La caprichosa fortuna del jinete

Desigualdad / panóptico / Febrero de 2024

Mario Panyagua

La última pregunta que le hice a E fue: “¿Qué es para ti la libertad?” Me miró con sus ojos verdosos, que me traspasaron el alma. Después de haber salido de Brasil a los doce años, y tras doce años más en los que vivió en Italia, Argentina, Paraguay, Colombia y México, contestó sin rodeos: “¿La libertad? Para mí es encontrar un hogar, decir yo soy de acá; encontrar la felicidad, el amor, la persona que te quiere mucho y con la que puedes vivir lo que resta hasta tu último suspiro de vida. Decir: ‘Listo, ya no necesito estar migrando de país en país, de casa en casa, de barrio en barrio’. Encontrar esa felicidad donde se diluyen las fronteras”.

​ Entrevisté a E en dos sesiones a finales de diciembre del 2023. Nuestro encuentro tuvo lugar en la Casa de Migrantes y Refugiados de Chuburná de Hidalgo, una de las tres casas habilitadas por la Pastoral de Movilidad Humana de Mérida. Chuburná es un barrio popular, alejado de la imagen turística y de la máscara de seguridad y pulcritud con que promueven a la capital yucateca, una ciudad marcada por el elitismo, la actividad turística, el racismo, la migración nacional en masa y la explotación del pobre.

Fotografía de Markus Spiske, 2019. UnsplashFotografía de Markus Spiske, 2019. Unsplash

​ La primera vez que vi a E me encontré con un muchacho de veintitrés años sumamente educado, elocuente, de un metro ochenta, cabello lacio, mandíbula ancha, rostro agraciado y complexión atlética. Se comportaba muy seguro de sí, lo cual me causó desconfianza. Yo todavía no sabía cómo había acabado durmiendo en las calles ni que había estafado a mucha gente. Ahora, en proceso de redención, contaba por primera vez su historia. Nos sentamos en el patio trasero de la casa, en una mesa larga al borde de una gran pileta que no ha sido llenada en muchos años, acechados por los moscos y un par de perros salchicha. E encendió un cigarro y, sin que le lanzara una sola pregunta, comenzó a hablar.

​ “Soy monitor y maestro de equitación, doy clases, monto y hago doma de caballos de salto. Empecé a montar a los ocho años. Mi maestra, llamémosla N, era italiana. Yo vengo de una familia muy simple, sin recursos, entonces N me dio una beca. Gracias a ella monté por cuatro años en Río de Janeiro, luego ella regresó a Italia y me habló, dijo que yo tenía potencial y me invitó. Mi mamá me hizo el pasaporte, firmó todo, y a los doce años salí por primera vez al exterior, a Livorno. El tío de N tenía un centro de caballos de salto. Me quedé dos años en Livorno nada más porque no aguanté el frío. Regresé a Brasil, donde estuve solo un mes porque me contactaron de Colombia para trabajar en el mismo ramo de caballos de salto. A los quince fui para Argentina, la misma cosa de salto; luego un mes en Paraguay, ayudando a un amigo que tiene caballos, y de vuelta a Brasil. Al año recibí una propuesta de trabajo de Aguascalientes. Y de Aguascalientes fui a Monterrey; de Monterrey a Baja California; de Baja California regresé a Aguascalientes para agarrar mis cosas y venir a Mérida. En total tengo cinco años en México, tres años por algunas ciudades y dos aquí.”

​ Le pregunté cómo había empezado con lo de los caballos, y entre calada y calada a su cigarro me contó que su hermano asistía a un club donde jugaba futbol que también tenía caballos de salto: “Todos los días me quedaba viendo los caballos, detrás de un árbol; no me acercaba porque como eran personas de mucho dinero no quería que me faltaran al respeto. Un día la maestra me preguntó si me gustaba, y le dije que sí. Me dijo: ‘Llama a tu mamá pa’ platicar conmigo’. Al otro día, mi madre habló con ella, le contó que no tenía recursos y que era un deporte muy caro; la maestra la convenció para dejarme tomar una clase muestra. La primera vez que monté un caballo me encantó, lloré de felicidad. Como ella vio que me gustaba tanto, me dio una beca. No pagaba nada; le ayudaba con unos alumnos y a mí me daba clases”.

​ E mantenía esa actitud segura: no trastabillaba al hablar, mostraba una sola cara, la de ser un gran jinete, una persona recta, amable; hacía énfasis en que a la gente le gustaba estar cerca de él. Entonces le pregunté cómo había sido su travesía por este país. Me contó de las dificultades que encontró para crecer dentro de su ramo, cómo otros jinetes le impedían avanzar (las envidias, los embustes), de cómo incluso le robaron dinero. Le pregunté por su situación migratoria: “Tengo como un año con mis papeles. Antes, cuando viajaba, lo hacía junto con los caballos, porque si agarraba un vuelo podía arriesgar mucho con Migración, entonces iba junto con los caballerangos adentro de la cabina. Cada que pasábamos una parada de Migración, me escondía atrás, con los caballos y me echaba una cobija por arriba. Eso fue durante cuatro años. En los concursos algunas personas me tenían mucha envidia, entonces me preguntaban si yo tenía mis papeles; yo les decía que sí, porque tenía miedo de que alguien me pudiera denunciar o hacer algo contra mí. Pasó una vez que agentes de Migración estaban en el concurso. Ese día no salté, me quedé en el hotel”.

​ Siguió platicando de cuando acudía a concursar a Querétaro, Tijuana, Monterrey, Baja California, Cancún, y del mundo de los clubes hípicos. Mencionó algo harto interesante: “Son personas que tienen muchos recursos, más en cada región, norte o sur de México. Tienes que saber tratar a ese tipo de personas que son de alto nivel; también hay que saber cómo tratar a una persona de la Ciudad de México o a una de Cancún”.


La segunda vez que acudí a entrevistar a E me recibió con el corazón en la mano y la verdad en la lengua. Le dije que nadie podía ser tan recto, tan bueno, tan sin tacha y me contó su verdad: “El mundo de la equitación es muy grande, da mucho dinero. Yo sacaba a la semana siete, ocho mil pesos cuando llegué a México. Esa cantidad nadie la saca con diecisiete años. Pero no estaba a gusto, nunca estuve a gusto, siempre quería más y más. Yo vengo de una familia muy simple, yo tenía humildad y educación, y creo que las fui perdiendo al estar pensando solo en mí mismo. Llegó el punto en que yo pasaba cerca de otras personas y no saludaba, porque me sentía superior, y poco a poco les fui quitando cosas a mis clientes. Aquí en México se llama estafar. Primero de a poco, y después ya en grande, cantidades más altas. A mis veinte llegó la primera demanda, a los veintidós la tercera. Me quedé con fama de estafador en el mundo de la equitación y tuve que dejarla por un tiempo.

​ Fui el mejor jinete juvenil de Italia, el mejor juvenil de México… y eché todo en un bote de basura. Me arrepiento, me trato de redimir y perdonarme por cada cosa, pero es difícil. Intento seguir pa’ delante y regresar de a poco. Pienso que cuando salí a los doce años de casa me sentía muy solo. Y para llenar ese vacío que había dentro de mí, agarré cosas materiales: el lujo. Hoy estoy pagando por eso. Las cosas que las personas sintieron que yo les quité, hoy estoy sintiendo igual, pues perdí todo, principalmente algo que quiero mucho: mi trabajo.

Fotografía de Thimothy Eberly, 2020. UnsplashFotografía de Thimothy Eberly, 2020. Unsplash

​ Mi madre falleció hace ocho meses y tengo una culpa que hoy no me puedo perdonar porque me quedé siete años lejos de ella y no pude darle un beso en su velorio, que vi por una videollamada de Whatsapp. Es una culpa que no me perdono, porque pude hacer más por ella. Todavía dos días antes de fallecer me habló y me dijo: ‘E, regrese, venga, me da un abrazo, nos sentamos aquí cinco minutos pa’ platicar’. No podía, tenía el pasaporte vencido, no podía viajar, y ella decía: ‘No pasa nada, E. Si no puedes venir, tú puedes seguir tu vida, yo voy a estar bien’. Es algo que me duele mucho, porque ella se estaba despidiendo”.

​ Entonces le pregunté por el tiempo en que vivió en la calle. “Estaba allí en un puente cerca de Kanasín, a las afueras de Mérida, con mis maletas, pensando: ‘No tengo vida; no quiero vivir más, me quiero morir durmiendo, sin sufrir. No me despedí de mi madre; quiero verla’. Pensaba en morir allí, acostado sobre el puente. Al sexto día durmiendo ahí la policía me despertó a patadas; me dijo que allí no podía dormir. Levanté mi maleta, me fui caminando y cuando amaneció le marqué a una amiga, le conté lo que había sucedido y le dije: ‘voy al Buen Samaritano’. Llegué y el encargado me preguntó qué necesitaba. ‘Un hogar pa’ quedarme’, le dije. Él me respondió: ‘Mira, no quiero ser grosero, pero tú no eres de aquí, aquí es para personas en situación de calle, y tú tienes maletas, tienes teléfono, mira cómo estás vestido’. Pero me dejó quedarme, me dio un lugar donde dormir, un plato de comida, un vaso de agua. Llegó un momento en que me dijo: ‘Te tengo que ayudar; las personas de acá te miran mal porque ya saben que tú no eres de acá y yo no quiero que te pase nada’. Así recordó a una persona que podía ayudarme. Le llamó y en veinte minutos llegó en su coche, me vio y me preguntó: “¿Qué haces aquí muchacho? Tú no eres de acá”, y me trajo a la Casa de Migrantes de la Pastoral Humana de Chuburná”.

​ La noche había avanzado, E se había sincerado por completo; entonces le lancé la pregunta: “¿Estás cansado?” Me respondió que sí: “Estoy cansado porque siento que no soy de acá. Estoy contento, pero no siento la libertad de hablar. Puedo tener un trabajo en Canadá, pero ya no quiero irme. Sé que es una oportunidad, pero solo de pensar en empezar de nuevo… No quiero empezar de nuevo; todo de nuevo”.

Imagen de portada: Fotografía de Thimothy Eberly, 2020. Unsplash