre pueblo y líder en el centro de la cuestión. ¿No hay algo profundamente sospechoso en reflejar del lado de lo pebleyo —la masa, la turba fanática— la responsabilidad última del fascismo? ¿Por qué no encontramos, del lado de las élites, una imagen que pudiera tener el mismo peso simbólico? Incluso resulta más sospechoso aún cuando esa carta se usa para denostar los surgimientos contemporáneos de fuerzas populares. ¿Qué función cumple, entonces, esta caricatura del fascismo?

Adolf Hitler en un mitin del partido Nazi en Dortmund, 1933. Fotografía de Hulton Archive. BY NC

Lo cierto es que en este régimen de las imágenes el pueblo aparece como el lugar de una sospecha y las élites, en cambio, quedan astutamente fuera de la escena. ¿El pueblo debe avergonzarse de la existencia de sus propias pasiones? A fuerza de fijar en nuestra memoria la imagen del líder junto a las masas nos olvidamos de cómo las élites mundiales hicieron la vista gorda y en muchos casos propiciaron el ascenso del fascismo. Por otra parte, el pasado interviene en esta escena como algo fijo y unilateral, a la vez que nos dificulta la labor de explicar cómo es posible que el fascismo haya retornado en nuestro presente. Pero, ¿qué es lo que ha vuelto del fascismo? Está claro que esa imagen emblemática de los fascismos clásicos no nos ayuda a comprender sus aspectos novedosos ni, mucho menos, el papel que cumplen las élites actuales ante esta nueva mutación. Sin ir más lejos, encontramos serias dificultades para definir la imagen del fascismo contemporáneo. Qué puede haber en común entre la imagen de Donald Trump ofreciendo banquetes de hamburguesas de McDonald’s en la Casa Blanca, los guiños calculados del ministro de cultura de Jair Bolsonaro a Goebbels, la estética pop y naíf de un personaje como Mauricio Macri que invita a la revolución de la alegría o las catarsis evangélicas de Jeanine Áñez en el Palacio Presidencial. Asistimos a un pastiche de imágenes donde lo viejo y lo nuevo parecieran entremezclarse de manera confusa y caótica. Sin embargo, debajo de ese aparente caos una nueva forma de poder aún por descifrar está comenzando a gestarse.

Benito Mussolini en el Palazzo Venezia anunciando la victoria sobre Etiopía, 1936. BY

En The New Faces of Fascism1 el pensador italiano Enzo Traverso nos ofrece algunas claves importantes que nos pueden ayudar a pensar mejor este confuso retorno. Lo primero que nos va a sugerir es la idea de que tanto la apelación al fascismo como al neofascismo corren el riesgo de volverse demasiado estáticas, como si simplemente se tratara del retorno de un mismo fenómeno. El uso de la palabra postfascismo, en cambio, le permite entender que se trata tanto de una continuidad como de una ruptura que excede cualquier régimen histórico determinado.2 La otra cuestión importante que nos plantea Traverso atañe a las diferentes transformaciones de los usos o regímenes públicos de la historia en los cuales ha tratado de pensarse el fascismo. Nos menciona un primer régimen estructurado a partir de la frontera entre el “fascismo” y el “antifascismo” propio de la resistencia republicana o comunista, que fue operativo hasta el final de la segunda Guerra Mundial pero que luego se diluyó y cristalizó en una nueva frontera entre el “mundo libre” (apolítico, desideologizado y liberal) y el “fascismo” (politizado, ideologizado y arcaico). Es decir, esta segunda frontera ya no marcaba su línea divisoria alrededor de los proyectos emancipatorios sino de la democracia de libre mercado. Hay una diferencia sustancial, nos señala el autor, entre estos dos usos públicos. En el primero, esto es, en el régimen antifascista, el antifascismo apelaba a las fuerzas políticas y culturales forjadas en la tradición de izquierda que buscaban construir proyectos igualitarios en nuestras sociedades. Pero, tras los fracasos de las experiencias comunistas, esta frontera desapareció al punto de identificar a la izquierda con el nacionalismo y el totalitarismo. Es decir, se instauró paulatinamente la idea de que la izquierda también podía llegar a ser fascista.3 Hoy, por el contrario, nos encontramos atrapados en el segundo uso público de la historia, desde el cual se asocia el retorno del fascismo con todo aquello que no se identifica con la democracia de libre mercado, es decir el populismo, los partidos de extrema derecha o el terrorismo islámico. Resulta útil esta distinción propuesta por Traverso, ya que nos permite preguntarnos en qué medida este uso público de la historia propiciado por la democracia de libre mercado es cómplice de todas las caricaturas y limitaciones que señalábamos más arriba alrededor del fascismo. ¿No habrá dispuesto las imágenes del pasado de tal forma que nos impide pensar las diferentes supervivencias del fascismo en el interior de las democracias actuales? ¿No hay algo del orden de un deseo fascista en la identificación obsesiva y destructiva entre democracia y libre mercado? Aquí no voy a extenderme sobre las diferentes formas de pensar el vínculo entre deseo y fascismo, pero sí voy a considerar algunos aspectos que nos pueden ayudar a descifrar ciertas paradojas de nuestro presente. Lo primero que podríamos advertir es que la organización del pueblo, la construcción de identidades nacionales o la presencia de un Estado “fuerte” no necesariamente son expresiones del fascismo e, incluso, pueden oponerse a él. Todo depende de cómo pongamos a funcionar el deseo. Por citar un ejemplo, es muy común asociar el proyecto de nación latinoamericano con una suerte de continuidad del ethos colonial de blanqueamiento e invisibilización de los indígenas, negros, mujeres o de los colectivos que hoy reciben el nombre de LGBT+. Así, la nación determina al hombre blanco heteropatriarcal como el único sujeto legítimo de la historia con autoridad para perpetuar su identidad y ejercer su poder. Pero, como alternativa a esa construcción oligárquica de la nación, también contamos con otra elaborada desde el campo popular, es decir, de los excluidos de esa supuesta identidad legítima. Esta idea de nación plebeya se encuentra en las antípodas de la idea de nación como blanqueamiento, más que nada porque surge de aquellos sectores que han quedado fuera del otro relato. Es la heterogeneidad constitutiva de los que no tenían lugar en la escena lo que produce el deseo de una articulación. Y esto es muy distinto a cómo funciona el deseo en el fascismo. Allí, por el contrario, la identificación con el otro no viene dada por la diferencia que nos constituye, sino por el deseo de conservación de algún tipo de linaje o mismidad. Por esa razón, la lógica deseante del fascismo es inmunitaria, esto es, asume que hay una identidad ya dada de antemano que se encontraría amenzada por la presencia de un otro. Sin embargo, esa mismidad o identidad previa es una proyección fantasmal que resultó del mismo acto de exclusión, de modo que ser hombre blanco heteropatriarcal es sinónimo de no ser mujer, indígena, negro o LGBT+. Dicho de otra manera, esa identidad en sí misma no existe más que como negación de todas las demás. Pero, ¿qué es, entonces, lo que se ve amenazado si no hay algo así como una identidad esencial a conservar? Lo que se ve amenazado es la posición de privilegio construida como una forma de superioridad del hombre sobre la mujer, del blanco sobre las demás razas, de las clases altas sobre las clases medias y populares y de éstas sobre los migrantes, etcétera. Por eso, los discursos xenófobos, elitistas, de discriminación por género o antiprogresistas se estructuran bajo una misma fantasía: el otro funciona como esa presencia que necesito negar y afirmar al mismo tiempo, ya que la exclusión garantiza mi identidad en tanto lugar de privilegio relativo en el mundo. Hay, de este modo, una secreta complicidad paradójica entre identidad y privilegio, como si la posibilidad de ser de sí mismo (hombre blanco heterosexual) dependiese de ser más que alguien. En este punto resulta crucial comprender la oposición entre asumir el proceso de identificación a partir de la creencia de que debo conservar una heterogeneidad (la diferencia que nos constituye) y construirlo en la convicción de que debo conservar una identidad como superioridad y privilegio.


Cartel antifascista de Angel Bracho, Taller de Gráfica Popular, c.a. 1945. Colección del MUAC/UNAM

Considero que si nos tomamos en serio el problema de los usos públicos de la historia que planteaba Traverso, la dicotomía entre el “fascismo” y el “mundo libre” es una imagen que se ha vuelto obsoleta y omite hasta qué punto este último es deudor de aquél, cómo, de cierta manera, ese “mundo libre” garantiza la supervivencia de la ontología identitaria fascista. Cuando la extrema derecha apela a la libertad de cada individuo para rechazar la supuesta “imposición” sobre la educación sexual de sus hijos o se siente amenazada ante la “ideología de género” o la intervención estatal en temas de economía, salud o educación o, peor aún, cuando habla de la tiranía del progresismo como obstáculo para la verdadera libertad de que cada uno piense, diga o haga lo que se le dé la gana, no evoca las imágenes con las que asociamos el poder fascista sino que lo hace desde la retórica de la libertad entendida como no interferencia. Lo novedoso del fascismo se expresa, entonces, como una crisis de la libertad individual que, habiendo sido la bandera del liberalismo, ahora es apropiada por la extrema derecha. Entonces, ¿no ha sido la inconfesada ideología “del mundo libre”, supuestamente antifascista, la responsable de convertir la libertad de no interferencia en una forma de exclusión y privilegio? Quizá la nueva frontera entre la inviabilidad del fascismo y la apuesta por una vida no fascista se juegue en la disputa por el significado de la palabra libertad. Si algo nos ha enseñado nuestra época es que reducir la libertad a la no interferencia empobrece nuestros debates, intensifica las desiguladades y nos amenza con el retorno del fascismo. Las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que nos hacemos libres cuando no estamos atados a vínculos de dependencia y sumisión.4 Por tanto, quizá el desafío sea enriquecer el sentido de la palabra libertad, entender que no toda intervención es arbritaria y que necesitamos muchos tipos de interferencias en nuestras repúblicas para aprender a emanciparnos del odio, del privilegio y de la desigualdad estructural. Necesitamos, a fin de cuentas, un uso público no neoliberal de la historia y más enfocado hacia una perspectiva igualitaria. Quizá la gran elección de nuestra época, si es que aún estamos a tiempo de tomar una decisión, se juegue entre el fascismo y el republicanismo en su dimensión plebeya.

Imagen de portada: Stuart Davis, Artists Against War and Fascism, 1936. BY

  1. Enzo Traverso, The New Faces of Fascism. Populism and the Far Right, Verso, Londres, 2019. 

  2. Ibidem, pp. 2-34. 

  3. Ibidem, pp. 135-149. 

  4. Para comprender mejor el debate sobre la libertad en términos de intervención no arbitraria y no intervención se recomiendan los textos de María Julia Bertomeu, “Republicanismo y propiedad”, Sin permiso, 2005 (consultado el 10 de julio de 2019) y Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Crítica, Barcelona, 2004.