Caduco mientras escribo

Especial: Diario de la pandemia / dossier / Junio de 2020

Paula Piedra

Me acuesto y me envuelve el tictac del reloj de pulsera negro marca Swatch que compré a finales del año pasado mientras hacía escala en el aeropuerto de Tocumén, en Ciudad de Panamá. Me pareció un buen regalo para la adolescente interior con quien últimamente ando muy amiga. Le dije: ¡tomá, algo que en 1990 te hubiera encantado! Resultó ser el reloj de pulsera más escandaloso del planeta; parece que grita el paso de los segundos. En aquellos días que nos parecían normales era posible ignorarlo, pero ahora que estoy teletrabajando en el A214, el apartamento de 47 m² que comparto con una gata negra a quien llamo Ramona en el este de la ciudad de San José, ese sonido se me instala como una alarma en el cerebro. La alarma del paso del tiempo. Desde el 14 de marzo estoy en el A214. Sigo las recomendaciones del Ministerio de Salud de Costa Rica y me he quedado trabajando en casa porque mis circunstancias me lo permiten. He ido algunas veces a mi trabajo: a revisar la alarma de seguridad que no estaba enviando señal, a guardar cosas de valor en una bodega, a imprimir documentos, a regar las plantas, a tomarle fotos a la exposición de arte que quedó a medio montar. Y una vez simplemente fui a darme un receso de mi apartamento. También visito a mi madre cuando le llevo las compras del supermercado u otras cosas que ella me pide, que me llegan como listas por el WhatsApp. Confieso que también fui a ver a mi hermana y mi cuñado hace un par de semanas; y que por pura casualidad me topé a mi hermano con toda su familia en la casa de mi mamá la semana pasada. A mi padre, a regañadientes, lo vi un día, al principio de todo esto, porque insistió en pasar por el A214. Me vino a dejar un ramo de girasoles. Lo mandé de vuelta a su casa, le recordé que él es el adulto más viejo de toda la familia. La otra noche mientras me quería quedar dormida, el martilleo del Swatch me empezó a volver loca. Me levanté a tientas, lo agarré como si fuera un animal pestilente y caminé rápido al baño, abrí la puerta y lo dejé tirado en el mueble del lavatorio. Quedó castigado en un espacio que ahora comparte con otros aparatos como una secadora de pelo y un extractor de aire. Volví a la cama y dormí en paz. Mi meta del año 2020 era madurar rejuveneciendo. En enero convoqué a mi fiesta de cumpleaños número 44 diciendo eso, que celebraba madurar rejuveneciendo. En otras palabras, según yo, quería celebrar que estaba ganando la carrera del envejecimiento haciendo mucho ejercicio, alimentándome muy bien y durmiendo de manera reparadora gracias a una operación quirúrgica que me curó de una apnea del sueño severa que estaba afectando de manera silenciosa todo mi ser. Por supuesto que el Swatch negro vino a la fiesta conmigo. Ese día me avisó que era tarde y a mí me pareció que definitivamente había recuperado la energía que me había robado el no poder respirar bien ni por la nariz ni por la boca, porque de nuevo aguantaba fiestas hasta la madrugada. Antes de la operación tenía el sistema respiratorio colapsado, con lo cual mi rendimiento se fue disipando y mi cuerpo alejándose de mi cabeza día con día. Una mañana a mediados de abril, abrí los ojos y sentí ese ardor familiar en la cintura que mes a mes desde el 10 de agosto de 1988 aparece los días antes de que me baje la regla. Mi ciclo menstrual es algo que me tomó años comprender. Ahora sé que hay un ovario triste y otro enojado; se van alternando mes a mes sin tomar en cuenta mi opinión y mucho menos qué responsabilidades o lugares yo tenga que atender o a qué personas deba ver. En esta situación de distanciamiento social, esa sensación de un útero palpitante que me entumece la cintura y las dos piernas, me provoca dolor de cabeza y sobre todo más sueño, me indispuso igual que el mugroso Swatch negro. Como otro señalamiento de un paso del tiempo ineludible, me hizo sentir unas ganas horrendas de quedarme cobijada toda la mañana, cosa que no hice sólo porque tenía a la gata anclada en el pecho buscándome la mirada para recordarme mi obligación de servirle comida. En estos dos meses de encierro voluntario no había escrito nada, absolutamente nada que no estuviera relacionado con mi trabajo. No porque no tuviera ganas de escribir, sino porque soy demasiado lenta para procesar lo que pasa mientras pasa. Lo más cercano a escribir que he hecho es un registro que empecé el domingo 5 de abril en mi agenda física del 2020 que dice: caminar. Y desde entonces anoto el ejercicio físico que hago porque me di cuenta de que estaba perdiendo la noción del paso del tiempo y, por lo tanto, la claridad con respecto a si había hecho algo más allá de estar sentada frente a la computadora, leyendo, durmiendo o comiendo. Los síntomas premenstruales que iniciaron a mediados de abril duraron dos semanas completas, lo cual quiere decir que en todo ese mes no me vino la regla. Descartada cualquier posibilidad de embarazo y porque aún no me ha dado el virus, las tendencias hipocondríacas se me dispararon y salté a auto-diagnosticarme una premenopausia. ¿Qué más podría justificar que un ciclo que normalmente es de 29 días esta vez ya fuera por más de 45? Pero no me podía abandonar en el baño junto al Swatch negro como castigo por recordarme el paso del tiempo en un ciclo menstrual especialmente largo ni por mantenerme al ralenti en el medio de una pausa que no parecía acabar nunca. ¡Por no seguir como siempre, como si nada estuviera pasando! La otra mañana escribí en uno de los tantos chats de mi trabajo: “hay contenidos que caducan mientras se escriben”. Me refería a que la permanencia de un estado de incertidumbre provoca giros inesperados; que si hoy durante el día algo parece noticia de última hora, para la noche puede estar obsoleto. Desde antes de esto ya era experta en estar sola. Es mi especialidad: quedarme en el A214 con esta gata o la que tenía antes. Me sale super bien estar sola. Pero esta mañana quise ir a visitar al Swatch negro abandonado en el lavatorio, que seguía cantando su tictac asqueroso. Prendí la luz del baño, se activó el extractor de aire, me vi al espejo. Después de la operación he bajado unos 15 kilos, definitivamente puedo respirar mejor y me saqué los factores de riesgo de presión arterial alta y problemas cardíacos. Me miro fijamente a los ojos como quien quiere regresar a su propio cuerpo, a la burbujita de los 47 m² compartidos con una gata, a la impotencia que me comprime los hombros y me deja viendo por horas el parqueo del condominio que tengo frente a la ventana de la sala. Recuerdo la absoluta baja de productividad —según parámetros del pasado reciente— por la que sigo cobrando un sueldo. Parpadeo y me veo las canas, se me notan pese a mi intento de rejuvenecer. Definitivamente no soy población vulnerable para el puto virus, pero ahí está el estúpido Swatch apuntando burlón que se me ven las canas. Y que de seguro sí es premenopausia, lo escucho decir al gran idiota. Bajo la mirada y pienso: qué… ¿tierna? querer madurar rejuveneciendo. Si ahora mismo caduco mientras escribo.

Lee otros textos del Diario de la Pandemia, número especial en línea.

Imagen de portada: Relojes Swatch. Fotografía de Nikita, 2008. CC